Han pasado dos años desde que Anna desapareció de mi vida, y todavía no encuentro la manera de llenar el vacío que me dejó.
Recuerdo cada detalle de aquella última conversación. El aire espeso, la mirada ilusionada de ella que yo, con mi estupidez, apagué en un segundo. Nunca olvidaré sus ojos cuando le dije que lo mejor era que fuéramos amigos.
—Quiero que seamos amigos —fueron mis palabras exactas, pronunciadas con torpeza, como si pudiera encerrar todo lo que sentía en una caja fría y ordenada.
Su rostro se ensombreció de inmediato, y aunque traté de convencerme de que estaba siendo prudente, de que no estaba listo para comprometerme, lo cierto es que desde ese instante la perdí. No volví a saber de ella. No hubo llamadas, no hubo cartas, ni siquiera un adiós definitivo. Solo silenci
