A las once y media en punto la llevaban de regreso a su celda y la encerraban bajo llave. No había nada que hacer, excepto esperar hasta el mediodía, cuando le traían la próxima comida. Esta consistía de sopa, casi siempre de vegetales que Azalea no reconocía, algunas veces con trocitos de pescado, y de una tacita de arroz. La comida del mediodía se repetía en la cena que era llevada a su celda a las seis de la tarde. Las horas entre una y otra comida se hacían interminables. Si sólo le hubieran permitido llevarse consigo sus libros, pensaba Azalea, habría podido leer y pensar en otra cosa que no fuera su propia desdicha. Pero comprendía que todo era parte del plan que tenían para hacerla pensar en sus pecados, según decía la madre superiora, y hacer que se arrepintiera de ellos. Azal

