CAPÍTULO CERO: Antes del infierno
Hay nombres que nacen manchados de sangre.
Hay hombres que no heredan coronas, sino cicatrices.
Y hay mujeres… que arden tan fuerte que ningún imperio puede someterlas sin quemarse.
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Kazuo aprendió que el poder no se hereda: se arrebata.
Que la sangre no une, sino condena.
Y que el amor no es ternura… sino guerra disfrazada de deseo.
Durante generaciones, los clanes Arakawa y Takahashi compartieron un mismo idioma: traición, codicia, muerte.
Pero esta vez, el conflicto no se sellaría con fuego.
Sino con un beso.
Ella llegó como ofrenda.
Él la tomó como venganza.
Y lo que debía ser una unión política, se volvió la batalla más cruel que el corazón humano pueda soportar.
Este no es un cuento.
No hay héroes.
No hay inocencia.
Solo un dragón… una flor…
y una promesa sellada con sangre.
La primera vez que Kazuo probó el sabor metálico de la sangre, tenía trece años.
No fue suya.
Fue la del hombre que se atrevió a golpear a su madre frente a él.
Un subordinado del clan Arakawa, ebrio, arrogante.
Kazuo le incrustó una cuchilla de cocina en el cuello sin pensarlo. Y luego, solo se quedó allí, observando cómo el cuerpo caía, convulsionando, mientras la sangre manchaba el tatami.
Su padre no lo castigó.
Solo lo observó, con una mezcla de indiferencia y aprobación.
—Al menos no eres débil —dijo.
Y se marchó.
Ese fue su primer paso hacia el trono.
Kazuo Arakawa era hijo de monstruos.
Su padre, Ichiro Arakawa, era el líder absoluto del clan. Un hombre de rostro severo, con manos que habían estrangulado más vidas de las que jamás podrían contarse. Gobernaba con violencia, miedo y la creencia de que la misericordia era un virus.
Su madre, Aiko, era hermosa, sumisa… y rota.
Kazuo creció viendo cómo los gritos eran más frecuentes que las palabras.
Cómo los ojos de su madre perdían luz cada vez que Ichiro regresaba a casa.
Hasta que un día no regresaron más.
Tenía diecisiete años cuando Aiko murió.
No fue accidente.
No fue enfermedad.
Fue asesinato.
Ichiro la ejecutó en su propio despacho, tras acusarla de traición.
Había descubierto que Aiko había mantenido contacto secreto con un viejo amor… un hombre del clan Takahashi.
Kazuo llegó segundos después.
La encontró tendida, el rostro vuelto hacia él, como si lo esperara.
Su cuerpo aún tibio.
Su sangre aún corriendo.
Su alma, ya lejana.
Ichiro no mostró culpa.
Solo encendió un cigarro y dijo:
—Las putas que traicionan mueren. ¿O también planeas llorar por ella?
Kazuo no lloró.
Ese día decidió matar a su padre.
Y entonces estaba Renjiro.
El hijo bastardo.
Fruto de una relación secreta que Ichiro tuvo con una bailarina francesa en Kioto.
La mujer, Marie, vivió oculta durante años. Amó a Ichiro con devoción hasta que entendió lo que realmente era. Cuando intentó huir con el niño, Ichiro la mandó ejecutar.
Renjiro tenía seis años cuando vio a su madre caer.
Fue criado por uno de los hombres de confianza de Ichiro, lejos del mundo yakuza.
Pero el apellido corría por su sangre.
Y con él, la maldición de los Arakawa.
Kazuo supo de Renjiro desde adolescente, pero jamás se vieron.
Hasta que ambos tuvieron edad suficiente para pelear por lo mismo:
El legado.
Los Takahashi.
Ellos y los Arakawa habían sido enemigos desde hacía más de cuarenta años.
Todo comenzó por territorio: puertos ilegales, rutas de tráfico, control de Shinjuku.
Pero la verdadera herida fue personal.
Hace tres décadas, el padre de Sayuri Takahashi (Daisuke), aún joven y apenas segundo al mando, se enamoró de una mujer: Aiko.
Sí.
La misma Aiko que después fue la madre de Kazuo.
Aiko y Daisuke se conocieron en una ceremonia clandestina. Tuvieron un romance breve, apasionado, imposible. Cuando Daisuke quiso huir con ella, Ichiro se adelantó.
La tomó como esposa por la fuerza, como trofeo, como castigo.
Y la encerró en su mundo de sombras.
Aiko jamás volvió a ver a Daisuke…
pero Daisuke jamás olvidó.
Desde entonces, el odio entre clanes dejó de ser político.
Se volvió personal.
Sangre por sangre.
La muerte de Ichiro llegó trece años después de la de Aiko.
Kazuo tenía veinticinco años.
Era un asesino perfecto, un estratega frío, y un líder nato.
Había construido su propio círculo de leales y eliminado a los traidores con paciencia quirúrgica.
La noche en que lo mató fue sencilla.
Un despacho.
Una copa de whisky.
Una conversación trivial.
Kazuo le sirvió el trago, lo observó beber… y esperó.
Cuando su padre empezó a convulsionar, a escupir sangre, Kazuo se acercó y lo sostuvo del cuello.
—¿Te sorprende que haya aprendido de ti?
Ichiro no alcanzó a responder.
Murió con los ojos abiertos.
Kazuo se inclinó, besó su frente…
y ordenó quemar el cuerpo sin funeral.
“Nadie debe llorar por monstruos”, dijo.
Renjiro apareció al año siguiente.
Lujoso, encantador, elegante.
Había vivido en París, entrenado con criminales financieros, educado con diplomáticos corruptos.
Pero traía el apellido Arakawa.
Y lo reclamaba.
Kazuo no lo aceptó… pero tampoco lo eliminó.
—Los bastardos no merecen tronos —le dijo.
Renjiro sonrió, con su clásica arrogancia.
—Y tú, hermano, no sabes qué hacer con el tuyo.
Desde entonces, se miran como enemigos disfrazados de familia.
Ambos llevan la sangre del mismo monstruo.
Ambos odian la misma historia.
El pacto del matrimonio llegó por necesidad.
Los Takahashi perdían terreno.
El poder del clan Arakawa se extendía por los corredores políticos, los bancos sucios, los puertos de comercio.
Sayuri Takahashi se convirtió en la única carta viable.
Educada en Europa.
Bella como una geisha antigua, peligrosa como una espada envainada.
Orgullosa. Inquebrantable.
—Si vamos a rendirnos —dijo Daisuke—, será con veneno en la mano.
—¿Quieres matarlo? —preguntó su consejero.
—Quiero que mi hija lo haga… desde dentro.
El trato fue sencillo:
Sayuri sería entregada como “ofrenda de paz”.
Kazuo aceptó, con una condición:
—No será mi esposa. Será mía. Punto.
Pero no sabía que la flor tenía espinas más filosas que cualquier arma.
Kazuo la esperaba.
No como se espera a una prometida.
Sino como se espera a una enemiga que aún no sabe que será arrastrada al fuego.
Él no creía en el amor.
Creía en el control.
En el dominio.
En la guerra.
Pero algo, en lo más oscuro de su alma, susurraba que esta vez…
el enemigo era diferente.
Que esta vez, el corazón podría ser el campo de batalla más sangriento de todos.