¿A quien?
La pistola tiembla en mi mano.
Mis dedos sudan, me cuesta sostenerla, pero no la suelto. La agarro como si dependiera de ella el último hilo de mi dignidad. Estoy llorando. Lloro tanto que apenas veo a través del llanto. Mi corazón late fuera de control. Mis piernas tiemblan. El aire arde en mi pecho.
—No te acerques—susurro con la voz desgarrada, apuntando directo al pecho de quien tengo enfrente.
Esa persona da un paso, solo uno. Yo retrocedo. Cada centímetro que se mueve es una provocación. Un reto a mi dolor. Un eco de todo lo que me quitaron.
—No eres así—dice. Con esa voz. Esa maldita voz que me atormenta desde hace años.
¿No soy así?, pienso.
¿Entonces quién soy ahora?
¿La chica que él destruyó? ¿La mujer que se tragó el silencio, que crió a un hijo sola, que vivió con una mentira clavada en el alma?
Me limito a mirarlo. Pero no sé si lo odio o si odio más lo que yo me permití ser por culpa de él.
—No digas mi nombre—digo con rabia—No tienes derecho.
Él no muestra miedo. Solo esa expresión… lástima. Y eso duele más que si me gritara, que si me insultara. Porque la compasión es para los débiles. Y yo, hoy, no quiero ser débil.
Mi dedo roza el gatillo. Solo un poco. Pero no aprieto.
Antes de disparar, necesito entender por qué llegué hasta aquí.
Y cuando cierro los ojos, no vuelvo atrás como un recuerdo.
Lo vivo. Lo respiro. Lo siento.
Como si estuviera ocurriendo ahora mismo.
Cinco años atrás.
Boston me recibe con ese aire frío y elegante que siempre he imaginado.
Tengo 19 años cuando llego a la universidad con una beca completa y una maleta llena de ropa sin combinar. Estoy emocionada. Por fin comienzo una vida lejos de casa, lejos de una madre que nunca supo quererme. No me duele. Ya me acostumbré.
Ella me acompaña al aeropuerto solo porque es lo correcto. Me da un beso en la frente y un sobre con dinero.
—No me llames si no es urgente—me dice sin mirarme a los ojos.
Y se va.
Yo no la detengo. Solo respiro hondo. Estoy lista. Nadie me acompaña a instalarme. Nadie me despide llorando. Pero no me hace falta. En ese momento, yo tengo un sueño. Tengo mi futuro en las manos.
Me instalo en el campus. Comienzo las clases. Hago amigas. Y en medio de todo eso, aparece él.
Dester Sandberg.
Alto, atractivo, encantador. Hijo de un senador y una mujer poderosa del mundo corporativo. Estudia Relaciones Internacionales. Siempre parece saber qué decir. Cómo mirar. Cómo envolverte.
Comenzamos a salir desde el segundo mes de clases. Y no paramos.
Pasan los años.
Sí, años.
Cinco, exactamente.
Cinco años de relación. De risas, viajes, fotografías, cafés y libros compartidos. Lo amo. Eso pienso. Lo acompaño en sus eventos. Me presenta como su novia. Planeamos mudarnos juntos cuando nos graduemos.
Estamos por culminar la carrera. La recta final. Nos sentimos adultos, seguros, preparados para enfrentar el mundo. Él tiene entrevistas en Nueva York. Yo quiero hacer una pasantía en The Globe.
Y esta noche, quiero celebrar.
No un aniversario. No un logro académico.
Quiero celebrar nuestra historia. Nosotros.
Paso por su departamento con su cerveza favorita. Me pongo un vestido rojo que sé que le encanta. Y subo las escaleras sonriendo, emocionada, con el corazón en la garganta.
Abro la puerta.
Y el mundo se detiene.
Ahí está.
Desnudo.
Con otra mujer encima.
Una rubia. Compañera de clase. Conocida.
Ellos me miran.
No se mueven.
No se esconden.
No hay gritos. No hay explicaciones.
Solo silencio.
Mis manos sueltan la bolsa. Las botellas caen y explotan en el piso. Me quedo paralizada un segundo. Y luego corro. Bajo las escaleras sin saber si lloro, si grito, si me rompo por dentro.
Camino sin dirección. Sola.
Termino en un bar del centro. Uno pequeño, oscuro. El aire huele a cerveza y tabaco. Me siento en la barra. Miro al fondo del vaso. Y pido un whisky.
Luego otro.
Y otro.
Los hombres me miran, pero no me importa.
Quiero sentirme invisible.
Quiero desaparecer.
Es entonces cuando aparece él.
Alto. Traje oscuro. Reloj caro. Un aura que impone.
Me observa desde la otra punta del bar. Luego se acerca.
—¿Puedo sentarme?—pregunta con voz grave.
—Haz lo que quieras—respondo sin mirar.
Se sienta. Pide un bourbon. No habla mucho. Solo me observa. Pero no con deseo. Con algo que no sé explicar… como si supiera que estoy rota.
—Tu novio te rompió el alma, ¿verdad?
Levanto la cabeza. Me río con amargura.
—Qué observador—digo.
—No necesitas a nadie así—murmura.
—¿Y tú qué sabes?
—Lo suficiente para entender que cuando uno se sienta en un bar con un vestido de fiesta y ojos hinchados, no está celebrando nada.
Le sonrío, con ironía.
—¿Tú también vienes a rescatar chicas abandonadas?
—No. Solo vine a tomar algo. Pero si quieres compañía silenciosa, soy bueno en eso.
Nos quedamos callados.
Minutos.
Quizá horas.
No lo sé.
Me levanto.
—¿Tienes auto?—pregunto.
Él asiente.
—Entonces llévame lejos.
No dice nada. Me sigue. Abre la puerta. Yo camino como si no tuviera peso. Como si no fuera yo.
Terminamos en una casa enorme a las afueras. Oscura. Lujosa. Fría.
No pregunto nada. No quiero saber quién es. No me interesa.
Nos besamos sin hablar. Nos desnudamos sin pensar. Nos consumimos con una desesperación salvaje.
No hay amor.
Solo fuego.
Rabia.
Desahogo.
Despierto con el amanecer atravesando la ventana. Estoy desnuda. En una cama ajena. Sola.
Mi cuerpo me duele. Mi alma, más. Me visto rápido. Busco mis zapatos. Recojo mi bolso.
Quiero irme sin hacer ruido.
Pero tropiezo con una mesa baja. Un florero cae. Se rompe. El estruendo me delata.
Él aparece en la puerta, con una bata ligera, despeinado, tranquilo.
—¿A dónde vas?
Lo miro sin decir nada. El corazón me retumba.
—Lo siento— digo—No soy así. Fue un error. Necesito irme.
Él no se inmuta.
—Estás lejos de todo. Te llevo, pero espera. Dúchate si quieres. Estás en mi casa, no en un hotel.
Se da media vuelta.
Yo me quedo de pie, temblando.
Me baño. Me visto. Me lleva de regreso en silencio. No pregunta mi nombre. No da el suyo. Me deja frente a la universidad.
Y se va.
Pienso que nunca más volveré a verlo.
Pienso que eso fue todo.
Pero dos meses después, en una revisión médica, la enfermera me sonríe mientras sostiene un papel.
Felicidades, señorita. Está embarazada.
Vuelvo al presente.
La pistola sigue en mi mano.
Mi hijo existe.
La mentira también.
Miro a esa persona y pienso:
Todo comenzó por despecho…
Y terminó destruyéndolo todo.
¿Disparo?
¿O dejo que me siga matando en vida?