La lluvia no era una coincidencia.
Tokio parecía llorar en silencio, como si la ciudad misma supiera que esa noche cambiaría el equilibrio de poder entre dos imperios clandestinos. El clan Takahashi, uno de los linajes yakuza más antiguos del país, estaba a punto de entregar algo que jamás se había imaginado negociar: a su hija.
Sayuri Takahashi se mantuvo erguida en la limusina negra, sin mirar por la ventana. Llevaba puesto un kimono de seda blanca con detalles en n***o y rojo. Las flores de cerezo bordadas parecían vibrar con cada latido de su corazón. Su cabello, largo y liso, caía como una cascada de tinta por su espalda. La nuca descubierta temblaba apenas al contacto con el frío del auto. Pero su rostro era una máscara perfecta: sereno, inexpresivo. Una flor de acero.
No iba como víctima. No era una doncella entregada para sellar la paz entre clanes. Ella era la hija mayor del mismísimo Daisuke Takahashi. Y no pensaba agachar la cabeza.
—Estamos por llegar, señorita —dijo uno de los escoltas al frente, sin atreverse a mirarla directamente.
—Que se preparen para una guerra disfrazada de tregua —susurró ella con una sonrisa gélida.
La entrada a la mansión Arakawa parecía más un templo que una residencia. Las puertas se abrieron con precisión militar y una hilera de hombres vestidos de n***o salió a recibirla. Ninguno sonrió. Todos armados. Todos marcados.
Sayuri salió sin ayuda. El kimono acariciaba el suelo como una amenaza suave. Caminó recta, como si no supiera que estaba entrando en la boca del dragón.
Al fondo del pasillo de piedra, él la esperaba.
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Kazuo Arakawa no era como ella lo había imaginado.
No era viejo. No tenía cicatrices grotescas ni panza de poder. Era joven, alto, de hombros anchos, postura marcial. Vestía con un traje n***o sin corbata, con la camisa entreabierta dejando ver parte del tatuaje que recorría su cuello y bajaba hacia el pecho: un dragón de ojos rojos que parecía moverse cuando él respiraba. Su rostro era afilado, sus labios delgados, y sus ojos… sus ojos eran lo más peligroso. Oscuros. Profundos. Como un pozo sin fondo donde se escondían secretos imposibles de mirar sin arder.
Sayuri se detuvo a tres metros de él. Nadie habló.
Kazuo inclinó la cabeza apenas, sin desviar la mirada.
—Sayuri Takahashi —dijo su voz, grave, suave y cruel—. Bienvenida al infierno.
Ella levantó la barbilla.
—Creí que los demonios tenían mejores modales.
La tensión se deslizó como un cuchillo entre ambos. Uno de los hombres al lado de Kazuo frunció el ceño, pero Kazuo alzó la mano para detener cualquier reacción. Sus labios se curvaron en algo muy parecido a una sonrisa.
—Tendrás que perdonar mi rudeza. Hace tiempo que no recibo flores del clan enemigo.
—No soy una flor, Arakawa. Soy la espina que te vas a tragar si me subestimas.
Kazuo caminó hacia ella.
Lento.
Cada paso retumbaba como una amenaza exquisita. Cuando estuvo a unos centímetros, ella pudo olerlo. Madera ahumada, cuero y algo salvaje. Sus ojos recorrieron su rostro, su cuello, sus labios. La estaba desnudando sin mover un dedo.
—Eso espero, Sayuri —susurró él—. No tengo interés en lo fácil.
Ella se negó a retroceder. Pero algo en su pecho tembló.
Ese hombre… ese maldito hombre no era solo peligroso. Era fascinante.
—
La mansión era un laberinto de arte y amenaza. Paredes de madera antigua, paneles de papel de arroz, estatuas orientales, cámaras discretas. Sayuri fue escoltada a una habitación grande, minimalista y exquisitamente decorada. En el centro, una cama baja con sábanas negras. No había cerradura en la puerta.
—¿Esto es un dormitorio o una celda? —preguntó.
—Ambos —dijo una voz masculina tras ella.
Sayuri giró de inmediato.
No era Kazuo. Era otro.
Un hombre ligeramente más alto, cabello castaño claro, suelto hasta el cuello. Vestía camisa blanca, abierta hasta la mitad del pecho, y pantalones oscuros. Sus ojos grises eran curiosos, traviesos y peligrosos al mismo tiempo. En su rostro había una cicatriz delgada en la ceja izquierda que solo lo hacía más atractivo.
—¿Quién eres? —preguntó Sayuri.
Él sonrió, inclinado contra el marco de la puerta.
—Renjiro. Solo Renjiro. Aunque algunos me llaman “el Bastardo”.
—¿Y tú qué haces aquí? ¿Acaso este burdel tiene turno nocturno?
Renjiro rió con suavidad. No se ofendió.
—Me gusta tu boca. Vas a necesitarla si quieres sobrevivir aquí.
Ella lo miró con desprecio, pero también con curiosidad. Ese hombre no era subordinado. No era parte del séquito. Él caminaba con la seguridad de quien guarda un secreto muy grande.
—¿Eres otro de los perros de Kazuo?
—No. Soy su hermano —respondió, mirándola a los labios—. Aunque él preferiría que estuviera muerto.
Sayuri sintió que el suelo temblaba un poco. Hermano.
—Entonces estás aquí para vigilarme.
—Estoy aquí porque me gusta el peligro. Y tú… tú hueles a guerra.
Renjiro se acercó un poco. Ella no se movió. Lo observó. Era diferente a Kazuo. Menos contenida la violencia, más disfrazada. Donde Kazuo era fuego controlado, Renjiro era veneno dulce.
—Te voy a dar un consejo, Sayuri —murmuró él, mirándola con descaro—. No juegues con Kazuo. Él no es como los hombres que conoces. Él no se quiebra. Él destruye.
Ella se inclinó hacia él, sin miedo.
—¿Y tú?
Renjiro sonrió.
—Yo me dejo destruir… si la mujer vale la pena.
—
Esa noche, Sayuri no durmió.
Se sentó frente a la ventana, mirando la lluvia deslizarse por los cristales. Estaba en el corazón de su enemigo. Rodeada de hombres que la veían como un premio o una amenaza. Y entre todos ellos, dos figuras se recortaban con fuerza: Kazuo, el líder que quería doblegarla, y Renjiro, el bastardo que la miraba como si ya la hubiera probado en sueños.
Pero ella no sería de ninguno.
Ella iba a sobrevivir.
Y luego, destruirlos desde dentro.
O morir en el intento.