Su mano está entrelazada con la mía mientras caminamos por la galería, y juro que no quiero soltarla. Le hablo de arquitectura, de historia, de detalles que siempre captaron mi atención… pero la verdad es que ni yo estoy prestando atención a mis palabras.
Solo pienso en ella. En lo pequeña que se ve junto a mí. En lo hermosa que luce bajo esta luz. En lo peligrosamente fácil que es querer protegerla. Y, sobre todo, en el beso de anoche. Ese beso que no he dejado de revivir cada minuto desde entonces.
Me acerco un poco más y rodeo su espalda con mi brazo. La atraigo hacia mí casi sin pensarlo.
—¿Por qué tan pensativa? —le pregunto, porque lleva rato mirándome como si quisiera descifrarme.
Ella ríe, nerviosa.
—No es nada… solo te miraba.
Dios… si supiera cómo me desarma que me mire así. Sonrío sin poder evitarlo. Una sonrisa lenta, inevitable.
—¿Y puedo saber qué veías?
De pronto, siento la necesidad urgente de tenerla más cerca. Miro alrededor y la guío hacia un banco. Me siento y tiro de sus manos, suave pero decidido. Ella termina sentada sobre mis piernas.
Y el mundo… se detiene.
Puedo sentir el calor de su cuerpo contra el mío. Su respiración agitada. Su sorpresa. La forma en que intenta decidir qué hacer con sus manos. Y me encanta.
—Puedo sentarme a tu lado si quieres. Hay espacio de sobra —bromea, insegura.
Niego despacio, disfrutando demasiado de tenerla así. Tomo su rostro entre mis manos; su piel es suave, cálida. Y cuando levanta la mirada hacia mí, siento que me atraviesa de lleno.
—No, me gusta tenerte así —le digo con honestidad absoluta—. Espero que no te moleste.
La forma en que sus pupilas se dilatan me da la respuesta antes de que abra la boca.
—No… no me molesta.
No tiene idea de lo perfecta que se ve encima de mí. Ni de lo que me cuesta controlar mis manos. Mis dedos juegan con un mechón suelto de su cabello y la siento temblar apenas.
—¿Me vas a decir qué veías? —insisto, porque quiero escucharla decir algo que yo ya sé.
—Veo tus ojos… —responde. Y sonrío, inevitable. —Me gusta tu cabello también —agrega, y río sin poder evitarlo. —Y también me gustan otras cosas, pero… me las voy a guardar por ahora.
Me muero por saber cuáles son esas “otras cosas”. Pero lo que dice después me atraviesa.
—No solo lo que veo. Me gusta tu personalidad. Eres inteligente, dulce… me tratas increíble…
No la dejo terminar. No puedo. Necesito besarla.
Me inclino apenas y mis labios rozan los suyos en un beso breve, suave… pero suficiente para que mi pecho arda. Para que mi corazón golpee como si fuera a romperse.
—Ese día en el cementerio —susurro, rozando su boca— cuando miré tus ojos, algo me pasó aquí. —Me toco el pecho, justo donde ella late ahora—. Tus ojos también son fascinantes. —Me gusta tu carácter. Fuerte pero dulce. Esa parte tuya que es una niña llena de miedos… una niña que quiero cuidar siempre.
Y entonces sucede. Ella me besa.
No pienso. Mis manos bajan a su cintura, la atraigo contra mí. Su boca se abre bajo la mía, cálida, temblorosa, perfecta. La beso profundo, sin barreras, sintiendo cómo encaja conmigo en cada movimiento.
Podría quedarme así horas. Días. La vida entera.
—Principessa… —susurro contra sus labios, sin aire.
Ella se aparta un poco, avergonzada, escondiéndose en sus manos como si hubiera hecho algo prohibido. Río bajo y aparto sus manos para que me mire.
—No tienes nada que disculpar —digo, acariciándole la mejilla—. Pero… además de que no es correcto besarnos así en un lugar público… tampoco quiero hacer las cosas equivocadas contigo.
Sus ojos verdes se agrandan. Tiembla un poco. Y yo casi la beso de nuevo.
—Quiero terminar lo de Laura primero —continúo con sinceridad—. Y quiero que tú y yo nos tomemos el tiempo de conocernos de verdad.
Mi voz baja, porque siento que estoy diciendo algo demasiado íntimo.
—Quiero hacer las cosas bien contigo, Valentina. En todos los sentidos. ¿Me entiendes?
Asiente, con esa emoción tan pura que me hace querer abrazarla para siempre.
—Perfectamente. Y me encanta que seas así.
No puedo evitar sonreír.
—Y a mí me encanta cómo eres tú.
Tomo su rostro entre mis manos otra vez. La observo. La estudio. Y por un momento, siento que todo el ruido de la galería desaparece.
—¿Será que tú, Valentina Ferrara, eres la mujer que estuve esperando toda mi vida?
Lo digo sin pensar. Lo digo porque lo siento. Y cuando la veo tragar saliva, sorprendida, casi asustada, entiendo que dije demasiado. Rozo sus labios con mis dedos.
—No quiero presionarte —murmuro—. Fue una pregunta para el destino. No para ti.
La atraigo hacia mí. La abrazo fuerte, sin miedo. Sin máscara. Sin distancia. Y ahí, en medio del bullicio de la Galleria Vittorio Emanuele II, con ella sentada sobre mis piernas y mi corazón desordenado… todo se queda quieto.
Todo se vuelve simple. Ella y yo. Nada más.
.