I-2

2535 Palabras
—No; nunca he sido capaz de componer ni un hexámetro. —¿No tocas la lira, ni cantas? —No. —¿Ni sabes conducir un carro? —Tomé parte una vez en unas carreras en Antioquía, pero sin éxito. —Entonces estoy tranquilo. ¿A qué partido perteneces en el hipódromo? —Al de los verdes. —Ahora sí que estoy completamente tranquilo, teniendo en cuenta, además, que posees una gran fortuna, a pesar de no ser tan rico como Palas o Seneca. Porque, mira, en la actualidad está bien componer versos, tocar la lira, declamar y luchar en el circo; pero aún mejor y mucho menos peligroso resulta no hacer versos, no tocar, no cantar y no luchar en el circo. Lo mejor que se puede hacer es admirar lo que Barbas de Cobre admira. Eres un apuesto joven; así pues, corres el peligro de que Popea se enamore de ti. Pero no, posee demasiada experiencia. Quedó harta del amor de sus dos primeros maridos, y respecto al tercero, abriga otras miras, y no es precisamente de amor de lo que tratan. ¿No sabes que el necio de Otón sigue locamente enamorado de ella? Anda vagando por los riscos españoles y suspirando, hasta el punto de haber perdido sus antiguas costumbres de tal forma, que para peinarse le bastan tres horas diarias. ¿Quién hubiera podido esperar semejante cosa de Otón? —Le comprendo —dijo Vinicio—; pero en su lugar habría hecho otra cosa. —¿Puede saberse qué? —Reclutaría legiones de fieles montañeses de aquel país. Son fuertes soldados esos iberos. —¡Vinicio! ¡Vinicio! Casi me dan ganas de decirte que no te resultaría muy fácil. ¿Y sabes por qué? Pues porque tales cosas pueden hacerse, pero nunca se habla de ellas, ni siquiera condicionalmente. En cuanto a mí, si estuviera en su lugar, me reiría de Popea y de Barbas de Cobre, y formaría para mí unas legiones, no de iberos, sino de iberas, y lo más que haría sería escribir epigramas, que por cierto no leería a nadie, como hizo el pobre Rufino. —Ibas a contarme su historia. —Te la referiré en el unctuarium [16] . Pero en el unctuarium fijó Vinicio la atención en otros objetos, tales como las maravillosas esclavas que allí los aguardaban. Dos de ellas, africanas, semejantes a dos admirables estatuas de ébano, les frotaron el cuerpo con delicados perfumes de Arabia; otras, frigias, hábiles peinadoras, sostenían con sus manos, blandas y flexibles como serpientes, peines y espejos de acero bruñido, y, finalmente, dos doncellas griegas de Cos, bellas como diosas, aguardaban, en calidad de vestiplicae [17] , el momento de marcar los pliegues a las tocas de sus señores. —¡Por Júpiter Tonante! —exclamó Vinicio—. ¡Vaya una colección que tienes en tu casa! —Prefiero la calidad a la cantidad —contestó Petronio—. Toda mi familia [18] no pasa de cuatrocientas cabezas, y creo que sólo para el servicio personal los advenedizos necesitan más gente. —¡Ni el propio Barbas de Cobre posee cuerpos más hermosos! —exclamó Vinicio, en tanto que se le dilataban las aletas de la nariz. A lo que Petronio contestó con amistosa indiferencia: —Eres pariente mío, y no soy tan misántropo como Bassus ni tan intolerante como Aulo Plaucio. Al oír este nombre, Vinicio se olvidó de pronto de las esclavas de Cos, e irguiendo vivamente la cabeza, preguntó: —¿Cómo se te ha ocurrido nombrar a Aulo Plaucio? ¿Sabes que cuando me rompí la mano, en las afueras de la ciudad, pasé unos días en su casa? Plaucio pasaba en el momento de ocurrir el accidente, y al ver que sufría mucho me llevó a su casa, donde un esclavo suyo, el médico Merión, me curó. Precisamente quería hablarte de ello. —¿Por qué? ¿No te habrás enamorado por casualidad de Pomponia? Si es así, te compadezco. Ya no es joven, y para colmo, virtuosa. No puedo imaginar una combinación peor. —No estoy enamorado de Pomponia —respondió Vinicio. —¿De quién, entonces? —¡Si yo mismo supiera de quién! Pero ni siquiera conozco su nombre como es debido. En la casa la llaman Ligia, porque procede del país de los ligios; pero su nombre bárbaro es Calina. Es una extraña casa la de los Plaucio. Hay en ella muchas personas, pero es silenciosa como los bosquecillos de Subiaco. Por espacio de algunos días ignoré que habitara en ella una deidad, hasta que una vez, al amanecer, la vi bañándose en la fuente del jardín. Y te juro, por la espuma de donde brotó Venus, que los rayos del sol atravesaban su cuerpo. Creí que al salir el sol se desvanecería en la luz como se desvanece el crepúsculo matutino. Desde entonces la he visto dos veces, y he perdido la tranquilidad; no tengo otros deseos, ni quiero conocer cuanto la ciudad pueda ofrecerme; no quiero mujeres, ni oro, ni bronces corintios, ni ámbar, ni perlas, ni vino; sólo quiero a Ligia. Te lo digo sinceramente, Petronio: siento por ella una nostalgia tan grande como la que sentía ese Morfeo, representado en los mosaicos de tu tepidarium, por Pasitea durante días y noches. —Si es una esclava, cómprala. —No es una esclava. —¿Qué es, pues? ¿Alguna liberta de Plaucio? —No habiendo sido nunca esclava, no puede ser liberta. —Entonces, ¿qué es? —No lo sé; hija de un rey o algo por el estilo. —Me intrigas, Vinicio. —Si me prestas atención, pronto podré satisfacer tu curiosidad. La historia no es larga. Tú quizá conocieras personalmente a Vanio, el rey de los suevos, que, expulsado de su país, pasó largo tiempo en Roma, donde incluso adquirió cierta celebridad como jugador afortunado de dados y buen auriga. César Druso le colocó de nuevo en el trono, y Vanio, que era hombre enérgico, gobernó bien al principio y alcanzó éxitos en la guerra; más tarde se convirtió en a***e, no sólo de sus vecinos, sino de los propios suevos. En vista de esto, Vangio y Sidón, dos sobrinos suyos, hijos de Vibilio, rey de los hermanduros, decidieron obligarle a volver de nuevo a Roma… y a seguir probando fortuna con los dados. —Recuerdo; sucedió no hace mucho, en la época de Claudio. —Sí; entonces estalló la guerra. Vanio llamó en su ayuda a los yasgos, y sus queridos sobrinos llamaron a su vez a los ligios. Éstos, que habían oído hablar de las riquezas de Vanio, y acuciados por la esperanza del botín, acudieron en tal número, que el mismo César Claudio empezó a temer por la tranquilidad de sus fronteras. Claudio, como no quería intervenir en una guerra de bárbaros, escribió a Atelio Hister, que mandaba las legiones del Danubio, encargándole que vigilara de cerca el curso de las operaciones y no permitiera turbar nuestra paz. Hister exigió a los ligios que prometieran no atravesar las fronteras, y ellos no sólo accedieron a tal petición, sino que dejaron rehenes, entre los que se encontraban la esposa y la hija de su caudillo. Ya sabes que los bárbaros tienen la costumbre de llevar a la guerra a sus esposas e hijos, y precisamente Ligia es la hija de ese caudillo. —¿De dónde sabes todo eso? —Me lo contó el propio Aulo Plaucio. Los ligios no atravesaron entonces la frontera, pero esos bárbaros van y vienen como la tempestad. De igual forma desaparecieron los ligios, junto con los cuernos de buey con que adornaban sus cabezas. Derrotaron a los suevos de Vanio y a los yasgos, cayó su rey, y ellos desaparecieron con el botín, quedando los rehenes en manos de Hister. La madre de Ligia murió al poco tiempo, y no sabiendo Hister qué hacer con la niña, se la envió a Pomponio, gobernador de toda Germania. Éste, cuando terminó la guerra con los catos, regresó a Roma, donde, como sabes, Claudio permitió que celebrara el triunfo. En aquella ocasión, la doncella marchaba tras el carro del conquistador. Mas cuando acabó la ceremonia, teniendo en cuenta que no se podía considerar a los rehenes como cautivos, no sabiendo Pomponio qué hacer con ella, se la entregó a su hermana Pomponia Grecina, la mujer de Plaucio. En esa casa (donde todos, comenzando por los señores y acabando por las gallinas del corral, son virtuosos) creció Ligia hasta hacerse una jovencita, por desgracia tan virtuosa como la propia Grecina, y tan bella, que a su lado la misma Popea parecería un higo de otoño comparado con una manzana de las Hespérides. —Y ¿qué más? —Te repito que desde el momento en que vi junto a la fuente cómo los rayos del sol atravesaban su cuerpo, me enamoré de ella locamente. —¿Es, pues, tan transparente como una lamprea o una sardina recién nacida? —No bromees, Petronio. Y si te decepciona la llaneza con que te hablo, sabe que bajo atavíos brillantes pueden ocultarse heridas profundas. He de decirte también que cuando volví de Asia dormí una noche en el templo de Mopso para tener un sueño profético. Pues bien: en sueños se me apareció el propio Mopso y me predijo que, merced al amor, mi vida experimentaría un cambio profundo. —He oído decir a Plinio que no creía en los dioses, pero sí en los sueños, y quizá tenga razón. Mis bromas no me impiden pensar a veces que en realidad hay una sola divinidad, eterna, todopoderosa, creadora: Venus Genitrix. Ella une las almas, los cuerpos y las cosas. Eros hizo que el mundo surgiera del caos. Si obró bien o mal, ya es otro asunto; pero ya que lo hizo, es forzoso que reconozcamos su poder, aunque no lo bendigamos. —¡Ay, Petronio! En este mundo es más fácil encontrar un filósofo que un buen consejero. —¿Qué es lo que realmente deseas? Vinicio respondió con entusiasmo: —Deseo poseer a Ligia; deseo que mis brazos, que ahora sólo palpan el aire, puedan abrazarla y estrecharla contra mi pecho; quiero respirar con su aliento. Si fuera una esclava, daría por ella a Plaucio cien doncellas con los pies blanqueados con cal, en señal de que eran vendidas por primera vez. Quiero tenerla en mi casa hasta que mi cabeza se ponga tan blanca como la cumbre del Sorato en el invierno. —No es una esclava, pero puede considerársela como perteneciente a la familia de Plaucio, y, además, como alumna [19] , por ser huérfana. Si Plaucio quisiera, podría cedértela. —Parece, por lo visto, que no conoces a Pomponia Grecina. Además, los dos se han encariñado tanto con ella como si fuera su propia hija. —Conozco a Pomponia. Es un verdadero ciprés; si no fuera esposa de Aulo, podría servir de plañidera alquilada. Desde la muerte de Julia no se ha quitado el traje oscuro, y parece como si anduviera en vida por el prado de los asfódelos. Además, es univira [20] , y entre nuestras damas, divorciadas cuatro y cinco veces, resulta una especie de fénix. A propósito: ¿has oído decir que en el alto Egipto el fénix ha renacido de sus cenizas, cosa que ocurre una vez cada quinientos años? —Petronio, Petronio, ya hablaremos del fénix en otra ocasión. —Una cosa te voy a decir, Marco mío: conozco a Aulo Plaucio, que, aunque no apruebe mi forma de vivir, tiene por mí cierta debilidad, y quizá me aprecia más que otro porque sabe que nunca fui delator, como, por ejemplo, Domicio Afer o Tigelino y toda la cuadrilla de amigos de Ahenobarbus [21] . Sin dármelas de estoico, no me han gustado ciertos actos de Nerón que Séneca y Burro miraban haciendo como que no veían. Si crees que puedo conseguir algo de Aulo, estoy a tu disposición. —Creo que sí puedes; tienes influencia sobre él y, además, tu ingenio posee recursos inesperados. ¡Si tú quisieras hacerte cargo de la situación y hablar con Plaucio!… —Tienes un concepto muy elevado de mi influencia e ingenio; pero si sólo de eso se trata, hablaré con Plaucio tan pronto como regrese de la ciudad. —Regresó hace dos días. —Entonces vamos al triclinium [22] , donde nos espera el desayuno, y, una vez repuestas las fuerzas, nos haremos conducir a casa de Aulo Plaucio. —Siempre te he querido —exclamó efusivamente el joven—; pero ahora mandaré colocar tu estatua entre mis lares, una tan bella como ésta, y haré ofrendas ante ella. Y al hablar así se volvió hacia donde estaban las estatuas, que ocupaban toda una pared de la perfumada estancia, señalando con la mano la estatua de Petronio, que le representaba como Mercurio con el caduceo en la mano. Luego añadió: —¡Por la luz de Helios! Si el divino Alejandro se pareciese a ti, comprendería a Helena. En esta exclamación había tanta sinceridad como lisonja. Petronio, aunque de más edad y de contextura menos atlética, era más hermoso que Vinicio. Las mujeres de Roma no sólo admiraban su agudo ingenio y su buen gusto, que le habían hecho merecedor del título de Árbitro de la Elegancia, sino que también admiraban su cuerpo. Admiración que se traslucía incluso en los rostros de las doncellas de Cos, que a la sazón colocaban los pliegues de su toga. Una de ellas, llamada Eunice, que le amaba en secreto, le miraba a los ojos con sumisión y arrobamiento. Pero Petronio ni se fijó en ello, y sonriéndose recordó la frase de Séneca referente a las mujeres: Animal impudens… Y a continuación, cogiéndole por los hombros, le condujo al triclinium. En el unctuarium las dos doncellas griegas, las frigias y las dos etíopes empezaron a ordenar los vasos de perfumes; pero en aquel momento asomaron entre las cortinas del frigidarium las cabezas de los balneatores y se oyó un suave «¡psst!». A esta llamada, una de las griegas, las frigias y las dos etíopes saltaron vivamente, y en un abrir y cerrar de ojos desaparecieron detrás de la cortina. En los baños comenzaba la hora de licencia y alegría, sin que el propio inspector hiciera nada por impedirla, ya que a menudo solía tomar parte en algunas orgías. Petronio se figuraba que sucedían estas cosas; pero como hombre prudente y enemigo de castigar, fingía ignorarlo. Eunice quedó sola en el unctuarium. Durante algún tiempo escuchó las voces y risas que iban alejándose poco a poco en dirección al laconicum; luego, cogiendo el taburete incrustado en ámbar y marfil en que hacía un momento había estado sentado Petronio, lo llevó cuidadosamente junto a la estatua. El unctuarium estaba lleno de luces y colores, que se reflejaban en los mármoles que recubrían las paredes. Eunice se subió al banquillo, y al encontrarse a la altura de la estatua de Petronio abrazó su cuello, y luego, echando hacia atrás su dorada cabellera y acercando su sonrosado cuerpo al blanco mármol, oprimió extasiada con su boca los fríos labios de la estatua de Petronio.
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