El aterrizaje era inminente, según habían anunciado por los parlantes del avión. Matilda había pasado las dos horas de vuelo intentando borrar, inútilmente, el peso que aquella mirada le había producido.
Se había despedido, como si se fuera a la facultad o a hacer algún mandado, sin largos abrazos, ni sentidas palabras. No le extrañó que ninguna de sus amigas se hubiese acercado al aeropuerto, ella misma no lo hubiese hecho.
No tenía claro cuánto tiempo debía ayudar a su tía, ni siquiera sabía cómo era su tía. Norma guardaba algunas fotos de ellas en su juventud en una caja que pocas veces había visto. Recordaba que eran bastante distintas, se llevaban bastantes años. Había escuchado que era profesora de literatura, pero ya estaba jubilada. Intentó recordar pero nunca supo porque se había ido a vivir a Bariloche y menos aún porque nunca había regresado.
Cuando escuchó que la temperatura en San Carlos de Bariloche era de 10ºC, automáticamente miró sus jeans rotos y su campera de cuero con algo de arrepentimiento. Seguramente debería conseguir algo más acorde en un futuro cercano.
El avión por fin aterrizó y luego de recoger su pequeña valija con ruedas, se asomó a la salida. No estaba segura de quien la recogería, contaba con la dirección de su tía en el celular, por lo que creyó que debería tomar un taxi. Sin embargo, luego de unos pasos, entre abrazos fraternos y mochileros entusiasmados algo llamó su atención.
Un hombre con una camisa a cuadros y una gorra negra sostenía un cartel en sus manos. SOBRINA DE ANA, decía con letras imprentas improvisadas con un bolígrafo gastado. Buscó la mirada del hombre, que lucía una barba clara de pocos días y le hizo un gesto con su mano.
Sin saludarla, el extraño giró sobre sí y le indicó con su mano que la siguiera.
-Dejé el auto afuera para no pagar estacionamiento.- fueron sus primeras palabras, a las que Matilda sólo pudo responder asintiendo con su cabeza.
Al ver el largo camino de ripio que debían atravesar para salir del aeropuerto dejó su valija en el suelo y volvió a mirarlo con gesto de sorpresa. Cuando el hombre se dignó a mirarla, pudo descubrir que sus ojos eran negros, como si hubiesen brillado en un pasado y apenas guardaran los resabios de una época feliz. Como los de ella.
-No creo que se mueva sola.- le dijo el hombre alzando ambos hombros y continuando su camino.
Matilda, ya exasperada por aquel chofer, tomó la valija y la cargó durante los 500 metros que separaban la salida de la terminal hasta el vehículo. Creyó oírlo reír, pero estaba tan cansada que ni siquiera tuvo fuerzas para discutir.
Llegaron hasta una camioneta Ford, bastante sucia de tierra, y el hombre por fin tomó la maleta y la colocó en la caja.
-No te creas que por ese gesto te voy a calificar bien.- dijo por fin Matilda, subiendo al alto asiento del acompañante.
-¿Y quién te dijo que necesito tu calificación?- le preguntó el aludido mientras se abrochaba el cinturón.
-¿No sos un Uber o como sea que se llame en esta ciudad?- le preguntó Matilda buscando algo incómodo sobre lo que se había sentado.
-No. Tu tía le pidió a mi abuela que te busque en el aeropuerto, le estoy haciendo el favor.- le aclaró poniendo en marcha la camioneta, mientras Matilda por fin sacaba un dinosaurio de peluche atascado en el asiento.
-Uh, perdón, debe ser de Nico.- le dijo sacándoselo de las manos y guardándolo en la guantera.
Matilda pensó que sería de su hijo, pero decidió no entablar conversación, bastante antipático había resultado hasta entonces.
Avanzaron los primeros metros en silencio, hasta que él por fin habló.
-¿Y cómo te llamas? - le preguntó sin mirarla.
-¿Ahora queres ser simpático? - le respondió ella, también sin mirarlo.
-Sólo preguntaba para pasar el rato, son 25 kilómetros hasta la casa, pero si no queres no me digas.- le dijo, con una escueta sonrisa, en la que sus dientes se asomaron por un instante y unas ínfimas arrugas rodearon su boca, dándole un aspecto demasiado hermoso para ella, quien decidió hablar para no delatarse.
-Me llamo Matilda.- le dijo volviendo a mirar por la ventanilla.
-¿Matilda? - repitió él, algo incrédulo.
-Sí, Matilda. Ni Matilde, ni Martina. Matilda, tampoco es tan raro.- ironizó con un dejo de autosuficiencia.
Entonces tomaron la primera curva de la ruta y el paisaje fue abrumador. Matilda se incorporó en su asiento y comenzó a bajar la ventana. El Lago era inmenso, con un pequeño oleaje que marcaba escasa líneas blancas entre las pinceladas azules de sus aguas. Miles de montañas, de diferentes alturas y colores lo rodeaban, haciendo sus límites inalcanzables y el viento, algo frío golpeaba sus mejillas, como si quisiera confirmarle que no era víctima de un sueño.
-¿Es la primera vez que venis, no?- le preguntó el conductor, al notar el eclipse en sus ojos. Ella asintió con la cabeza sin poder dejar de mirar.
-Es muy hermoso. Creo que nunca me cansaría de mirarlo.- dijo por fin volviendo su vista a él. Sus miradas se cruzaron por primera vez y un silencio demasiado largo los invadió. De repente, él no parecía tan viejo, como Matilda había aventurado, de hecho comenzaba a encontrarlo atractivo.
-¿Y vos cómo te llamas? - le preguntó para romper el momento.
El volvió a mirar hacia adelante y respondió, imitando el tono que ella había usado.
-Aluel. Ni Alejandro, ni Nahuel. Aluel. -
Matilda sonrió casi involuntariamente y él pareció dejar de ver la arrogancia que le transmitió al principio, para descubrirla tan inocente, que quiso escapar. Volvió a concentrarse en la ruta y luego de un par de kilómetros le dijo que estaban próximos a llegar.
-¿Conoces a mi tía? - le preguntó Matilda, algo más relajada.
-Sí, es vecina de mi abuela desde que era chico. Es una buena mujer, un poco malhumorada a veces, pero muy buena.- le dijo.
-¿Un poco malhumorada?- repitió ella.
-Bueno, ya sabes, una mujer de carácter.- aclaró sin mucha seguridad.
-No, no sé. Es la primera vez que la voy a ver. - respondió Matilda, alzando sus hombros.
-¿En serio?- preguntó él algo incrédulo.
-Sí, parece que se fracturó el brazo y necesita quien la cuide.- respondió ella, sin querer ahondar en el tema.
-¿Ana pidió ayuda? Eso tengo que verlo.- dijo él, pero al ver que ella no lo comprendía decidió no continuar hablando.
-Llegamos.- dijo Aluel, poco después, estacionado frente a una hermosa casa de madera, con algunas flores en el camino de ingreso y una pequeña cerca blanca de escasos centímetros de altura.
Una mujer que parecía mucho mayor que su madre salió a recibirlos. Llevaba un pantalón marrón, de esos que se suelen usar para hacer trabajos en el jardín y una camisa a cuadros en tonos verdes. Uno de sus brazos se encontraba enyesado y el otro sostenía un bastón de hierro pintado de marrón. Su pelo era blanco y algo desprolijo, le llegaba hasta los hombros y se encontraba atado en una colita detrás de la nuca.
-Espero que hayas traído ropa más acorde- fueron sus primeras palabras para su sobrina. Ni hola, ni qué bueno verte, mucho menos ¿Cómo está tu madre?
Matilda volvió a mirarse y luego de apretar los labios miró a su tía nuevamente.
-Hola tía. -le dijo por fin, mientras avanzaba por el sendero de piedras blancas a su encuentro. En esta oportunidad Aluel, sí cargó su equipaje.
-Gracias querido, mandale un saludo a tu abuela, decile que mañana seguro la pasamos a visitar. - le dijo Ana, señalando la casa de al lado con su bastón.
-De nada, Ana. Nos estamos viendo.- dijo comenzando a caminar hacia su camioneta nuevamente.
-Chau... Martina.- gritó antes de encenderla, logrando que Matilda pusiera los ojos en blanco y resignada levantara su valija para ingresar al que sería su hogar los próximos días, o al menos eso es lo que ella pensaba.