Las reglas del juego

1248 Palabras
El sonido de los zapatos de cuero sobre la madera retumbaba con elegancia calculada. Kazuo caminaba por el pasillo central del ala este de la mansión con las manos en los bolsillos, la camisa negra desabrochada a la altura del pecho, el tatuaje del dragón apenas visible bajo el tejido fino. Cada paso era medido, cada respiración controlada, pero por dentro… el veneno ya estaba haciendo efecto. Sayuri Takahashi no era lo que esperaba. Era peor. Mucho peor. La había imaginado hermosa, por supuesto —las hijas del clan enemigo siempre lo eran, como armas disfrazadas de seda—, pero no así. No con esa lengua afilada, esa altivez indomable, esa mirada de fuego que no se apagaba aunque la rodeara la oscuridad. Había tenido muchas mujeres. Algunas le ofrecieron amor, otras sumisión, todas placer. Pero ninguna le ofreció guerra. Y esa noche, tenía una cena con ella. Una cena… y un plan que ya no podía evitar. El comedor era una obra de arte japonesa contemporánea: lámparas bajas, tonos negros y dorados, paredes de papel de arroz reforzado con marcos de ébano. En el centro, una larga mesa de madera obscura, dispuesta solo para dos. La cena no era política. Era personal. Sayuri llegó sin hacer ruido, como si el silencio le obedeciera. Vestía un kimono de noche en rojo oscuro, ajustado al cuerpo, sin pretensiones tradicionales. La abertura lateral dejaba ver una pierna de piel perfecta, y su cabello estaba recogido en un moño elegante, con algunas hebras sueltas cayendo como hilos de tinta sobre su cuello. Kazuo no se levantó cuando la vio. Solo la miró. Como se mira a un rival que ya sangraste, pero aún no venciste. —Bonita decoración —dijo ella, con una ceja arqueada—. ¿Siempre cenas en escenarios de interrogatorio? Kazuo tomó una copa de sake y la giró entre los dedos. —Pensé que te sentirías más cómoda en un lugar donde nadie puede mentir. —Oh, pero yo miento tan bien… —susurró ella, sentándose frente a él, cruzando las piernas con un leve crujido de la tela—. Casi tanto como tú asesinas. Kazuo sonrió con lentitud. No porque le causara gracia. Sino porque empezaba a entenderla. Ella era una provocación con forma de mujer. Y él… estaba malditamente tentado a incendiarla. — La cena fue servida por dos asistentes silenciosos: sashimi fresco, arroz con anguila glaseada, sopa de miso, té verde. Pero ninguno de los dos tocó mucho la comida. El hambre que tenían no se saciaba con platos tradicionales. —Así que… —empezó Sayuri, tomando un sorbo de té—, ¿cuándo será la boda? ¿Antes o después de que me pongas una correa al cuello? —Cuando termines de convencerme de que no me vas a apuñalar dormido —dijo Kazuo sin parpadear. —¿Dormido? Qué decepción. Yo pensaba hacerlo despierto, mientras te miraba a los ojos. Kazuo soltó una pequeña risa, ronca, baja. —Ten cuidado con los juegos, Sayuri. Hay hombres que no saben distinguir el flirteo del desafío. —Y hay mujeres que no están aquí para que se les distinga nada —replicó ella, inclinándose hacia él—. Estoy aquí porque tú y mi padre firmaron un pacto con olor a pólvora. No porque sueñe con ser la muñeca de un yakuza. Kazuo la observó. Muy de cerca. —¿Quieres saber por qué acepté el acuerdo? Sayuri lo miró a los ojos. —Sorpréndeme. Kazuo se inclinó hacia ella, y por primera vez su voz fue más grave, más baja, más cercana al deseo que a la amenaza. —Porque cuando vi tu expediente, supe que no eras como las demás. Y cuando te vi en persona… me di cuenta de que si no te tomaba, alguien más lo haría. Y ese alguien, Sayuri, no tendría ni la mitad de la fuerza para domarte. La copa de té tembló levemente entre sus dedos. No por miedo. Sino por la maldita adrenalina que corría entre ambos, como electricidad sin freno. —¿Y tú crees que puedes domarme? Kazuo se levantó lentamente. Dio la vuelta a la mesa sin romper el contacto visual. Sayuri no se movió. No retrocedió. Él se colocó detrás de ella. —No necesito domarte —murmuró, inclinado sobre su oído—. Solo necesito que ardas… conmigo. Sus labios rozaron la piel detrás de su oreja. No fue un beso. Fue una amenaza disfrazada de caricia. Sayuri contuvo el aliento. Su cuerpo reaccionó antes que su orgullo. —Eres más poético de lo que imaginaba —dijo, girando levemente el rostro hacia él—. ¿Siempre intentas seducir a tus enemigas? Kazuo deslizó una mano por el respaldo de la silla. No la tocó. Aún no. —Solo cuando quiero que se conviertan en mis pesadillas favoritas. Ella se levantó bruscamente, girando para enfrentarlo cara a cara. Estaban a centímetros. Ambos respiraban con fuerza contenida. Ambos deseaban lo mismo… pero querían ser quienes controlaran la detonación. —Si crees que voy a dejarme poseer como un trofeo de guerra, estás más jodido de lo que pareces. Kazuo sonrió, ladeando apenas la cabeza. —No quiero poseerte, Sayuri. Quiero que te entregues. —Jamás. —Aún. Silencio. Largo, espeso, hirviente. Y entonces Kazuo hizo lo impensable. Le alzó la barbilla con dos dedos. No de forma violenta. No como amo a esclava. Sino como quien sostiene una pieza de arte que aún no decide si admirar… o destruir. —Tu padre quiere la boda en tres semanas —dijo, con la voz como humo caliente—. Yo podría adelantarla a tres días. —¿Por qué tanta prisa? —susurró ella. Kazuo la miró a los labios. Su pulgar rozó la piel de su mandíbula. —Porque cada noche que duermes bajo mi techo, siento que el infierno se deshace un poco… y me preocupa lo que pueda pasar si no te tengo pronto. Completamente. Sayuri sintió el calor subirle por la garganta. No de pudor. De rabia. De deseo. De peligro. —No soy un trofeo. No soy un premio. —No —dijo él—. Eres un arma. Y bajó la mano. Y se alejó. La dejó allí, con el cuerpo encendido y el corazón latiendo como si fuera una bomba. Esa noche, Sayuri regresó a su habitación como si acabara de sobrevivir a una batalla. No había sido tocada. Pero estaba marcada. Kazuo había plantado su sombra dentro de ella. No como un conquistador, sino como un veneno lento. Y lo peor era que su cuerpo no se sentía envenenado… Se sentía vivo. Demasiado vivo. Renjiro la esperaba en el pasillo. Apoyado contra una columna, con una copa de vino en la mano y una sonrisa ladeada. —¿Buena cena? Sayuri lo miró con frialdad. —¿Estás espiando? —Estoy cuidando. No quiero que el dragón te queme demasiado pronto. —Quizá quiero quemarme. Renjiro entrecerró los ojos. —¿Tú también estás jugando, Sayuri? Ella se acercó lentamente, sin bajar la mirada. —No juego, Renjiro. Nunca lo he hecho. —Entonces te estás metiendo en la cama del infierno con los ojos abiertos. —¿Y tú qué harías? Renjiro sonrió, acercándose a su oído. —Yo… te haría arder sin romperte. Ella no respondió. Solo se quedó allí, entre ambos hombres. Entre la guerra y la tentación. Sin saber aún cuál iba a matarla primero.
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