El látigo cayó de nuevo y esta vez arrancó un agudo grito de sus labios. —¿Vas a escribir esa carta? Azalea sintió que el látigo iba a hacerla mil pedazos con el siguiente golpe. Que la hundiría a través de la cama y la clavaría en el suelo. —La escribiré… Las palabras salieron jadeantes de sus labios. Ya no podía soportar más. Todo su cuerpo era como una gran herida abierta y el dolor, al tratar de incorporarse, fue espantoso. Su tío la tomó con rudeza del brazo y la obligó a ponerse de pie. —Ve hacia el escritorio. Tambaleándose, aferrándose a los muebles para no caer, Azalea se dirigió al escritorio que se encontraba junto a la ventana. De algún modo, logró sentarse en la silla y mirar atontada el secante, con las manos temblorosas y el rostro bañado en lágrimas, aunque no se d

