Pero en el mes de octubre, cuando París ya empezaba a helarse, empecé a advertir la habitual
presencia entre el público de un rostro extraño que, invariablemente, me distraía. A veces, aquel rostro
me hacía casi olvidar lo que estaba haciendo. Y luego desaparecía como si fuese producto de mi
imaginación. Debía llevar quince días viéndole aparecer y desaparecer cuando al fin mencioné el asunto
a Nicolás.
Me sentí un estúpido y me costó encontrar las palabras adecuadas:
—Ahí fuera hay alguien que me observa —dije.
—Todo el mundo lo hace —respondió Nicolás—. Es lo que querías, ¿no?
Esa noche, Nicolás se sentía un poco triste y en su respuesta había cierta acritud.
Un rato antes, mientras preparaba el fuego, me había comentado que nunca haría gran cosa con el
violín. Pese a su buen oído y a su dominio del instrumento, era demasiado lo que ignoraba. En cambio,
estaba seguro de que yo sería un gran actor. Le dije que todo eso eran tonterías, pero sus palabras
fueron como una sombra que cubriera mi alma, pues recordé a mi madre diciéndome que ya era
demasiado tarde para Nicolás.
—Yo quiero ser un gran violinista, pero me temo que nunca lo conseguiré. Mientras estábamos en el
pueblo, al menos podía imaginar que lo iba a ser.
—¡No puedes darte por vencido! —exclamé.
—Lestat, déjame ser franco contigo —replicó él—. Para ti, las cosas son fáciles. Cuanto te marcas
algún objetivo, siempre lo consigues. Sé lo que piensas de esos años que pasaste en tu casa, sintiéndote
tan mal. Pero incluso entonces, si te proponías algo, lo alcanzabas. Y partimos hacia París el día preciso
que tú decidiste.
—No te arrepentirás de haber venido, ¿verdad? —inquirí.
—Claro que no. Sólo quiero decir que tú crees posibles cosas que no lo son... Al menos, para el resto
de nosotros. Como matar lobos...
Un escalofrío me recorrió cuando pronunció aquellas palabras. Y, por alguna razón, pensé de nuevo
en aquel rostro misterioso del público, aquel que me observaba. Tenía algo que ver con los lobos. Algo
que ver con los sentimientos que Nicolás estaba expresando. No tenía sentido. Traté de quitármelo de la
cabeza.
—Si hubieses decidido tocar el violín, probablemente ya estarías tocando en la Corte —añadió.
—Nicolás, hablar así sólo te perjudica —dije en un susurro—. No se puede hacer otra cosa que
intentar conseguir lo que uno quiere. Ya sabías que tenías los números en contra cuando te lanzaste. No
hay nada más..., excepto...
—Ya sé —me interrumpió con una sonrisa—. Excepto el vacío. La muerte.
—Sí. Lo único que puede hacer uno es darle sentido a su vida, hacerla buena...
—¡Oh, no me vengas otra vez con la bondad! Tú y tu mal de mortalidad. ¡Tú y tu mal de bondad! —
Hasta entonces, Nicolás había mantenido la mirada en el fuego; ahora la volvió hacia mí con una
expresión deliberadamente irónica—. Somos un grupo de actores y artistas que ni siquiera pueden recibir
sepultura en tierra sagrada. Somos proscritos.
—¡Cielos!, si pudieras aceptar por un instante —insistí— que hacemos el bien cuando conseguimos
que otros olviden sus preocupaciones, cuando les hacemos olvidar por unos instantes que...
—¿Qué? ¿Que van a morir? —Lanzó una sonrisa especialmente maliciosa y añadió—: Lestat,
pensaba que todo eso cambiaría cuando estuviéramos en París.
—Fue una tontería por tu parte pensarlo, Nicolás —respondí. Ahora me estaba irritando—. Yo hago el
bien en el Boulevard du Temple. Lo noto...
Me detuve a media frase, porque volví a ver el rostro misterioso, y me embargó una sensación
lóbrega, una especie de presagio. Sin embargo, lo más extraño era que aquel rostro alarmante estaba
casi siempre sonriendo. Sí, sonriendo..., disfrutando...
—Lestat, te quiero —afirmó Nicolás con aire grave—. Te quiero como he querido a pocas personas en
mi vida, pero te aseguro que eres un loco con todas esas ideas sobre la bondad.
Me eché a reír.
—Nicolás —repliqué—, yo puedo vivir sin Dios. Incluso puedo hacerme a la idea de que no existe
ninguna vida futura. Pero no estoy seguro de que pueda seguir adelante si no creo en la posibilidad de la
bondad. Por una vez, en lugar de burlarte de mí, ¿por qué no me dices en qué crees tú?
—En mi opinión —dijo entonces—, existen la fuerza y la debilidad. Y en el arte, están el bueno y el
malo. Eso es en lo que creo. De momento estamos limitados a hacer un arte bastante malo, y que, desde
luego, ¡no tiene nada que ver con la bondad!
«Nuestra conversación» podría haberse convertido en una pelea a gran escala en aquel instante si yo
hubiera soltado todo lo que tenía en la cabeza acerca de la ostentación burguesa, pues estaba
convencido de que nuestra obra en Renaud era, en muchos aspectos, mejor que cuanto se ofrecía en los
grandes teatros. Sólo la presentación era menos ostentosa. ¿Por qué era incapaz de olvidarse del
envoltorio un caballero burgués? ¿Cómo se le podía hacer ver algo más que la superficie de las cosas?
Inspiré profundamente.
—Si existe la bondad —continuó—, yo soy lo opuesto a ella. Soy malo y me recreo en ello. Me burlo
de la bondad. Y, por si no lo sabías, no toco el violín para que los idiotas que acuden al local de Renaud
se lo pasen bien. Toco para mí, para Nicolás.
No quise escuchar nada más. Era hora de acostarse. Sin embargo, yo estaba dolido por aquella
conversación y él se dio cuenta; cuando empecé a quitarme las botas, se levantó de la silla y vino a
sentarse a mi lado.
—Lo siento —dijo con la voz muy quebrada. Su actitud había cambiado tanto respecto a unos
momentos antes, que alcé los ojos hacia él y le vi tan apesadumbrado y abatido que no pude evitar
pasarle el brazo por los hombros y decirle que no debía preocuparse más por ello.
—Tú posees un resplandor, Lestat, que atrae hacia ti a todo el mundo. Lo posees incluso cuando
estás enfadado, o desanimado...
—Poesía —le corté—. Los dos estamos cansados.
—No, es cierto —insistió él—. Hay en ti una luz que resulta casi cegadora. En cambio, en mí sólo hay
oscuridad. A veces pienso que es como la oscuridad que te invadió aquella noche en la posada, cuando
te pusiste a gritar y a temblar. Estabas tan impotente, tan poco preparado para ello... Yo trato de alejar de
ti la oscuridad porque necesito tu luz. La necesito desesperadamente, pero tú no necesitas la oscuridad.
—El loco eres tú —repliqué—. Si pudieras verte, escuchar tu propia voz, tu música, que, por supuesto,
tocas para ti, no verías oscuridad, Nicolás. Verías una luminosidad que te es propia. Mortecina, sí, pero la
luz y la belleza se conjunta en ti en un millar de formas distintas.
La noche siguiente, la actuación salió especialmente bien. El público, activo y bullicioso, nos inspiró
algunas improvisaciones con éxito. Realicé unos nuevos pasos de baile que, por alguna razón, nunca
habían parecido interesantes en los ensayos, pero que tuvieron un resultado milagroso en el escenario. Y
Nicolás estuvo extraordinario en el violín, tocando una de sus propias composiciones.
Pero hacia el final de la representación divisé nuevamente el rostro misterioso. Esta vez me sobresalté
como nunca y estuve a punto de perder el ritmo de la canción. De hecho, por un instante me pareció que
la cabeza me daba vueltas.
Cuando Nicolás y yo estuvimos a solas, sentí una imperiosa necesidad de hablarle de aquello, de la
extraña sensación de haber caído dormido en el escenario y de haber estado soñando.
Nos sentamos juntos cerca del fuego, con el vino sobre una de las tapas de un pequeño tonel; a la luz
de las llamas, Nicolás parecía tan abatido y cansado como la noche anterior.
No quería molestarle, pero no podía olvidar el enigmático rostro.
—Bueno, ¿qué aspecto tiene? —preguntó Nicolás mientras se calentaba las manos. Y por encima del
hombro pude ver al otro lado de la ventana una ciudad de tejados cubiertos de nieve que me hizo sentir
más frío. Aquella conversación no me agradaba.
—Eso es lo peor de todo —respondí—. Lo único que veo es un rostro. Debe llevar algo n***o, una
capa o incluso una capucha. Más que nada, lo que ese rostro me recuerda es una máscara, muy blanca y
extrañamente nítida. Me refiero a que las líneas de sus facciones son tan marcadas que parecen
repasadas con maquillaje n***o. Lo veo por un momento. Despide un auténtico resplandor. Luego vuelvo
a mirar, y no encuentro a nadie. Sin embargo, exagero al explicarlo. Todo resulta mucho más sutil: su
aspecto y...
La descripción que estaba haciendo pareció trastornar a Nicolás tanto como me había afectado a mí.
No dijo nada, pero su rostro se relajó ligeramente, como si olvidara su pesadumbre.
—Bueno, no quiero darte esperanzas sin razón —comentó al fin. Ahora se mostraba muy amable y
sincero—, pero tal vez sea una máscara de verdad lo que ves. Y quizá se trate de alguien de la Comedie
Française que acude a verte actuar.
Sacudí la cabeza en gesto de negativa y repliqué:
—Ojalá, pero nadie se pondría una máscara como ésa. Y te diré otra cosa además.
Nicolás esperó, pero pude apreciar que le estaba transmitiendo parte de mi aprensión. Alargó el
brazo, agarró la botella de vino por el cuello y sirvió un trago en mi vaso.
—Sea quien sea —le confié—, sabe lo de los lobos.
—¿Qué?
—Que conoce el asunto de los lobos. —No estaba seguro de mí mismo. Era como explicar un sueño
que ya casi había olvidado—. Sabe de mi encuentro con las alimañas, allá en el pueblo. Y sabe que la
capa que llevo está forrada con sus pieles.
—¿De qué estás hablando? ¿Acaso has hablado con él?
—No, estoy seguro de ello y basta —respondí. Todo aquello me resultaba muy confuso. Volví a
experimentar aquella sensación de que la cabeza me daba vueltas—. Eso es lo que estoy tratando de
decirte. Nunca he hablado con él, nunca he estado cerca de él. Pero lo sabe.
—¡Ah, Lestat! —exclamó Nicolás, recostándose hacia atrás en el banco junto al fuego mientras me
dirigía la sonrisa más cariñosa—. Dentro de poco empezarás a ver fantasmas. Tienes la imaginación más
desbordante que he visto nunca.
—Los fantasmas no existen —respondí en voz baja. Miré el pequeño fuego y fruncí el entrecejo. Dejé
caer unos pedazos de carbón sobre las brasas.
Nicolás dejó a un lado cualquier muestra de humor.
—¿Cómo diablos iba a conocer nada de los lobos? ¿Y cómo es que tú...?
—Ya te lo he dicho, no lo sé —respondí. Permanecí sentado, pensativo y sin hablar, disgustado tal
vez ante lo ridículo que parecía todo.
Y entonces, mientras seguíamos sentados muy juntos y en silencio, con el fuego como única fuente
de sonidos o movimientos en toda la estancia, me vino a la mente el nombre Matalobos con la misma
claridad con que lo habría percibido si alguien lo hubiera pronunciado.
Pero no lo había hecho nadie.
Miré a Nicolás, dolorosamente consciente yo de que sus labios no se habían movido, y creo que hasta
la última gota de sangre se escurrió de mi rostro. Lo que percibí no fue la amenaza de muerte que me
había atenazado tantas otras noches, sino una emoción que me resultaba realmente ajena: el miedo.
Aún seguía allí sentado, demasiado inseguro de mí mismo para decir nada, cuando Nicolás me besó.
—Vamos a acostarnos —dijo suavemente.
luvia de primavera. Lluvia de luz que saturaba cada hoja nueva de los árboles de la calle y
cada adoquín del pavimento, cortinas de lluvia como hilillos de luz entre la vacía oscuridad.
Y el baile del Palais Royal.
El rey y la reina estaban presentes, bailando con el pueblo. ¿Los rumores de intrigas en las sombras?
¿A quién le importan? Los reinos se alzan y caen. Que no se quemen los cuadros del Louvre, eso es lo
importante.
De nuevo, perdido en un mar de mortales; facciones frescas y mejillas sonrosadas. Montículos de
cabello empolvado coronando las cabezas femeninas con toda clase de estrambóticos tocados, incluso
minúsculas naves de tres palos, arbolillos o pequeñas aves. Paisajes de perlas y cintas. Hombres de
amplios torsos como gallos, vestidos con levitas de satén como alas emplumadas. Los diamantes me
causaban dolor de ojos.
Las voces rozaban en ocasiones mi piel, las risas eran el eco de una carcajada impía. Coronas de
velas cegadoras, la espuma de la música lamiendo las paredes.
Ráfagas de lluvia por las puertas abiertas.
Olores humanos avivando sutilmente mi hambre, mi sed. Hombros blancos, cuellos de marfil, potentes
corazones latiendo con ese ritmo eterno, tantos matices en aquellos pequeños cuerpos desnudos ocultos
bajo los ricos trajes, salvajes contenidos bajo una faja de panilla, bajo incrustaciones de bordado, con los
pies doloridos sobre los altos tacones y mascarillas como costras ante sus ojos.
El aire sale de un cuerpo y es aspirado por otro. La música, ¿no va pasando de oreja a oreja, como
dice la vieja expresión? Respiramos la luz, respiramos la música, respiramos el momento en que pasa a
través de nosotros.
De vez en cuando, unos ojos se fijaban en mí con un aire de vaga expectación. Mi piel lechosa les
detenía por un instante, pero, ¿qué era aquello, cuando había quien se sometía a sangrías para
conservar tan delicada palidez? (Permitidme sosteneros la jofaina y apurar luego su contenido.) Y mis
ojos, ¿qué eran en aquel mar de piedras preciosas de imitación?
Con todo, los susurros se deslizaban a mi alrededor. Y aquellos aromas... ¡ah, no había dos iguales! Y
con la misma claridad que si lo anunciaran en voz alta, me llegaban aquí y allá la invitación de algún
mortal al intuir lo que era, y la lujuria.
En algún antiguo lenguaje, daban la bienvenida a la muerte; ansiaban la muerte mientras ésta
deambulaba por la sala. ¿Era posible que supieran el secreto? Naturalmente que no. ¡Y yo tampoco lo
sabía! ¡Aquello era lo absolutamente espantoso! ¿Y quién era yo para soportar aquel secreto, para
anhelar de aquel modo proclamarlo, para querer tomar aquella mujer esbelta y chuparle la sangre de la
carne rolliza de su pecho, macizo y redon.
La música, una música humana, continuó sonando. Por un instante, los colores de la sala flamearon
como si la escena se fundiera. La sensación de hambre se agudizó. Ya no era sólo una idea. Las venas
me latían. Alguien iba a morir. Alguien sería desangrado en un abrir y cerrar de ojos. O en un abrir y
cerrar de colmillos. No pude soportar pensar en ello, saber que iba a suceder, ver los dedos en la
garganta, palpando la sangre de las venas, notando cómo cedía la carne. ¡Así, dámela! ¿Dónde? Éste es
mi cuerpo, ésta es mi sangre.
Lanza tu poder como la lengua de un reptil, Lestat, para capturar el corazón más conveniente con un
movimiento rápido y certero.
Brazos rollizos, maduros para ser exprimidos, rostros de hombres cuya barba bien rasurada casi
resplandece, músculos debatiéndose bajo mis dedos... ¡No tenéis la menor posibilidad!
Y de pronto, debajo de aquella química divina, de aquella panorámica de la negación de la
putrefacción, ¡vi los huesos!
Los cráneos bajo las ridículas pelucas, dos cuencas mirando con disimulo tras un abanico abierto.
Una sala de esqueletos bamboleantes que sólo aguardaban al tañido de la campana. Era una visión
idéntica a la que había tenido el público del local de Renaud la noche en que puse en práctica esos
trucos que tanto pánico produjeron. Ahora, aquel mismo terror podía ser infligido a todos los ocupantes
del gran salón.
Tenía que salir de allí. Había cometido un terrible error de cálculo: aquello era la muerte, pero aún
podía apartarme de ella si conseguía salir de allí. Sin embargo, me hallaba enmarañado en una red de
seres humanos como si aquel monstruoso lugar fuera una trampa para un vampiro. No debía apresurar
mis movimientos, o, de lo contrario, provocaría el pánico en el baile. Por ello, me abrí paso con toda la
calma posible, hacia las puertas principales.
Y allí, apoyado contra la pared más alejada de mí como un telón de fondo de satén y filigrana, como
un producto de mi imaginación, distinguí por el rabillo del ojo la presencia de Armand.
Armand.
Si me dirigió alguna llamada sin palabras, no la capté. Si hubo algún saludo, no me apercibí de ello.
Armand se limitaba simplemente a mirarme. Su apariencia era la de una criatura radiante de joyas y de
encajes bordados con festones. Para mí fue como una Cenicienta descubierta en el baile, como una Bella
Durmiente que abriera los ojos bajo un lío de telarañas y las apartara con un gesto de su mano cálida. La
intensidad de su belleza hecha carne me hizo soltar un jadeo.
Sí, lucía una indumentaria perfecta de mortal, y, no obstante, su aspecto era aún más sobrenatural; su
rostro era demasiado deslumbrante, sus ojos oscuros resultaban insondables, y, durante una fracción de
segundo, destellaron como si fueran dos ventanas asomadas al fuego del infierno. Y cuando me llegó su
voz, ésta era grave y casi burlona, obligándome a concentrarme para entenderla: «Llevas toda la noche
buscándome» dijo. «Pues bien, aquí estoy aguardándote. Llevo esperándote toda la velada.»
Creo que en aquel instante, paralizado e incapaz de apartar la mirada de él, me di cuenta de que en
todos mis años de vagar por esta Tierra no volvería a te.