Guiñó

1183 Palabras
El parque olía a tierra tibia y hojas secas. Las ramas altas dejaban pasar la luz como si fuera música, fragmentada y suave. Me senté en el borde de la fuente, dejando que mis piernas se estiren y mi bolso respire fuera del local por primera vez en días. Cail se tumbó al lado mío en el césped, con los brazos detrás de la cabeza como si estuviera desafiando al sol. —¿Es normal que una tela te cause dolor de cabeza?— pregunté medio en broma, medio en serio. —Sólo si está cosida con malicia— respondió él, cerrando los ojos —o con amor, que a veces se parecen. Reí bajito. Me hacía bien que no todo tuviera que pesarse. Por fin, una tarde sin tensión. Hasta que un grito, lejano y alegre, nos hizo girar la cabeza. —¡Kathiiiaaaa!— reconocí la voz antes de verla. Neit venía caminando rápido con una sonrisa gigante y mi niña sobre sus hombros, agitando los brazos como si pudiera volar. A su lado, mi niño pateaba un balón con tanta energía que parecía que buscaba marcar un gol contra el viento. —¡Tenemos compañía!— dijo Cail, poniéndose de pie con una agilidad que me hizo sospechar que no estaba tan relajado como fingía. Él se acercó a mi niño con pasos firmes y una risa en la cara, como si algo dentro de él supiera perfectamente cómo moverse en ese universo de pelotas y gritos. Mi peque lo miró con curiosidad, luego soltó una carcajada y lo retó con un pase directo. Yo me quedé viendo cómo Cail esquivaba el balón con una torpeza fingida, dejando que heiden le ganara terreno, mientras Neit bajaba a mi pequeña de sus hombros. Ella corrió hacia mí con sus brazos abiertos, La recogí entre mis brazos con un giro y ella se rió fuerte. —Anda, pulguita— dijo Neit, con tono cariñoso, mirando a mi hija —yo iré por unos helados. ¿De qué quieres? —¡Del que me ensucie toda!— gritó la terreneitor esta desde mis brazos. Neit rió, se giró hacia los puestos con paso despreocupado, y yo lo vi alejarse con ese aire de lobo domesticado, pero siempre alerta. Y mientras Cail hacía una falsa caída dramática frente a mi niño, revolcando el césped como si fuera una final mundial, supe que este momento iba a quedarse conmigo. Me quedé mirando a las mujeres del otro lado del parque. Perfectas. Altas, delgadas, con ropa que parecía no arrugarse ni siquiera bajo el sol. Se reían mientras veían a Cail y Neit. Sentí la voz de Neit detrás de mí, intentando elevarme sin saber por dónde empezar. —No compares luces con lunas, Kathia— dijo con ese tono que siempre logra arrancarme media sonrisa —Ellas brillan por fuera. Tú lo haces por dentro y por sí sola fluye hacia afuera. Suspiré. —¿Por qué no van con ellas? Son tan hermosas, delgadas, bien vestidas… Más bien están aquí, atados a mí. Sé que somos amigos, pero ustedes deberían tener su vida. No quedarse como guardianes de esta gordita insegura. Silencio. Hasta que Cail se acercó. Me miró serio, y antes de que pudiera seguir hundiéndome, me elevó el rostro con dos dedos, suaves pero firmes. Suspios de dudas. —Yo prefiero a mi gordita de curvas grandes—dijo, como si estuviera afirmando una ley universal —Las simples se desvanecen. Tú permaneces. No supe si reír o llorar, así que hice ambas cosas en silencio. —Mándate a mudar— dije entre dientes, pero él sonrió como si le hubiera dicho “gracias”. Entonces Neit chasqueó la lengua y se cruzó de brazos. —Y yo aquí pensando que te gustaban las locas esas… Solté la risa. No pude evitarlo. Neit me empujó con el hombro, juguetón. —Jamás te dejaré, mi gordita bella— me susurró, y esa frase me apretó el pecho. No como carga, sino como abrazo. Y aunque ellas seguían riendo allá lejos, yo ya no miraba. Porque mis lobos estaban aquí La noche nos envolvía. Los niños iban profundamente dormidos, sus respiraciones suaves llenando el auto con una paz que ni el motor podía perturbar. Las luces de la ciudad corrían por la ventana. Cail manejaba con esa calma suya, la que parece tener el ritmo de otra vida. Neit, a su lado, revisaba su móvil en silencio, con la cabeza ligeramente inclinada y una línea tensa en la boca. A veces me provoca saber qué mira tanto… mensajes, nombres, cosas que no compartimos del todo. Yo fingía mirar por la ventana, aunque lo observaba. Hasta que lo hizo. Se giró despacio. Su móvil aún encendido, lo extendió hacia mí. No dijo nada. Solo lo mostró. Y entonces, sus ojos. Brillaron con un azul intenso. No el azul humano común, este era diferente Me quedé fría. El silencio se partió en tres segundos larguísimos. Bajé la mirada rápido Cail frenó justo en frente del edificio. Nuestro edificio. El de locos y noches largas. El que huele a tela, a café, a comida y a todos. La voz de Cail no llegó. Sólo su mirada a través del espejo retrovisor. Me observaba. Con esa paciencia que no pregunta, pero que esperaba mis respuestas El edificio olía a trapeador, Entramos, y ahí estaban las gemelas Daniela en lo alto de un banquito, limpiando los vidrios con movimientos tan precisos como si lo hiciera bailando, Dani en el suelo, tarareando una melodía alegre mientras pasaba el trapeador con energía. —Buenas noches, Kathiaaaa— canturreó Dani sin dejar de mover los pies. Daniela se giró, alzó la mano con un paño húmedo y sonrió como si el cansancio no les tocara nunca. Subimos las escaleras. En el segundo piso, Cata estaba concentrada, tomando el brazo de Julean con cuidado, practicando cómo colocarle una vía. Tenía una jeringa vacía en una mano y determinación en la frente. Julean no decía nada, sólo sonreía. Esa sonrisa especial. Cuando nos vio, saludó… pero no a todos. Me miró a mí, directamente, y me dedicó un movimiento leve de cabeza. Como si dijera ¿otra vez con ellos? Los chicos llevaron a mis polluelos a la cama. Sus cuerpitos se acomodaron como si el colchón fuera su nido exacto. Yo me acerqué para cubrirlos mientras ellos salían de la habitación con pasos cuidadosos. Neit pasó detrás de mí y me dio un leve apretón en la cintura, suave, casi invisible si no fuera por la electricidad que dejó. Cail hizo lo mismo, pero con una mirada añadida que me revolvió el pecho. Y justo en ese momento, Cata entró y me vio Sus ojos viajaron de mi rostro al gesto de los chicos. Y entonces, con una sonrisa que no era sonrisa, elevó las cejas con una risa contenida, mientras los chicos ocultaban su sonrisa y salían de mi habitación —Si, hee, buenas noches— les dije a los dos y ambos me guiñaron sus ojos y salieron en silencio.
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