Silencio antes de la tormenta

1182 Palabras
La lluvia había cesado apenas unas horas antes. Sobre los jardines de la mansión Arakawa, aún caía un leve rocío. Todo olía a tierra mojada, a té recién servido y a algo más profundo: guerra disfrazada de ceremonia.

Sayuri descendió del auto oficial vestida de blanco roto, con un kimono moderno ceñido a su cuerpo que resaltaba su cintura estrecha. Sus ojos, delineados con precisión felina, no pestañearon cuando la enorme puerta de la residencia Arakawa se abrió para recibirla.

—Bienvenida, Sayuri-hime —dijo Kazuo desde la entrada, con una sonrisa que no tocaba sus ojos.

No hubo reverencias. No hubo contacto físico. Solo una mirada punzante y la tensión de un deseo que aún no se admitía a sí mismo. Sayuri le sostuvo la mirada sin bajar la cabeza, sin cederle ni un milímetro de control.

—Kazuo-sama —respondió con voz clara, firme.

La cena de compromiso sería un acto político. Los líderes de ambos clanes comerían juntos para demostrar que el pacto estaba sellado, que Sayuri Takahashi sería la esposa del nuevo líder Arakawa. Que la sangre dejaría de correr.

Mentira.

Porque todos sabían que la sangre aún corría, solo que ahora lo hacía por debajo de la mesa.

Kazuo se giró sin más palabras y caminó delante de ella. Sayuri lo siguió, flanqueada por su padre, el señor Ichiro Takahashi, que había envejecido con dignidad y dureza.

La sala principal estaba decorada con oro y n***o. Cuadros de caligrafía antigua, espadas enmarcadas y la ausencia de toda feminidad. Sayuri se sintió como una perla lanzada en un campo de batalla.

Kazuo se sentó a la cabecera. Ella fue colocada a su derecha. Su padre, frente a Kazuo. La posición no era casual: Sayuri era el eje que mantenía en pie aquella tregua. Ella era el puente… o la bomba.

Durante la cena, se habló de todo lo correcto: tratados, alianzas, redes internacionales, rutas comerciales. Kazuo respondía con precisión quirúrgica, y Sayuri, aún sin hablar demasiado, aprendía cada gesto suyo: el leve giro de copa antes de responder, cómo ignoraba las provocaciones sutiles de su padre, cómo le dirigía a ella ciertas miradas cargadas de posesión disfrazada de cortesía.

Después del último brindis, ella pidió permiso para salir a tomar aire. Nadie la detuvo.

Y ahí estaba él.

Renjiro.

Recargado contra uno de los pilares del jardín trasero, sin corbata, con la camisa negra abierta en el cuello y las mangas arremangadas. Su cabello oscuro estaba ligeramente húmedo por el rocío. No la saludó con reverencias, ni siquiera con una sonrisa. Solo le dirigió una mirada que, en sí misma, ya era una caricia insolente.

—Escapando del futuro marido tan pronto, Sayuri-hime —dijo con voz baja, áspera, como si cada palabra se arrastrara por su garganta.

Ella se detuvo a un metro de él.

—Estoy respirando. No todo el mundo necesita el poder para sentirse vivo.

Renjiro rió suavemente. Dio un paso hacia ella. No tocó su cuerpo, pero la rodeó con su presencia. Inquietante. Irónica. Peligrosa.

—¿Y tú qué necesitas, princesa? ¿Una prisión dorada? ¿Un hombre que mate por ti… o uno que te haga suplicar por más?

La frase quedó suspendida en el aire como una daga lanzada con elegancia.

Sayuri entrecerró los ojos. Quiso retroceder, pero no lo hizo. Sus labios se curvaron en una sonrisa mínima.

—¿Y tú qué eres, Renjiro? ¿El bastardo del clan? ¿O el espía que juega a enamorar a la novia de su medio hermano?

Renjiro no se inmutó. Ladeó la cabeza como un lobo observando a su presa. Había algo felino en su forma de mirar, algo casi animal.

—Soy todo lo que Kazuo no puede ser. —Se inclinó levemente, acercando sus labios a su oído—. Él te posee en papel. Yo podría poseerte en cuerpo… y en alma, si me lo pidieras.

Sayuri sintió cómo la piel de su cuello se erizaba. Su respiración se aceleró, y el aire pareció quemar al entrar.

Renjiro no la besó. No la tocó. Pero su cercanía era peor que un contacto: era una amenaza deliciosa.

—No juegues conmigo —susurró ella, con una mezcla de rabia y deseo—. Porque yo también sé destruir.

Él se apartó lentamente, con una sonrisa torcida.

—Esa es la parte que más me gusta de ti, Sayuri.

Ella lo observó marcharse como si acabara de sobrevivir a un incendio.



Horas después, ya de regreso en la residencia Takahashi, Sayuri caminó descalza por el corredor de madera antigua hasta llegar al salón privado de su padre. El señor Daisuke Takahashi leía un libro antiguo bajo la luz cálida de una lámpara japonesa. No levantó la vista al verla entrar.

—¿Fue todo según lo esperado? —preguntó sin mirar.

—Más de lo que esperaba —respondió Sayuri, sentándose frente a él—. Kazuo juega bien. Sabe mantener el control.

Daisuke asintió lentamente, como quien confirma algo que ya sabía.

—Por eso lo elegí como tu esposo.

Sayuri lo miró con una mezcla de rabia contenida y tristeza.

—No lo elegiste. Lo impusiste.

—Lo pacté —corrigió él—. Como pacté tu vida cuando eras apenas un nombre en mi linaje.

—No soy un nombre. Soy una persona.

Daisuke cerró el libro con cuidado. Alzó la vista. Sus ojos eran como cuchillas.

—No tienes idea de lo que significa ser Takahashi, Sayuri. Tu madre lo sabía. Murió sabiendo que su sangre estaba maldita. Y tú, mi hija… tú puedes ser la excepción. O el final.

Sayuri se levantó bruscamente.

—¿Y eso justifica venderme?

El silencio del padre fue aún más duro que un grito.

—Kazuo mató a su propio padre. ¿Lo sabes, verdad?

Sayuri asintió, con el corazón latiendo como tambor de guerra.

—Y tú lo admiras por eso. Porque hizo lo que tú no te atreviste a hacer.

Daisuke no reaccionó de inmediato. Bebió un sorbo de su whisky. Luego dijo:

—Kazuo es peligroso. Pero tú puedes sobrevivir en esa jaula… si mantienes tu mente afilada.

Sayuri se acercó a la ventana. Las luces de la ciudad brillaban como joyas rotas.

—¿Y si no quiero sobrevivir? ¿Y si quiero vivir?

Entonces la voz de su padre cortó la calma como un latigazo:

—¿Preferirías al bastardo con lengua de víbora… verdad?

Sayuri giró lentamente, sorprendida. La herida estaba expuesta. Las palabras que no había dicho, él ya las había visto.

Pero no respondió. No pudo.

Y ese silencio… fue su confesión.



Esa noche, mientras la ciudad dormía bajo el engaño de la tregua, tres personas soñaban con fuego.

Kazuo, con la imagen de Sayuri en su cama, aún vestida, aún altiva, rompiéndose solo para él.

Renjiro, con el sabor de su aliento a un centímetro de su boca. Deseándola solo porque no debía.

Y Sayuri, con los ojos abiertos en la oscuridad, sabiendo que ambos hombres podían destruirla.

Pero solo uno podría hacerla arder sin consumirla.

Por ahora.
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