Para el consejo con los Captiares tuve que dejar el orgullo y ceder a varias peticiones que la manada consideraba humillantes, sobre todo aquellas que implicaban compartir datos de seguridad de nuestra frontera con sus guardianes. Pero el sacrificio era necesario. Las venas negras que cubrían a esos monstruos y el rojo sangrante de sus ojos no eran una visión que pudiera ignorar, especialmente sabiendo que mis hombres morían a causa de su ponzoña. La humanidad, con su necedad y su increíble capacidad de corrupción, había creado algo que podría extinguirnos a todos.
El peso de mi cargo y la condena personal a morir o enloquecer pesaban sobre mí como una armadura de plomo. Había dedicado semanas a consolidar alianzas y a supervisar las primeras pruebas del antídoto. Mi mente estaba saturada de estrategia, logística y la desesperante falta de confianza entre especies. Por eso, mis consejeros me obligaron a tomar un respiro. Un "viaje de negocios" camuflado, como lo llamaban, para reunirme con un influyente contacto en la industria tecnológica de Ibiza. Sabían que la isla era un hervidero de sobrenaturales, un lugar donde el control era laxo y la distracción constante. Esperaban que, quizás, el destino o la Diosa Luna, en un último acto de piedad, decidieran cumplir con mi destino.
Aterricé en la isla bajo una luna llena resplandeciente y me dirigí directamente al The Aether, la discoteca más exclusiva y conocida por sus extravagantes fiestas de luna llena. No era mi ambiente; prefería el silencio de Yellowstone, la fría lógica de una sala de juntas o el fragor de la batalla. Sin embargo, allí estaba, en una de las mesas VIP, .
Estaba a punto de marcharme, convencido de que la Diosa se reía de mí una vez más. El solsticio estaba cada vez más cerca, y esa sensación de desesperación se agudizaba, afilada como un colmillo.
De pronto, un olor.
No era un simple perfume. Era algo primario, limpio, potente. Una mezcla de ozono después de la lluvia, sándalo y, extrañamente, pólvora. Era el olor que mi lobo había estado buscando, que había anhelado desde que tomé mi primera respiración consciente. Un torrente de calor me inundó, haciendo que mi piel se erizara y que la conciencia de mi entorno se desvaneciera. Mi lobo, Skoll, el guerrero, el rey, rugió en mi interior con una alegría y un alivio tan profundos que estuve a punto de transformarme allí mismo.
Mi Luna.
Alcé la vista, siguiendo el rastro del aroma. El DJ que acababa de subir al escenario, y que había provocado ese repentino cambio en la música, no era un hombre. Era una mujer.
Estaba completamente absorto. Ella no era alta, pero su presencia llenaba el espacio. Tenía el cabello de un color cobrizo intenso, recogido en una trenza alta que dejaba al descubierto tatuajes geométricos que recorrían su cuello y sus hombros. Sus ojos, enmarcados por un eyeliner dramático, estaban fijos en sus controles, manipulando los platos con una concentración feroz, transformando el ambiente de un simple baile en una liturgia tribal. Llevaba una camiseta sin mangas cortada y pantalones de cuero, un atuendo que gritaba rebeldía y confianza.
En el momento en que sus dedos se deslizaron sobre un fader, la música cambió, volviéndose más oscura, más hipnótica. Fue entonces cuando ella alzó la mirada de los controles, como si supiera que la observaban. Sus ojos, un color verde esmeralda brillante que parecía absorber la luz de las estroboscópicas, me encontraron en el tumulto.
Y en ese instante, el mundo se detuvo.
La conexión fue un puñetazo en el plexo solar. Era como si mi alma, que había estado a la deriva durante décadas, finalmente hubiera chocado contra su ancla. No solo sentí su olor; sentí su alma. Su espíritu era indomable, salvaje y terriblemente brillante. Sentí la furia, la pasión y, sorprendentemente, una profunda tristeza bajo su fachada de DJ.
Ella arqueó una ceja, claramente consciente de la intensidad de mi mirada, pero sin miedo. Su boca se curvó en una sonrisa pequeña, desafiante, y luego, sin romper el contacto visual, tomó el micrófono.
—Esta noche —su voz era grave, ronca, una caricia en medio de los bajos—, dedicamos este beat a la energía que nos hace movernos. A la sangre. Y a los tiranos que se creen reyes. ¡A bailar, Ibiza!
La insolencia me hizo sonreír. ¿Un tirano? Lejos de ofenderme, esa falta de reverencia me intrigó. Sabía que ella no era Lycan o, al menos, pero no era un humano común. Su aroma era único, casi místico, como si su magia fuera innata y no prestada por la transformación.
—Lucian, ¿estás bien? —preguntó Elías, mi beta, con un tono de voz preocupado.
No le respondí. Me levanté, sintiendo que cada músculo de mi cuerpo se tensaba con un propósito renovado. La condena a la locura se había desvanecido, reemplazada por la obsesión más pura. No había tiempo que perder. El solsticio de invierno se había convertido en un problema secundario. Mi única urgencia era tocarla, asegurarme de que era real.
—Llama a los contactos de la discoteca. Averigua su nombre. Averigua todo —ordené, con la voz profunda y áspera.
Elías me miró, siguiendo mi línea de visión hasta el escenario. Sus ojos se abrieron en comprensión y asombro. Sintió el poder que emanaba de mí, la abrumadora mezcla de alivio y deseo.
—Es... ella.
—Sí —dije, comenzando a abrirme paso entre la multitud. Sentía la energía de mi lobo vibrar bajo mi piel. Era una sensación que no había experimentado desde mi primera transformación: poder desbocado y necesidad absoluta.
Cuando llegué a la base del escenario, ella estaba terminando su set. Se inclinó sobre los platos y detuvo la música abruptamente, dejando un silencio ensordecedor en el club. Todos la miraron. Pero ella solo me miró a mí.
Se quitó los auriculares del cuello, con un movimiento lento y deliberado, y bajó las escaleras del escenario como si fuera la reina de ese reino temporal. La multitud se abrió para ella, y ella caminó directamente hacia mí.
Cuando estuvo a menos de un metro, el aire chisporroteó entre nosotros. Sentí una ráfaga de magia diferente a la de cualquier licántropo. No era transformación; era control puro.
—Pareces perdido —dijo ella, con esa sonrisa de depredadora.
—No. Acabo de encontrarme —respondí. Mi voz era apenas un gruñido. Extendí mi mano, el acto de un rey ofreciendo su corona, pero con la súplica de un hombre moribundo—. Soy Lucian.
Ella no tomó mi mano. La miró, luego me miró a los ojos, y el verde de sus pupilas pareció volverse más brillante, casi fosforescente.
—Sé quién eres, Rey Lycan —murmuró, inclinando la cabeza. Luego, ignorando mi gesto, colocó su mano en mi antebrazo, justo encima del pulso.
La descarga eléctrica fue brutal, quemándonos a ambos. No fue placentero; fue explosivo. Era la unión de dos fuerzas de la naturaleza, una colisión de asteroides. Apreté los dientes, controlando mi lobo. Ella jadeó, sus dedos se contrajeron con tanta fuerza que sentí sus uñas de ébano clavarse en mi piel.
—¡Interesante! Yo soy Emili —dijo, su voz cargada de un significado que iba más allá de un simple nombre. Su sonrisa desapareció, reemplazada por una mirada de fiera determinación—. Y soy un Captiare.
La declaración no era una negativa a ser mi compañera. Era una advertencia sobre su espíritu. Y para el Rey Lycan que acababa de encontrar su salvación y su condena en una sola mujer, eso era lo más atractivo de todo.
—Mi luna —susurré, usando el término más íntimo que conocía.
—Tu desafío —corrigió ella, retirando su mano y rompiendo el contacto. Se giró para marcharse, pero sus palabras finales resonaron con la misma fuerza que el bajo de sus mezclas.
—Si me quieres, Rey Lucian, ven a buscarme. Pero ten en cuenta que los títeres y los títulos no funcionan conmigo.
Observé cómo se perdía entre la multitud, dejando un rastro de sándalo y ozono, y el eco de su desafío. La maldición de la locura y la muerte seguía allí, pero ahora tenía un propósito. No solo tenía que ganar una guerra; tenía que ganarla a ella.
El solsticio podía esperar. Ahora la cacería había comenzado de verdad.