Kelan estaba apabullado. La mujer era su compañera predestinada. No había ninguna otra explicación para el modo en que se había sentido nada más ponerle los ojos encima, viéndola allí de pie, tan inmóvil junto a aquel vehículo desconocido. La respuesta de su dragón cuando la mujer lo había rodeado había sido prueba más que suficiente de que aceptaba a la mujer; le había hecho falta recurrir hasta el último ápice de su autodisciplina para no tomarla en brazos y volar hasta un lugar apartado donde pudiera reclamarla. El rugido de su dragón le llenó la mente mientras la seguía a ella y a las otras dos mujeres hasta la unidad médica. «¡Mía! ¡Mía! ¡Mi compañera!» les rugía a todos los hombres con los que se cruzaban. Los ojos de Kelan brillaban con un fuego dorado, retando a los hombres a mira

