El lenguaje de las brasas

1052 Palabras
Las flores no habían terminado de abrir en el invernadero cuando Sayuri cruzó la galería central del templo. Su andar era firme, pero por dentro, el eco de la palabra boda le recorría el pecho como una serpiente envuelta en fuego. A su alrededor, las manos diligentes de los sirvientes colocaban cortinas de seda, jarrones tallados, y emblemas con los caracteres del clan Takahashi.

El compromiso era oficial. El pacto sellado. El enemigo, su prometido.

Kazuo Takahashi.

El dragon del norte 

Y ella, Sayuri Arakawa, hija del clan rival, pronto llevaría su apellido como un sello de guerra.

No se hablaba de amor. Nunca lo hubo. Solo poder, supervivencia y la fantasía de que una unión forzada podría apaciguar generaciones de sangre derramada.

Pero nada estaba en paz.

Menos ella.



El jardín interior estaba vacío, salvo por él.

Kazuo.

Vestido con kimono de lino n***o, ceñido al cuerpo, con los brazos cruzados mientras observaba el estanque de carpas rojas como si fueran enemigos potenciales. Su perfil, tan cruelmente perfecto, parecía cincelado por siglos de disciplina. La cicatriz mínima en la comisura de su ceja izquierda apenas se notaba… pero Sayuri la había aprendido de memoria.

—No deberías caminar sola —dijo sin mirarla, como si la hubiera olido.

—No necesito protección —replicó ella con calma.

—No es protección lo que te ofrezco, Sayuri. Es control. Y eso no se niega.

Ella sintió el calor bajo la piel.

Se acercó.

Los ojos de Kazuo giraron lentamente hacia ella. Eran negros, profundos, Fríos. Pero en cuanto la miraba, esa frialdad mutaba en algo más espeso… algo que ardía.

—Hoy vinieron a medirte el vestido de novia, ¿no? —preguntó él, la voz apenas un murmullo.

—Sí.

—Quiero verlo.

—¿Desde cuándo opinas sobre la tela que uso?

Kazuo se acercó. Un paso. Dos. Ella se obligó a no retroceder. La distancia entre ellos se volvió irrespirable.

—Desde que será arrancada por mis manos.

Sayuri sintió que la garganta le palpitaba. No era miedo. Era otra cosa. Algo aún más peligroso.

—¿Crees que por una alianza política tengo que rendirme a ti como una muñeca rota?

Kazuo bajó la cabeza apenas, acercando los labios a su oído.

—No me interesa lo que hagas… con tu voluntad —susurró—. Me interesa cómo tiembla tu cuerpo cuando la pierdes.

Su aliento le erizó la piel.

Ella no respondió.

Pero él lo notó.

Sus ojos bajaron, desnudándola sin tocarla. Fue ella quien se apartó primero. Porque quedarse un segundo más… sería rendirse.



Más tarde, en el pabellón ceremonial, Sayuri se encontró con Renjiro.

Estaba recostado en uno de los divanes, vestido con traje de lino blanco. Sin armas visibles. Sonrisa peligrosa. Y esa mirada azul acero, demasiado europea, demasiado extranjera para este mundo de honor y sangre.

—Estás más hermosa de lo que recordaba —dijo, con voz tan seductora como un veneno de perfume dulce.

—¿Y cómo recordabas a una mujer que solo viste una vez? —inquirió Sayuri, sin perder la compostura.

—Como una contradicción que duele. Como algo que no debería querer tocar, pero ya está en mi boca.

Sayuri se giró para irse, pero Renjiro se levantó.

—¿Él te toca así, Sayuri?

—No te atrevas.

—¿A qué? ¿A desear lo que Kazuo solo destruye?

El silencio entre ambos se volvió electricidad.

Y ahí, en la puerta del pabellón, Kazuo apareció.



El ambiente se quebró como porcelana.

Kazuo no dijo una palabra. Pero su mandíbula se tensó. Su mano derecha se deslizó por la manga, como si buscara el mango de una katana que no llevaba. Avanzó hacia ellos sin apuro… pero con la calma de quien está a segundos de matar.

—¿Interrumpo? —preguntó con voz de acero envainado.

—No —dijo Sayuri—. Ya terminábamos.

Renjiro sonrió como un lobo. Se inclinó con respeto exagerado hacia Kazuo, como si se burlara sin hacerlo.

—Mi futura cuñada…murmuró con malicia—. Siempre es un honor. Me retiro. 

Kazuo clavó sus ojos en Sayuri.

—Acompáñame.

—Estoy ocupada —dijo ella.

—Sayuri —repitió él, sin elevar el tono, pero como si el suelo temblara al nombrarla.

Ella lo siguió.

En silencio.



Entraron al dojo privado. La puerta se cerró con violencia detrás de ella.

—No vuelvas a estar a solas con él —ordenó Kazuo.

—¿Estás celoso?

—Estoy furioso.

—¿Por qué? ¿Porque él me ve como mujer y tú como trofeo?

Kazuo la arrinconó contra la pared, tan cerca que podía oír su pulso.

—No quiero compartirte con el aire. Mucho menos con Renjiro.

—¿Qué harás? ¿Encerrarme?

—Si tengo que encerrarte para que no provoques incendios, lo haré —gruñó él.

—No soy de tu propiedad.

Kazuo sonrió con desprecio y deseo.

—Aún no.

Ella lo abofeteó.

Y él… se rió.

Su risa fue baja. Oscura. Como un trueno que no cae pero amenaza.

—Sabes que te gusta lo que sientes cuando me odias —susurró, inclinándose hasta que sus labios rozaron su mejilla sin besarla—. Porque ahí está el verdadero deseo. En esa rabia… que te quema por dentro.

Sayuri sintió la piel encendida. Su corazón latía en las sienes.

Kazuo no la besó.

Solo se alejó, dejándola temblando contra la pared.



Horas después, en la cena de los clanes, Sayuri se sentó entre su padre y Kazuo.

Kazuo la miraba sin pestañear. Como si pudiera leer en sus pupilas el recuerdo de Renjiro.

Renjiro, desde el otro extremo, alzó su copa hacia ella con una sonrisa.

Sayuri bajó la vista, pero no por vergüenza. Sino porque empezaba a entender el poder que tenía entre esos dos hombres.

Y eso…

La excitaba.



Esa noche, en la habitación que le asignaron a Sayuri en la mansión Takahashi, encontró una caja negra con un lazo rojo.

Dentro, un kimono de seda color vino… y una nota.

“Para que lo uses cuando quieras que pierda el control.”

Sin firma.

Pero ella sabía de quién era.

Y cuando lo sostuvo contra su cuerpo, no supo si temblaba por deseo… o por miedo.

Quizá por ambos.
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