Capítulo 1
Georgia Sinclair
Una gota de sudor me corre por la nuca, la ansiedad comienza a hacer de las suyas en mi cuerpo, pero intento mantener mi atención, y la compostura, en el hombre ante mí.
—A ver si estoy entendiendo bien, señora Sinclair.
Su mirada afilada me pone los pelos de punta. Ya me estoy arrepintiendo de haber sido tan imprudente. De no haberlo pensado un poco más.
—Me acaba de decir que tiene un trato para mí. Uno donde yo puedo salir beneficiado. ¿Es así? ¿Voy bien?
La condescendencia irónica y la frialdad se filtran en su tono. Tengo que apretar mis manos en puños para permanecer en el lugar y no largarme con la cola entre las patas, después de esta humillación a la que yo misma me expuse.
Asiento.
Una leve sonrisa aparece en sus labios carnosos. Es burlona. Es cínica.
—Teniendo en cuenta que no tienes nada que me interese —da un vistazo a mi cuerpo, de la cabeza a los pies, y me siento de repente demasiado expuesta, como si me desnudara con ese solo gesto—, no veo de qué me serviría un trato.
Trago saliva. Sé que él nota el movimiento de mi garganta.
Tengo que hacer mi jugada ahora, si no es en este instante me voy a arrepentir y habré perdido la única oportunidad de arreglar las cosas.
«Es por él, lo merece», me digo, como un mantra, para darme fuerzas.
—Jameson me dejó a cargo del proyecto de inversión de los Coleman. Sé cuán importante es, sé cuánto deseas tenerlo en tus manos...
Lo miro a los ojos, aun con algo de temor y nervios, pero mantengo el temple porque es ahora o nunca.
Su ceja se levanta como reacción a mis palabras. A mi afirmación.
—Él pensaba que tú eras mejor opción, pero aceptó por sus padres y ahora, el proyecto está en mis manos. Pero podemos llegar a un acuerdo.
La voz me tiembla al final, y maldigo por dentro, regañándome por verme tan débil ante la imponente figura de Ronan Calhoun.
Mi cuñado es todo autoridad. Es perfección. Un hombre de negocios de pies a cabeza, implacable, decidido y calculador. El brillo en sus ojos me dice, sin temor a dudas, que entiende perfectamente por dónde viene el trato que le ofrezco.
—¿Me estás ofreciendo trabajar contigo? ¿Darme una parte de lo que debería ser mío? —Un poco de impotencia se le escapa en esas palabras, un rencor que no es del todo hacia mí—. Entiendo tu punto, pero sigo necesitando detalles. Ve al grano, estás haciendo perder mi tiempo.
La impaciencia me recorre.
—Un hijo. —La boca se me seca cuando lo suelto, un gemido doloroso quiere salir de mí y lo oculto a tiempo.
Su ceño se frunce. Los brazos, de amplios músculos, se tensan cuando los cruza y me mira desafiante.
—Tuyo... —termino, con un susurro que dudo mucho que entienda, pero que sé, ya supone.
No hay sorpresa en su mirada, pero si algo sé de Ronan es que no se inmuta fácilmente. En su forma de ser, de presentarse, prima la frialdad, la seriedad, una perfección helada que saca de paso al más relajado.
Y me tiene a sus pies en estos momentos.
—Quieres un hijo mío, y a cambio me darás un proyecto que podría tomar por mi cuenta ahora que mi hermano no está en... su mejor disposición.
Una manera cruel de obviar que su hermano, mi esposo, quedó tetrapléjico después de un accidente feroz. Una condición que lo hizo tomar una decisión que no voy a permitirle llevar a término.
Las mejillas se me calientan, pero no es rabia por escuchar su forma de referirse a algo tan delicado, es vergüenza. Es leer en sus labios la burla y la poca sorpresa.
—Sí —afirmo, tratando de verme poco intimidada.
Una carcajada sale de él. Es profunda, irreverente, me hace estremecer.
—Sabía que eras una cazafortunas, pero es toda una sorpresa que te dejes en evidencia tan pronto.
Me rechinan los dientes. Una ira poco conocida para mí me dispara los instintos. Y los impulsos.
—¿Me juzgas por querer mantener con vida a tu hermano? —inquiero, con los dientes apretados—. Él no quiere vivir, no desea ser una carga para nadie, pero en su nueva condición es casi imposible convencerlo de lo contrario. Quiero darle un motivo para luchar, para no rendirse. Y si tengo que decirle que estoy embarazada, para intentar mantenerlo a mi lado, lo haré. No me importa si a tus insidiosos ojos soy solo una cazafortunas.
Sus ojos grises, que ahora parecen oscuros como la brea, están fijos en mí. Son como un agujero n***o que me absorbe.
Se ha quedado serio al escucharme.
—Te propongo un trato, te doy lo que quieres a cambio de lo que yo necesito para no perder a mi esposo. ¿Lo tomas o lo dejas? —Me le encaro. No hay manera de que me humille más, así que tiraré todas las cartas sobre la mesa.
Y me observa con ese brillo afilado. Cavila mis palabras, debe estar valorando los pros y los contras de esta locura.
—Solo por si no lo has deducido... si no eres tú, buscaré la manera de obtener lo que quiero.
Algo despiertan en él mis palabras. Me parece escuchar un gruñido, pero estoy concentrada en su rostro, en la expresión letal que ahora me ofrece.
Una máscara de impasibilidad quebrada.
—Quiero por escrito, y firmada, la entrega formal del proyecto. Serás tú la que anuncie la decisión de ceder el mandato, puedes alegar cualquier mierda sobre no estar preparada profesionalmente para una inversión tan importante.
El estómago me da un vuelco cuando lo escucho. Está aceptando mi trato. Y aunque oculto lo que me hace sentir su evidente minimización de mis habilidades, no es momento de trabajar con mi ego.
Asiento, de acuerdo con su indicación. Es lo lógico y no esperaba menos de él.
El alivio me cae como un manto repentino. Casi sonrío, pensando en la próxima etapa de mi plan.
—Tengo visto un centro de fertilización que...
—No he terminado —me interrumpe con un gruñido. Entrecierro los ojos, pero me muerdo la lengua—. Como has estado al mando y no quiero estupideces, tendrás que trabajar para mí tres días a la semana.
Abro la boca para negarme rotundamente.
—Sin quejas, o no hay trato.
La vuelvo a cerrar.
«Hijo de puta». Con perdón de mi suegra.
—Y por último... nos veremos en el Hotel Fairmont. Tendrás que estar disponible cada vez que te llame, cada vez que me dé la gana.
Me congelo con lo que asumo de su declaración.
Tengo que estar entendiendo mal.
—¿Qué...?
Una sonrisa torcida y cruel se forma en sus labios. Se inclina hacia mí, me aturde de repente su presencia, su olor masculino, su imponente figura.
La barba de un día roza y quema en mi mejilla cuando me habla al oído.
—Si quieres tener un hijo mío, Georgia, lo tendrás de la manera tradicional. —Hace una pausa, el silencio hace eco en mi cabeza aletargada. Respira contra mi sien y lo escucho inhalar como si pretendiera grabarse mi olor—. Ahora creo que deberías saber, para que te prepares o desistas, que me gusta el sexo duro. Aborrezco a las mojigatas.
«¿Qué decía sobre no humillarme más?».