Fernando lo sabía: estaba jodido hasta el fondo, pero también que era el único capaz de salvarse a sí mismo... y de paso, salvar lo que quedaba del caos que había creado.
El peso de la traición, las pérdidas y el silencio de sus antiguos aliados le quemaban la piel, con la putrefacción corriendo por sus venas, recordándole que el imperio que una vez levantó se había desplomado como un castillo de naipes bajo tormenta. Pero el orgullo —esa maldita cosa que no le permitía rendirse— lo mantenía firme.
Se sentó en la silla de su bodega, rodeado por la penumbra y el olor a tabaco rancio. El humo de un cigarro mal encendido se enroscaba en el aire frío, mezclando la desesperación con la rabia contenida.
Por primera vez en mucho tiempo, no había una sola llamada que llevara noticias malas; a
