Capítulo 5: Turbulencias

1865 Palabras
Fuimos a dejar a don Aníbal al aeropuerto a pesar de sus protestas y allí lo despedimos, al parecer mi abuelo estaba muy contento de haber vuelto a ver a su viejo amigo. -Tata, ¿de verdad que no les molesta que me vaya? -le pregunté de vuelta a la casa. -¿Molestarnos? No, sí me preocupa, pero es una preocupación normal, primera vez que va a salir de la ciudad y me da un poco de miedo, pero sé que va a estar bien, va a conocer otra gente, va a salir un poco de este encierro, no puede quedarse aquí toda la vida, debe descubrir otro mundo. Mi abuelo tenía razón, yo no conocía otros lugares, no conocía más gente que a mis vecinos, la gente de mi misma ciudad. Febrero no tardó en llegar y se demoró mucho menos en irse. O eso me pareció a mí. El contrato me lo hicieron llegar vía E-Mail para dar mi aprobación, lo firmaría en persona al llegar a San Pedro. Era un contrato de seis meses con un sueldo estrafalario, ganaría en un mes lo que ganaba en un año con mi anterior jefe. Y, sinceramente, me pregunté cuál era la trampa, era demasiado bueno para ser verdad. La despedida con mis abuelos fue muy triste para mí, primera vez que me separaba de ellos y debo admitir que era muy apegada a ellos. Además, era la primera vez que me subía en un avión y no me sentía muy preparada para ello. La espera en la sala de abordaje se me hizo eterna, me pregunté para qué citaban con tanta anticipación, si solo había que esperar. Jugué un rato en mi celular, vi mis r************* , me aburrí como ostra... Miré a los demás pasajeros, la mayoría viajaban acompañados. Me sentía un bicho raro, más de lo usual. Me fui a un restaurant a buscar algo de comer, necesitaba hacer algo para no morir de aburrimiento. Al final, me compré unas revistas y unos libros del corazón, esas típicas novelas cortas que son para leer en el rato. Ahí sí la hora pasó un poco más rápido. Claro que, a medida que se acercaba el momento de subir al avión, el estómago se me apretaba más. Nos llamaron por el altavoz, aunque, para ser sincera, no entendí lo que dijeron, solo me guie porque la puerta por la entraríamos se abrió y se ubicaron unas empleadas de la aerolínea. Primero entraron los clientes vip, que ni fila hicieron. Luego lo hicimos nosotros, el resto de los mortales. Yo me puse casi de las primeras, quería hundirme en mi asiento y que nadie me viera. Mi asiento daba a la ventana y miraba directamente... al ala del avión. No era muy atractiva la vista, pero igual se veía algo. Por lo menos, no tendría que mirar a mis acompañantes de asiento. Dieron las instrucciones y cuando el avión despegó, me pegué al asiento, fue una sensación horrorosa, ese ruido monstruoso, la forma en la que se movía para dar la vuelta... parecía que nos íbamos a caer. -Tranquila, no pasa nada -me dijo el hombre que iba sentado a mi lado-. ¿Primera vez que viaja? -Sí -respondí apenas. El hombre pasó su brazo por delante de mí y cerró la cortina de la ventana. -Es mejor que no vea, se pondrá más nerviosa. En ese momento lo miré, era un hombre algo mayor, canoso y con una sonrisa afable. -Gracias -atiné a decir. -No hay de qué -respondió-, si mi nieta estuviera en su lugar, no me gustaría que lo pasara sola. ¿Va de vacaciones? -No, no, voy por trabajo al norte, a San Pedro de Atacama. -Hermoso lugar, yo soy de Calama, claro que ahora voy a Santiago. -¿Calama es cerca? -Sí, relativamente. ¿Y su familia? -Mis abuelos se quedaron en Osorno, ellos son la única familia que tengo. -¿Y sus padres? -Murieron -contesté para no dar explicaciones por mi papá desaparecido. -Lo siento. -Gracias. El hombre me mantuvo un buen rato entretenido en la conversación, hasta que, al parecer, dieron la autorización para quitarnos los cinturones y él abrió la ventana de nuevo. -Mire la maravilla de volar sobre las nubes. Abajo está nublado y, sin embargo, para nosotros hay sol. Aunque las nubes tapen el sol, él siempre está ahí para alumbrar nuestro camino. Obedecí y tenía razón, en realidad, era un espectáculo magnífico. -¿Más tranquila? -me consultó algo preocupado. -Sí, esto es bellísimo -contesté embelesada por la vista. Mi acompañante sonrió y ya no volvió a hablar, yo iba feliz mirando las nubes que parecían algodón y ese sol esplendoroso que hacía que el ala del avión diera destellos de colores. Hicimos una parada en Santiago, la que duró alrededor de una hora. Yo aproveché de comprar algo para comer y de leer un poco para hacer que la hora pasara rápido. Al subir al avión, ya no sentía tantos nervios y pude mirar el despegue. Fue fascinante. Otra vez, quedamos sobre las nubes y vi el traspaso del sol a través de ellas. Claro que en aquella ocasión no fue tan maravilloso el viaje. No sé cuánto llevaríamos recorrido, pero no mucho, cuando el avión comenzó a moverse con brusquedad. Nos ordenaron colocarnos el cinturón de seguridad y enderezar nuestros asientos. A mi lado ya no iba nadie y me sentí muy sola. No quería morir ahí. Busqué en las caras de los otros pasajeros y algunos estaban muy tranquilos, pensé que aquello podía ser normal, pero luego me di cuenta de que no. El avión daba una especie de saltos, como si fuera cayendo por unos escalones. Miré hacia afuera y el ala se ladeó. Ya la cosa iba empeorando y la gente se puso a gritar. Yo no grité, pero estaba aterrada. -Mamá, mamita, no permitas que muera aquí, lejos de mis tatas -rogué casi en silencio. -Debido a las turbulencias, aterrizaremos en el aeropuerto de La Serena, por favor, no se desabrochen los cinturones ni se muevan de sus asientos. -Fue lo que entendí de lo que dijeron por el altavoz. El aterrizaje no fue nada amable; a decir verdad, parecía que, en cualquier momento, nos estrellaríamos, costó mucho que el avión pudiera llegar a tierra, incluso varias veces pareció rebotar en la pista. Solo cuando se detuvo, pude volver a respirar. Salimos en las noticias, algunos medios se encontraban allí para entrevistar a los pasajeros. Varios aviones habían tenido que aterrizar por mal tiempo y decían que para el norte estaba peor, así es que llamé a mis abuelos para avisarles que yo me encontraba bien y que habíamos aterrizado sin problemas. Menos mal que lo hice pues ya habían visto las noticias y estaban muy preocupados. Cuatro horas más tarde, nos hicieron volver al avión. Yo no quería, hubiese preferido pasar diez horas en un bus y no la hora que nos faltaba en avión. Me hundí en mi asiento y cerré la ventana. No quería mirar para afuera. Me coloqué el cinturón y cerré los ojos. Rogaba porque no nos sucediera nada, que el mal tiempo hubiera amainado y que llegáramos a salvo a destino. El viaje, si bien tuvo sus pequeñas turbulencias, fue tranquilo a comparación del tramo anterior. Aun así, yo no estuve tranquila y lo único que quería era aterrizar en tierra firme. Quería llegar a San Pedro, acostarme en una cama y no volver a sentir el vértigo ni el dolor de estómago y cabeza que sentía. Pero no. Tuvimos que esperar en Antofagasta. Allí nos quedamos otras dos horas. Me compré otras revistas, más libros y unos dulces para ver si mis nervios se pasaban. El corto viaje entre Antofagasta y Calama fue en calma, claro que, aunque para muchos ver las estrellas tan cerca era bonito, para mí resultó ser más aterrador, pues sentía que algunas estrellas andaban a nuestro lado, como si escoltaran el avión, como si fueran naves que nos seguían. Aterrizamos y tuvimos que esperar más de media hora para bajar del avión, pues no había estacionamientos disponibles por la contingencia de aviones desviados a causa del mal tiempo. Había hablado varias veces con mi jefe por el tema de que no llegaría a tiempo, él me tranquilizaba, pues sabía que no era mi culpa, aun así, yo me sentía muy irresponsable, un viaje que debió tomar cuatro horas, me iba a tomar más de doce horas. Debo confesar que me sentía muy nerviosa, sentí, incluso, que aquello era una señal de que no debí ir a trabajar a ese lugar. Al bajar, yo no sabía qué hacer, debía buscar mi maleta, pero no sabía dónde. Le pregunté a una azafata que me indicó, de un modo nada educado a donde dirigirme. Salí con mi maleta y vi a un hombre con un letrero con mi nombre. Sentí un alivio que no podría describir en palabras. Me acerqué a él. Era un hombre muy atractivo, alto, con unos ojos celestes preciosos y porte de caballero; no parecía chofer de taxi. -Buenas noches -saludé emocionada, a pesar de que no quería no demostrar mi entusiasmo y mi desahogo por estar en tierra firme. -Señorita Reyes, un gusto, mi nombre es Ángel Philips. -¿Usted es mi jefe? -pregunté sorprendida. -Así es, decidí venir en persona a buscarla, ya que no tuvo un buen viaje, y quería asegurarme de que se encontraba en buenas condiciones. ¿Se siente bien? -Para nada, créame que nunca fui más feliz de estar pisando la tierra -respondí sin analizar mis palabras. -Ya está a salvo, siento mucho que justo haya ocurrido hoy esta tormenta. -Sí, yo también. -Bueno, vamos -me dijo y tomó mi maleta-. ¿Tiene hambre? Podemos quedarnos a comer aquí, ¿o prefiere llegar a San Pedro? -No, prefiero ir a la casa, comer algo, darme una ducha y acostarme a dormir. -¿Cansada? -Nerviosa -confesé sin vergüenza. -Me imagino -comentó. Me guio hasta una camioneta todo terreno, negra, que supuse era de él. -Si quiere puede echar el asiento hacia atrás, tiene una hora para dormir -ofreció. -¿No le molesta? -Claro que no, me imagino que no pudo descansar en todo el viaje. -La verdad es que no, fueron muchas horas de tensión. -Descanse, no se preocupe. Eché mi asiento hacia atrás y cerré mis ojos. -Llegamos -me avisó con suavidad mi nuevo jefe al tiempo que me remeció con sumo cuidado. Me incorporé, había dormido todo el viaje. Abrí la puerta y el frío se hizo sentir. Yo estaba acostumbrada al frío, pero aquel era no era el mismo del sur, era uno mucho más fuerte, parecía que se me colaba por todos los huesos. Me dio un escalofrío horrible. -Entre, yo llevaré sus cosas -indicó-, hace frío y usted venía durmiendo. -No hace falta -repliqué. -Vaya, es una orden, no una sugerencia -dictaminó con su voz suave, sin una gota de malhumor. Obedecí. Una mujer nos esperaba en la puerta y me hizo pasar de inmediato. Dentro, el calor se sintió muy agradable, sentía que llegaba a mi propio hogar.
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