II
DESPUÉS de tomar el refrigerio, los dos amigos, a la hora en que ya hacía largo rato que los simples mortales habían terminado su prandium [23] del mediodía, se echaron a dormir una corta siesta. Según Petronio, era demasiado temprano para hacer visitas.
—En verdad —dijo—, hay personas que comienzan a visitar a sus conocidos desde la salida del sol.
Esto, aunque era una antigua costumbre romana, a Petronio le parecía más bien bárbara; las horas de la tarde eran las más apropiadas, pero no antes que el sol pasase en dirección al templo de Júpiter Capitolino y comenzara a mirar oblicuamente hacia el Foro. En otoño todavía hacía calor y la gente acostumbraba dormir después de comer. Al mismo tiempo resultaba grato oír el murmullo de la fuente en el atrium [24] y, después de los mil pasos de rigor, adormecerse bajo la luz rojiza que se filtraba a través del purpúreo velarium [25] medio alzado.
A Vinicio le parecieron razonables estas palabras. Así pues, comenzaron a pasear hablando de lo que se decía en el Palatino y en la ciudad, y filosofando un poco acerca de la vida. Luego, Petronio se retiró al cubiculum [26] , pero no durmió mucho: salió al cabo de media hora, mandando que le trajesen verbena; después, aspirando su perfume, se frotó con ella las sienes y las manos.
—No puedes figurarte —dijo— cuánto refresca y reanima esto. Ahora estoy a tu disposición.
La litera hacía tiempo que les aguardaba; se sentaron en ella, y Petronio dio la orden de que los condujeran al Vicus Patricius, a casa de Aulo Plaucio.
La insula de Petronio estaba situada al sur del Palatino, cerca del barrio llamado de las Carenas [27] ; así que el camino más corto convenía tomarlo más abajo del Foro. Mas como Petronio quería detenerse en casa del joyero Idomeneo, dio la orden de que los condujeran por el Vicus Apollinis y el Foro en dirección al Vicus Sceleratus, en cuyas esquinas había numerosas tabernas de todas clases. Negros gigantescos levantaban la litera y la conducían precedidos de esclavos llamados pedisequi.
Petronio, pasados unos instantes de silencio, se llevó a la nariz las palmas de sus manos perfumadas de verbena y pareció meditar.
—Se me ocurre —dijo luego— que si tu diosa de los bosques no es esclava, podría abandonar la casa de los Plaucio y trasladarse a la tuya. La rodearías de cariño y la colmarías de riquezas, como hago yo con Crisotemis, de quien te diré, hablando entre nosotros, que estoy casi tan harto como ella lo está de mí.
Marco hizo un ademán con la cabeza.
—¿Qué te parece? —preguntó Petronio—. En el peor de los casos, el César tomaría cartas en el asunto, y puedes estar seguro de que gracias a mi influencia nuestro Barbas de Cobre estaría a tu favor.
—No conoces a Ligia —replicó Vinicio.
—Entonces, permíteme que te pregunte si la conoces tú de otra forma que no sea la simplemente visual. ¿Has hablado con ella? ¿Le has declarado tu amor?
—La vi por primera vez junto a la fuente; y después me la he encontrado dos veces. Recuerda que durante mi estancia en casa de Aulo habitaba yo en una villa aparte, destinada a los huéspedes, y como tenía rota la mano, no podía sentarme en la mesa común. Solamente la víspera del día que tenía anunciada mi partida me encontré con Ligia durante la cena; pero no pude decirle ni una palabra; tuve que escuchar a Aulo y el relato de sus victorias, obtenidas en Britania, y de la ruina de los pequeños estados de Italia, que Licinio Estolo había procurado impedir. En general, no sé si Aulo es capaz de hablar de otra cosa, y no hay medio de librarse de sus historias de guerra, a menos que se quiera oír hablar del relajamiento de las costumbres en los tiempos actuales. Tiene faisanes en sus gallineros, pero no los comen porque parten del principio de que cada faisán comido apresura el fin del poder romano. La encontré por segunda vez junto a la fuente del jardín; tenía en la mano un mimbre recién arrancado que metía y sacaba en el agua, salpicando los iris que crecían alrededor. Fíjate en mis rodillas. Por el escudo de Hércules te digo que no temblaron cuando sobre nuestros manipulos [28] caían rugientes nubes de partos; pero me temblaron junto a la fuente, y entonces, confundido como un muchacho que todavía lleva la bulla [29] al cuello, imploré compasión con los ojos, sin poder durante largo rato pronunciar una palabra.
Petronio le contempló con envidia.
—Feliz tú —dijo—. Aunque el mundo y la vida fueran peores de lo que son, siempre habrá en ellos una cosa eternamente buena: ¡la juventud!
Y, pasados unos instantes, preguntó:
—¿Y no le hablaste?
—Apenas volví en mí, le dije que había regresado de Asia, que me había dislocado el brazo al entrar en la ciudad y sufría cruelmente; pero que en el momento de abandonar tan hospitalaria casa comprendía que el sufrimiento en ella era mejor que el placer en otro sitio, y que la enfermedad allí era preferible a la salud en otra parte. Ella escuchaba mis palabras también turbada y con la cabeza inclinada, mientras que con el mimbre dibujaba algo en la arena amarillenta. Luego alzó los ojos, volvió a mirar los signos que había trazado, y tornó a mirarme como si quisiera preguntarme algo. Finalmente, huyó como una hamadríada [30] perseguida por un fauno estúpido.
—Sus ojos deben de ser preciosos.
—Son como el mar, y como en el mar, me he hundido en ellos. Puedes creerme: el archipiélago es menos azul. Poco tiempo después vino el pequeño Plaucio y quiso preguntarme algo, mas no comprendí lo que me decía.
—¡Oh, Minerva! —exclamó Petronio—. Quítale a este muchacho la venda de los ojos que le ha puesto Eros, porque, de otra forma, se romperá la cabeza contra las columnas del templo de Venus.
Y luego, dirigiéndose a Vinicio, agregó:
—¡Oh, tú, botón primaveral del árbol de la vida, primer retoño de la vid! En vez de llevarte a casa de Plaucio debería conducirte a la de Gelocio, donde hay una escuela para jóvenes inexpertos.
—¿Qué quieres decir con eso?
—¿Qué es lo que dibujó en la arena? ¿No sería el nombre de Eros, o bien un corazón atravesado por una flecha, o algo que indujera a creer que los sátiros le habían susurrado a esta ninfa, al oído, alguno de los secretos de la vida? ¿Cómo pudiste no reparar en aquellos signos?
—Me puse la toga de hombre hace más tiempo del que a ti te parece —contestó Vinicio—. Antes que el pequeño Aulo se acercase a mí, examiné cuidadosamente esos signos, porque sé que las doncellas de Grecia y Roma escriben en la arena la confesión que sus labios no se atreven a pronunciar. Pues bien: adivina lo que dibujó.
—Si no se trata de lo que supongo, no adivinaré.
—Un pez.
—¿Cómo dices?
—Digo que un pez. Acaso quiso darme a entender que por sus venas corre fría la sangre. No lo sé. Pero tú, que antes me llamabas botón primaveral del árbol de la vida, seguramente comprenderás mejor que yo el significado de ese emblema.
—Pero, carissime, una cosa así pregúntasela a Plinio; él entiende de peces. Si el viejo Apicio viviera todavía, quizá podría decirte algo al respecto, pues durante toda su vida comió más pescado del que cabe en el golfo napolitano.
Aquí se interrumpió la conversación. Entraban en calles de mucho movimiento, y les molestaba el ruido de la gente. Por el Vicus Apollinis torcieron hacia el Forum Romanum, donde con el buen tiempo se agrupaban los ociosos, antes de la puesta del sol, para pasearse entre las columnas, dar y recoger noticias, ver desfilar las literas con personajes notables y, finalmente, contemplar las joyerías, las librerías, las tiendas donde se cambiaba moneda, las tiendas de sedas, de bronces y otras muchas que llenaban las casas en la parte del mercado situada frente al Capitolio.
La mitad del Foro que se hallaba debajo de la roca del Capitolio estaba ya inundada por la sombra; pero las columnas de los templos que se elevaban a mayor altura parecían de oro en el cielo brillante y azul. Las que se alzaban a nivel más bajo proyectaban su prolongada sombra sobre el marmóreo pavimento. Tan poblado se hallaba de ellas aquel sitio, que la vista se perdía como a través de un bosque. Los edificios y las columnas parecían estar realmente hacinados; éstas se escalonaban unas sobre otras, se extendían a la derecha y a la izquierda, se arrimaban a las murallas del palacio, y unas junto a otras parecían blancos y dorados troncos de árboles. En sus capiteles se abrían las hojas del acanto, se enroscaba el cuerno jónico o se hallaba el sencillo rectángulo dórico. Sobre aquel bosque de columnas brillaban triglifos de colores; desde los tímpanos se asomaban las estatuas de los dioses, y en los ápices dorados cuadrigas aladas parecían querer emprender el vuelo, a través del espacio, por la bóveda azul que se extendía serena sobre aquella ciudad cuajada de templos.
Por el centro y por los lados del mercado fluía un río humano. Unos grupos se paseaban bajo los arcos de la basílica de Julio César; otros permanecían sentados en las gradas de Cástor y Pólux o daban vueltas alrededor del templo de Vesta, como enjambres multicolores de mariposas o escarabajos ante un enorme fondo de mármol.
En lo alto, por las extensas galerías laterales del templo consagrado a Jovi Optimo Máximo, afluían nuevas oleadas de gente; ante las rostra [31] se oían algunos oradores improvisados; aquí y allá se escuchaba el vocear de los vendedores de frutas, de vino o agua mezclada con zumo de higos; a los embaucadores, recetando medicinas maravillosas; a los adivinos, descubridores de ocultos tesoros, y a los intérpretes de sueños.
Por todas partes, mezclados con el rumor de las conversaciones y de los gritos, sonaban los sistros, los sacabuches egipcios y las flautas griegas. Se veían enfermos, devotos y desgraciados que llevaban ofrendas a los templos. En medio de la multitud, sobre la piedra del pavimento, se agrupaban, ávidas de los granos que les arrojaban, bandadas de palomas, semejando manchas oscuras de variados colores, que tan pronto levantaban el vuelo con ruidoso batir de alas, como venían a posarse en los claros que la muchedumbre dejaba libres en el suelo.
De cuando en cuando se abrían paso entre la multitud las literas, en cuyo interior se veían mujeres con rostros llenos de afectación, senadores o patricios de rasgos ajados por la vida licenciosa. La multitud políglota repetía en voz alta sus nombres, añadiendo burlas, motes o alabanzas. De cuando en cuando, con paso mesurado, atravesaban los heterogéneos grupos patrullas de soldados o guardias encargados de mantener el orden en las calles. Por todas partes se oía hablar griego tanto como latín.
Vinicio, ausente de Roma durante mucho tiempo, contemplaba con cierta curiosidad aquel enjambre humano y aquel Forum Romanum, que a la vez que dominaba a la gente se veía invadido por ella Petronio, que había adivinado los pensamientos de su acompañante, lo calificó de nido de quirites sin quirites [32] . En realidad, el elemento local pasaba casi inadvertido entre aquella masa de hombres compuesta de todas las razas y naciones. Allí se veían etíopes, gigantes rubios procedentes del lejano Norte, britanos, galos y germanos; habitantes de Sericum, de ojos rasgados; hombres del Éufrates y del Indo, con las barbas teñidas de color ladrillo; sirios de las márgenes del Orontes, de ojos negros y de dulce mirar; habitantes de los desiertos de Arabia, secos como huesos; judíos de pecho hundido, egipcios con su eterna e indiferente sonrisa en los labios, numidios y africanos, griegos de la Hélade que, junto con los romanos, eran los dueños de la ciudad, donde imperaban por su sabiduría, su arte, su inteligencia y sus engaños; griegos de las islas, del Asia Menor, de Egipto, de Italia y de la Galia narbonense.
Entre la muchedumbre de esclavos de orejas agujereadas no faltaba gente libre y desocupada a la que el César divertía, mantenía e incluso vestía, forasteros libres atraídos a la gran urbe por la vida fácil y por la esperanza de hacer fortuna.