I-1
I
DESPERTÓ Petronio cerca de mediodía y, como de costumbre, muy cansado. El día anterior había asistido a un banquete ofrecido por Nerón, que se prolongó hasta bien entrada la noche.
Desde hacía cierto tiempo no gozaba de tan buena salud como antes. Por las mañanas se despertaba con un sopor que le imposibilitaba concentrarse. Pero el baño matutino y un concienzudo masaje, efectuado por esclavos especializados, aceleraban la circulación de su sangre, le despertaban y le devolvían las fuerzas. De modo que al salir del oleothesium [1] , que era el último departamento de sus baños, aparecía como nuevo, con los ojos chispeantes de ingenio y de alegría, rejuvenecido, rebosante de vida, elegante y tan distinguido, que el propio Otón no hubiera podido compararse con él, ya que realmente merecía el título que se le había dado de Arbiter Elegantiarum.
Petronio no solía frecuentar los baños públicos, excepto cuando se presentaba en ellos algún orador digno de interés, del que se hablara en la ciudad, o cuando en los ephebias [2] , se ejecutaban juegos excepcionalmente interesantes.
Verdad es que su propia insula [3] , tenía baños privados, ampliados, arreglados y reparados con tan buen gusto por Céler, el famoso colaborador de Severo, que el propio Nerón reconocía que eran superiores a los imperiales, aun siendo éstos mucho más vastos y de una extraordinaria riqueza.
Petronio, después de ese banquete, en el que se aburrió con las bufonadas de Vatinio, había tomado parte, junto con Nerón, Lucano y Seneca, en una diatriba acerca de si la mujer tenía alma.
Habiéndose levantado tarde, fue a tomar su baño acostumbrado. Dos enormes balneatores [4] , le tendieron sobre una mesa de ciprés cubierta con un lienzo egipcio de nívea blancura, y con las manos untadas en aceite de oliva aromático comenzaron a frotarle su bien formado cuerpo. Entretanto, él, con los ojos cerrados, aguardaba que el calor del laconicum [5] , y el de las manos de los balneatores penetraran en su cuerpo y desalojaran de él el cansancio.
Pasados unos instantes, preguntó por el tiempo que hacía; después, por las alhajas que el joyero Idomeneo había prometido enviarle para que las viera. Le contestaron que el tiempo era espléndido, que soplaba una ligera brisa de las colinas de Alba y que las alhajas no habían llegado aún. Petronio volvió a cerrar los ojos y dio la orden de que le trasladaran al tepidarium [6] . En aquel momento se asomó entre las cortinas el nomenclator [7] , anunciando que el joven Marco Vinicio, recién llegado de Asia Menor, había venido a visitarle.
Petronio ordenó que introdujeran al visitante en el tepidarium, adonde se trasladó él mismo. Era Vinicio el hijo de su hermana mayor, casada con Marco Vinicio, cónsul de la época de Tiberio. El joven luchaba contra los partos, bajo las órdenes de Corbulón, y tras el final de aquella guerra volvía a la ciudad. Petronio tenía cierta debilidad por él, lindando con la simpatía, ya que Marco, además de ser un joven de formas atléticas y hermosas, conservaba cierta forma estética dentro de su depravación, y eso Petronio lo apreciaba más que nada.
—¡Salud, Petronio! —exclamó el joven, entrando con paso elástico en el tepidarium—. Que todos los dioses te sean propicios, y en particular Asclepio y Ciprida [8] , ya que bajo su doble protección no puede ocurrirte desgracia alguna.
—Bienvenido a Roma, y que el descanso te sea grato después de la guerra —contestó Petronio, sacando la mano de entre los pliegues de la suave tela de carbasso [9] , en que se hallaba envuelto—. ¿Qué se dice en Armenia? Y ya que estuviste en Asia, ¿no te detuviste en Bitinia?
En otros tiempos había sido Petronio gobernador de Bitinia, y, cosa notable, había gobernado con justicia y energía. Constituía esto un extraño contraste con su carácter, tan dado a la molicie y amante de los placeres. Por ello le agradaba recordar aquellos tiempos, que constituían la prueba de lo que había sido y de lo que podía ser, de haberle gustado.
—Estuve en Heraclea —contestó Vinicio—. Me envió allí Corbulón en busca de refuerzos.
—¡Ah, Heraclea! Conocí allí a una doncella de la Cólquida a quien no habría cambiado por todas las divorciadas de la ciudad, sin excluir a Popea. Pero éstas son cosas pasadas. Más vale que me hables de lo que ocurre del lado de los partos. En verdad, me aburren todos esos vologesos, tirdates y demás bárbaros, que, según testimonio de Aruleno el Joven, andan en su casa a cuatro patas y se las dan de personas tan sólo cuando están entre nosotros. Pero ahora en Roma se habla mucho de ellos, aunque sólo sea por lo peligroso que resulta hablar de otra cosa.
—La guerra va mal, y si no fuera por Corbulón podría convertirse en derrota.
—¡Corbulón! ¡Por Baco! He aquí a un dios de la guerra, a un verdadero Marte y a un gran caudillo, a la vez impetuoso, recto y necio. Le quiero, aunque no sea más que porque Nerón le teme.
—Corbulón no es un hombre necio.
—Puede que tengas razón; pero, a fin de cuentas, da lo mismo. Como dice Pirrón, la necedad no es peor que la sabiduría, y en nada se diferencia de ella.
Entonces Vinicio empezó a hablar de la guerra; pero cuando Petronio entornó los ojos, observó el joven su rostro desmejorado y demacrado, por lo que, cambiando de tema, le preguntó con cierta intranquilidad por el estado de su salud. Petronio abrió de nuevo los ojos. ¿Su salud?… No, no se encontraba bien. Aunque no había llegado al estado del joven Sissena, que había perdido hasta tal punto la facultad de sentir, que cuando le llevaban al baño por la mañana preguntaba: «¿Estoy sentado o de pie?».
Pero Petronio no se encontraba bien. Acababa Vinicio de colocarle bajo la protección de Asclepio y de Ciprida, y ni siquiera se sabía de quién era hijo ese Asclepio, si de Arsinoe o de Coronida, y al no saberse quién era su madre, ¿qué podría decirse del padre? ¡En estos tiempos no se podía estar seguro ni del propio!
Aquí se sonrió Petronio, y continuó:
—Verdad es que hace dos años envié a Epidauro [10] , tres docenas de mirlos y una copa de oro. Pero ¿sabes por qué? Pues porque me dije: «Aunque ignoro si esto me va a ayudar, sé por lo menos que no me perjudica». Si todavía la gente continúa haciendo ofrendas a los dioses es porque todos razonan igual que yo, absolutamente todos, excepto los muleros que se ocupan de los viajeros junto a la Puerta Capena. Además, no sólo he tenido que habérmelas con Asclepio, sino también con sus sacerdotes, quienes, cuando el año pasado padecí de la vejiga, me hicieron una especie de incubación. Sabía que eran unos embaucadores, pero al mismo tiempo me decía: «Y eso, ¿en qué me perjudica?». El mundo se basa en el engaño, y la vida es una ilusión. También el alma es ilusión. Hay que tener la suficiente comprensión para saber distinguir las ilusiones agradables de las desagradables. He dispuesto que en mi hipocaustum [11] , quemen madera de cedro rociada con ámbar, porque mientras viva prefiero los perfumes a los hedores. En cuanto a Venus, a la que también me has recomendado, conocí su protección bajo la forma de unos punzantes dolores en la pierna derecha. Pero, por lo demás, es una buena diosa. Me figuro que tú, tarde o temprano, habrás de llevar a su altar unas blancas palomas en ofrenda.
—Es cierto —contestó Vinicio—. Las f lechas de los partos no me alcanzaron, pero un dardo del Amor me ha herido inesperadamente, a pocos estadios de una de las puertas de la ciudad.
—¡Por las blancas rodillas de las Gracias! Eso me lo tienes que contar más despacio —dijo Petronio.
—Precisamente venía a pedirte consejo —le contestó Marco.
Pero en aquel instante entraron los epilatores [12] , que se hicieron cargo de Petronio, mientras que Marco, despojándose de la túnica, penetraba en el baño de agua tibia, al que Petronio le había invitado.
—¡Ah! Ni siquiera te pregunto si hay reciprocidad —dijo Petronio, contemplando las juveniles formas de Vinicio, que parecían talladas en mármol—. Si te hubiera visto Lisipo, servirías ahora de ornamento a la puerta que conduce al Palatino, como una estatua de Hércules en su juventud.
El joven sonrió con satisfacción y se sumergió en el baño, salpicando el mosaico, que representaba a Hero en el momento en que imploraba al Sueño que adormeciera a Zeus. Entretanto, Petronio le contemplaba con la mirada satisfecha del artista.
Cuando acabó el baño, Vinicio se entregó en manos de los epilatores. A continuación penetró el lector con una caja de bronce, que apoyaba contra el pecho, llena de fajos de papeles.
—¿Te interesa escuchar? —preguntó Petronio.
—Si se trata de una obra tuya, con mucho gusto —contestó Vinicio—; pero, de no ser así, prefiero conversar. Hoy día, los poetas se dedican a cazar gente en las esquinas de todas las calles.
—Ya lo creo; no se puede pasar delante de una basílica, de las termas, de una biblioteca o de una librería, sin ver a un poeta gesticulando como un mono. Cuando Agripa volvió de Oriente los tomó por locos. Pero ahora…, así son los tiempos. El César hace versos, y todos siguen sus huellas. Únicamente no está permitido hacerlos mejores que los suyos, y por eso abrigo temores respecto a Lucano. Pero yo escribo en prosa, con la que no me obsequio a mí mismo ni a los demás. Lo que el lector nos iba a leer eran unos codicilli [13] , de ese pobre Fabricio Veyento.
—¿Por qué pobre?
—Porque se le ha hecho saber que debe permanecer en Odesa y no volver a su hogar hasta nueva orden. Esta odisea le será más leve que a Ulises la suya, ya que su mujer no es ninguna Penélope. Creo inútil decirte que se ha hecho una tontería; pero aquí sólo se miran las cosas superficialmente. Se trata de un libro bastante malo y aburrido, que la gente ha empezado a leer con interés desde que su autor ha sido desterrado. Ahora se oye clamar por todas partes: «¡Qué escándalo, qué escándalo!», y es posible que Fabricio haya inventado algunas cosas; pero yo, que conozco la ciudad, a nuestros patres y a nuestras mujeres, te aseguro que todo ello resulta pálido frente a la realidad. Entretanto, cada uno se busca en el libro a sí mismo con temor, y a los demás, con fruición. En la librería de Avirno hay cien escribientes copiando al dictado el libro, cuyo éxito está ya asegurado.
—¿De tus asuntillos no habla?
—Sí, pero el autor se equivoca, porque soy a la vez peor y menos sencillo de lo que me pinta. Mira: aquí ya hace tiempo que se ha perdido la noción de lo bueno y de lo malo, y a mí mismo me parece que no existe tal diferencia, a pesar de que Séneca, Musonio y Tráseas [14] , pretenden verla. Sin embargo, he conservado una superioridad, y es que sé distinguir lo feo de lo bello, cosa que nuestro poeta Barbas de Cobre, y a la vez auriga y cantor, bailarín e histrión, no comprende.
—Sin embargo, me da lástima de Fabricio. Es un buen compañero.
—Le perdió su amor propio. Todos sospechaban de él, pero nadie estaba bien informado. Sin embargo, no fue dueño de reprimirse y reveló el secreto a todos, bajo reservas. ¿Has oído la historia de Rufino?
—No.
—Pues pasemos al frigidarium, donde nos refrescaremos, y allí te la contaré.
Pasaron al frigidarium, en el centro del cual se hallaba una fuente de color de rosa claro, que despedía perfume de violetas. Se sentaron en sendos nichos cubiertos de seda y se dispusieron a refrescar sus cuerpos.
Durante algunos minutos reinó un completo silencio. Vinicio contemplaba pensativo a un fauno de bronce que, atrayendo a una ninfa por el hombro, buscaba ansioso su boca.
—¡Éste sí que tiene razón! Es lo mejor que hay en la vida.
—Puede que sí. Pero tú, además, amas la guerra, que a mí no me atrae, porque bajo la tienda de campaña se rompen las uñas y pierden su tinte sonrosado. Además, cada cual tiene sus gustos: Barbas de Cobre [15] ama el canto, en particular el suyo, y el viejo Escauro tiene tal predilección por su vaso corintio, que por las noches lo coloca junto a su lecho y lo besa durante las horas de insomnio. Lo ha besado hasta el punto de desgastar sus bordes. Dime: ¿tú no haces versos?