—Provengo de una familia de salvajes asesinos —mentí—. Son capaces de
seguirte hasta los confines de la Tierra si averiguan que me has traído aquí;
arrasarán tus castillos, te cortarán por la mitad, te arrancarán la lengua y tus
partes pudendas, las envolverán en terciopelo y las enviarán a tu soberano. Anda,
cálmate.
—Eres un demonio astuto y deslenguado —replicó el inglés—; pareces un
ángel y te expresas como un mozo de taberna con esa voz dulce y viril.
—Ese soy yo —dije alegremente.
Me levanté, me vestí apresuradamente, rogándole que no me matara todavía,
puesto que regresaría tan pronto como pudiera, ya que sólo anhelaba estar con él.
Luego le besé y me dirigí hacia la puerta.
El inglés permaneció sentado en el lecho, sin soltar la daga, con su pelirroja
pelambrera, la barba y los hombros cubiertos de plumas. Ofrecía un aspecto muy
peligroso.
Yo había perdido la cuenta de las noches que había estado ausente.
No hallé ninguna iglesia abierta. No deseaba compañía.
Estaba oscuro y hacía frío. Había sonado el toque de queda. Por supuesto, el
invierno veneciano me parecía templado en comparación con las tierras nevadas
del norte, donde yo había nacido; pero era un invierno húmedo y opresivo, y
aunque la brisa limpiaba y purificaba la ciudad, ésta me pareció inhóspita e
insólitamente silenciosa. El ilimitado firmamento se desvanecía debajo de una
gruesa capa de niebla. Las piedras de los edificios estaban heladas.
Me senté en unos escalones junto a un canal, sin importarme que estuvieran
empapados, y rompí a llorar. ¿Qué había aprendido de aquella experiencia?
Me sentía como un sofisticado hombre de mundo debido a la esmerada
educación que había recibido. Sin embargo, no me había aportado ningún calor,
un calor duradero y reconfortante; la soledad que experimentaba era peor que el
sentimiento de culpa, que la sensación de estar condenado.
La soledad había venido a suplantar esa vieja sensación. Yo la temía, pues
estaba completamente solo. Sentado en aquellos escalones, contemplando un
pequeño fragmento de cielo n***o y unas pocas estrellas que se deslizaban sobre
los tejados de las casas, presentí lo terrible que sería perder simultáneamente a
mi maestro y mi sentimiento de culpabilidad, ser expulsado por aquél a un universo donde nadie se molestaría en amarme ni condenarme, sentirme perdido
e ir dando tumbos por el mundo con la única compañía de seres humanos, esos
jóvenes y esas muchachas, el aristócrata inglés y su daga, incluso mi estimada
Bianca.
Por fin me dirigí a casa de ésta. Me oculté debajo del lecho, como había
hecho en otras ocasiones, y me negué a salir.
Bianca había convidado a su casa a un numeroso grupo de ingleses, pero por
fortuna no a mi amante pelirrojo, quien sin duda seguía vagando por la
habitación entre un montón de plumas. «Bien —pensé—, si el encantador conde
de Harlech se presenta aquí, no creo que se arriesgue a hacer el ridículo delante
de sus compatriotas.» Al cabo de un rato apareció Bianca, bellísima, con un
favorecedor traje violeta y un collar de perlas que debía de costar una fortuna. Se
arrodilló junto al lecho y acercó su cabeza a la mía.
—¿Qué ocurre, Amadeo?
Yo nunca había solicitado sus favores. Que yo supiera, nadie se habría
atrevido a hacerlo. Pero en aquellos momentos era un adolescente desesperado y
nada me pareció más oportuno que arrojarme sobre ella.
Salí de debajo de su lecho, me dirigí a la puerta y eché el cerrojo, para que
las voces y risas de los convidados no nos turbaran.
Cuando me volví, vi a Blanca arrodillada en el suelo, mirándome con el
entrecejo fruncido y sus labios dulces como un melocotón entreabiertos en un
gesto de perplejidad que me pareció encantador. Sentí deseos de aplastarla con
mi pasión, pero no con violencia, por supuesto, confiando en que más tarde
volvería a ser la de siempre, como si pudiera recomponerse un hermoso jarrón
hecho añicos y restituirle un esplendor aún más extraordinario que antes.
La levanté por las axilas y la arrojé sobre el lecho. Era un lecho
impresionante, en el que, según decían, dormía sola. El cabecero estaba
decorado con unos majestuosos cisnes dorados, y en el dosel de madera
aparecían pintadas unas ninfas danzando. Las cortinas eran de oro tejido y
transparente. No tenía un aspecto invernal, como el lecho de terciopelo rojo de
mi maestro.
Me incliné sobre ella y la besé, enloquecido por sus bonitos y astutos ojos
que me observaban con frialdad. La sujeté por las muñecas y luego, tras cruzar
su muñeca izquierda sobre la derecha, sostuve sus manos con una de las mías
mientras le desgarraba el vestido. Lo desgarré con tal b********d que los botones
de madreperla cayeron al suelo. Acto seguido le abrí el corpino, debajo del cual
llevaba un elegante corsé ribeteado de encaje, que rasgué por la mitad como si fuera de papel.
Bianca tenía los pechos pequeños y deliciosos, demasiado delicados y
juveniles para el prostíbulo donde la voluptuosidad estaba a la orden del día. No
obstante, deseé magrearlos a mi antojo. Tarareé la estrofa de una canción en su
oído. Ella suspiró. Entonces me arrojé sobre ella, sin soltarle las muñecas, y le
chupé los pezones con fuerza, uno tras otro. A continuación me aparté y le
propiné unos cachetes en los pechos con suavidad, de izquierda a derecha, hasta
que adquirieron un tono rosáceo.
Bianca tenía la cara encendida y seguía mirándome con el ceño arrugado, un
gesto que apenas alteraba la tersura de su pálida frente.
Sus ojos parecían dos ópalos, y aunque pestañeó lentamente, casi como si
estuviera adormilada, no movió un músculo.
Yo concluí mi labor sobre sus frágiles ropas. Le arranqué los volantes de la
falda y, al quitársela, comprobé que estaba espléndidamente desnuda, tal como
había supuesto. En realidad yo no tenía ni idea de lo que una mujer respetable
llevaba debajo de la falda. Pero Bianca sólo mostraba un pequeño y dorado nido
de vello púbico, el cual realzaba un vientre levemente redondeado y la humedad
que tenía entre las piernas.
Enseguida me di cuenta de que yo le gustaba. No estaba indefensa. Al
contemplar el reluciente vello entre sus piernas, me volví loco. La penetré con
furia, asombrado de lo poco usada que parecía estar, como si hubiera tenido
pocas experiencias carnales. Bianca emitió un pequeño grito de dolor.
Me empleé a fondo, deleitándome con su timidez. Me apoyé sobre el brazo
derecho para no descargar todo mi peso sobre ella, pues no quería soltarle las
muñecas. Ella se agitó y retorció hasta que su cabello dorado se soltó del tocado
de perlas y cintas que lo sujetaba y se desparramó sobre la almohada. Tenía la
piel húmeda, rosada y reluciente, como la curva interna de una concha de gran
tamaño.
Al fin no pude contenerme más y, en el momento en que eyaculé, ella emitió
un último y prolongado suspiro. Ambos nos mecimos abrazados. Bianca tenía
los ojos cerrados y el rostro congestionado, como si hubiera sufrido un síncope,
y sacudía la cabeza sin cesar. Al cabo de unos segundos, su cuerpo se relajó.
Yo me tendí a su lado y me cubrí el rostro con las manos, como si temiera
que me fueran a abofetear.
Bianca se echó a reír como una niña e, inopinadamente, me golpeó en los
brazos, pero de forma cariñosa. Yo fingí ponerme a llorar de vergüenza.
—¡Has destrozado mi maravilloso vestido! ¡Eres un sátiro, un vil conquistador! ¡Un niño precoz!
De pronto noté que se levantaba del lecho y oí que se vestía al tiempo que
canturreaba alegremente.
—¿Qué pensará tu maestro de esta aventura, Amadeo? —inquirió Bianca.
Yo aparté los brazos de la cara y miré hacia el lugar donde sonaba su voz.
Bianca se vistió detrás de un elegante biombo pintado, un regalo de París, según
creo recordar, de uno de sus poetas franceses favoritos. Al poco rato apareció tan
espléndida como antes, con un vestido verde manzana bordado con flores
silvestres. Parecía la viva imagen de un jardín sembrado de florecitas amarillas y
rosas bordadas con esmero en el corpino y la larga falda de tafetán.
—¿Qué dirá el gran maestro cuando averigüe que su joven amante es un
auténtico dios de los bosques?
—¿Amante? —pregunté asombrado.
Bianca me miró con gran dulzura. Luego se sentó y empezó a trenzar de
nuevo su larga y alborotada cabellera. No llevaba pinturas y su semblante
aparecía intacto, sin mostrar la menor huella de nuestros juegos; el cabello le
caía sobre los hombros, enmarcando su rostro como una magnífica capucha
dorada. Tenía la frente lisa y despejada.
—Pareces creada por Botticelli —murmuré.
Yo se lo decía con frecuencia, pues lo cierto es que Bianca parecía una de sus
bellezas. Todo el mundo opinaba como yo, y sus amigos le regalaban de vez en
cuando unas pequeñas copias de los célebres cuadros florentinos del pintor.
Reflexioné sobre ello, pensé en Venecia y en este mundo en el que yo vivía.
Pensé en ella, una cortesana, recibiendo esas pinturas a un tiempo castas y
lascivas como si fuera una santa.
Evoqué unos ecos de los antiguos mundos sobre los que me habían hablado
hacía mucho, cuando me arrodillé en presencia de una belleza vieja y
deteriorada, y creí que yo me hallaba en el pináculo, que debía tomar el pincel y
pintar única y exclusivamente «aquello que representaba el universo de Dios».
No había ningún tumulto en mi interior, sólo una mezcla de corrientes,
cuando la observé mientras se peinaba, enlazando las hermosas hileras de perlas
entre su cabello, y las cintas de color verde pálido bordadas con las mismas
florecillas que decoraban su vestido. Tenía los pechos sonrosados, semicubiertos
debajo del ceñido corpino. Sentí deseos de desgarrarlo de nuevo.
—Mi dulce Bianca, ¿qué te hace pensar que soy el amante del maestro?
—Todo el mundo lo sabe —murmuró ella—. Eres su favorito. ¿Crees que le
has enojado?
—¡Ojalá pudiera! —respondí, incorporándome—. No conoces a mi maestro.
Nada es capaz de hacerle levantar la mano contra mí. Ni siquiera levantar la voz.
Me envió a aprender ciertas cosas, a averiguar lo que saben los hombres.
Bianca sonrió y movió la cabeza para indicarme que lo comprendía.
—De modo que viniste a mi casa y te ocultaste debajo del lecho —dijo.
—Estaba triste.
—Estoy convencida de ello. Duerme un rato, y cuando yo regrese, si aún
estás aquí, te daré calor. Supongo, mi joven y revoltoso amigo, que no necesito
advertirte que jamás debes contar a nadie lo que ha ocurrido aquí —concluyó
Bianca, inclinándose para besarme.
—No, perla mía, hermosa mía, no es necesario que me lo adviertas. Ni
siquiera se lo contaré a él.
Bianca se levantó y recogió las perlas rotas y las cintas arrugadas, los restos
de la violación. Luego alisó la colcha. Estaba tan bella como un cisne humano,
más aún que los cisnes dorados que adornaban su lecho semejante a una
góndola.
—Tu maestro lo averiguará —anunció—. Es un excelente mago.
—¿Acaso le temes? Me refiero en términos generales, no debido a lo que ha
ocurrido entre nosotros.
—No —contestó Bianca—. ¿Por qué había de temerlo? Todo el mundo sabe
que conviene no enojarle, ni ofenderle, ni interrumpir su soledad, ni hacerle
preguntas, pero no es temor. ¿Por qué lloras, Amadeo? ¿Qué ocurre?
—No lo sé, Bianca.
—Yo te lo diré —repuso ella—. Él se ha convertido en todo tu universo,
como sólo puede hacerlo un gran hombre como él. Te has alejado de ese
universo y ansías regresar a él. Es lógico que un hombre como tu maestro lo
represente todo para ti, que su sabia voz se convierta en la norma según la cual
lo mides todo. Todo cuanto reside más allá de él no tiene valor alguno porque él
no lo ve, no proclama su valor. Por tanto, no tienes más remedio que dejar los
desechos que se hallan fuera de su luz y regresar a él. Vete a casa.
Bianca salió de la habitación y cerró la puerta. Yo volví a tumbarme y me
quedé dormido, pues no deseaba regresar a casa.
A la mañana siguiente, desayuné con Bianca y pasé todo el día con ella.
Desde que le había hecho el amor me sentía subyugado por aquella radiante
mujer. Por más que ella hablara del maestro yo la contemplaba arrobado en aquel
ambiente impregnado de su fragancia, rodeado por sus efectos personales e
íntimos.
Nunca olvidaré a Bianca. Jamás.
Le hablé, como es posible hacer con una cortesana, sobre los burdeles que
había visitado. Quizá los recuerdo con detalle porque le hablé sobre ellos. Me
expresé con delicadeza, por supuesto, pero se lo expliqué todo. Le dije que mi
maestro deseaba que yo aprendiera todo cuanto pudieran enseñarme esas
espléndidas academias, a las que él mismo me había llevado.
—Eso está muy bien, pero no puedes quedarte, Amadeo. Él te ha llevado a
lugares donde gozarás de la compañía de mucha gente. Quizás el maestro no
desee que frecuentes la compañía de una sola persona.
Yo no deseaba irme. No obstante, al anochecer, cuando acudieron los poetas
ingleses y franceses asiduos a la casa, y comenzó la música y el baile, no me
apeteció compartir a Bianca con su corte de admiradores.
La observé durante un rato, confusamente consciente de que la había poseído
en su alcoba secreta como ninguno de sus admiradores la había poseído ni la
poseería jamás, pero eso no me consoló.
Yo deseaba algo de mi maestro, algo definitivo, concluyente, que borrara
todo lo demás. Enloquecido por ese deseo, plenamente consciente de él, me
emborraché en una taberna, lo suficiente para ponerme quisquilloso y
desagradable, y luego regresé a casa trastabillando por las calles.
Me sentí envalentonado y agresivo, y muy independiente por haber
permanecido alejado de mi maestro y sus misterios durante tanto tiempo.
Cuando regresé, lo encontré subido en el andamio, pintando con furia.
Supuse que estaba trabajando en los rostros de sus filósofos griegos, creando esa
alquimia gracias a la cual salían de su pincel unos semblantes tan vividos y
realistas que parecían más descubiertos que aplicados.
Llevaba una túnica raída y gris que le llegaba a los pies. Cuando entré no se
volvió. Parecía como si hubieran trasladado todos los braseros de la casa al
estudio para procurarle la luz que él necesitaba.
Los aprendices estaban impresionados de la velocidad con que el maestro
había llenado el lienzo.
En cuanto entré en el estudio, me percaté de que no se hallaba pintando su
Academia Griega.
Pintaba un retrato mío en el que yo aparecía de rodillas, un joven contemporáneo, luciendo mis habituales guedejas y una ropa austera, como si
hubiera decidido alejarme de aquel mundo de relumbrón, con expresión inocente
y las manos unidas como si orara. Me rodeaban unos ángeles de rostro amable y
gloriosos, como de costumbre, pero éstos ostentaban unas alas negras.
¡Unas alas negras! Unas grandes alas negras cubiertas de sutiles plumas. Al
observar con detenimiento aquellas criaturas, me parecieron horribles, siniestras.
Él casi había completado el cuadro. Eran espantosos, y él casi lo había
completado. El joven de pelo castaño rojizo con los ojos dirigidos hacia el cielo
y expresión fervorosa tenía un aspecto muy real; los ángeles parecían a un
tiempo ávidos y tristes.
Sin embargo, nada de cuanto mostraba el cuadro era tan monstruoso como el
espectáculo de mi maestro mientras lo pintaba, los febriles movimientos de su
mano y su pincel al plasmar el cielo, las nubes, un frontón roto, el ala de un
ángel, la luz del sol.
Los aprendices se hallaban arracimados en un rincón, convencidos de que el
maestro había perdido la razón. ¿Qué era, un loco o un brujo? ¿Por qué se
revelaba de forma tan impúdica ante aquellos jóvenes, turbando su serenidad de
ánimo?
¿Por qué revelaba nuestro secreto, demostrando que ni él era un hombre ni
aquellas criaturas aladas unos ángeles? ¿Qué había logrado hacerle perder la
paciencia hasta ese extremo?
En éstas arrojó furioso un pote de pintura al otro extremo de la habitación.
Una mancha verde se extendió sobre el muro, desfigurándolo. El maestro se
puso a gritar y a renegar en una lengua que ni mis compañeros ni yo
comprendíamos.
Luego tiró todos los potes que estaban sobre el andamio, derramando la
pintura por el suelo en unos grandes y relucientes charcos. Por último, arrojó los
pinceles, que volaron por los aires como flechas.
—¡Largaos de aquí! ¡Idos a la cama! ¡No quiero ver vuestros estúpidos e
inocentes rostros! ¡Fuera!
Los aprendices huyeron asustados. Riccardo rodeó a los más pequeños con
los brazos para protegerlos de las iras del maestro y todos salieron
apresuradamente.
El maestro se sentó, con las piernas colgando por el borde del andamio, y me
miró como si no me reconociera.
—Baja, maestro —le rogué.
Tenía el pelo alborotado y manchado de pintura. No parecía sorprendido de verme allí; ni se sobresaltó al oír mi voz. Él sabía desde el primer momento que
yo estaba allí. Lo sabía todo. Oía palabras pronunciadas en otras habitaciones.
Conocía los pensamientos de quienes le rodeaban. Estaba repleto de magia, y
cuando yo bebía de esa magia, sus potentes efectos me nublaban los sentidos.
—Deja que te peine y alise el pelo —dije con tono insolente.
El maestro tenía la túnica sucia y manchada de pintura por haber limpiado el
pincel en ella.
Una de sus sandalias cayó del andamio y se estrelló en el suelo con un ruido
seco.
—Baja, maestro —insistí—. Si he dicho algo que te ha disgustado, prometo
no volver a decirlo.
Él no respondió.
De pronto estalló en mí toda la rabia contenida; la sensación de soledad que
había experimentado por haber permanecido alejado de él durante unos días,
siguiendo sus instrucciones, y al regresar a casa, encontrármelo furioso y
mirándome como si no me reconociera. No estaba dispuesto a tolerar que me
tratara de ese modo, prescindiendo olímpicamente de mí. Quería obligarle a
reconocer que yo era la causa de su ira. Obligarle a hablar.
Sentí deseos de romper a llorar.
En su rostro se dibujó una expresión de angustia. Me horrorizaba verlo,
pensar que sentía un dolor tan intenso como yo, como los otros chicos.
—¡Eres un egoísta que se divierte atemorizándonos a todos! —grité en un
gesto de rebeldía.
El maestro desapareció en un gran remolino, sin decir palabra, y oí sus pasos
atravesando apresuradamente las estancias desiertas del palacio.
Yo sabía que se había movido con una velocidad desconocida para el resto de
los hombres. Eché a correr tras él, pero el maestro me cerró la puerta de la
alcoba en las nances y corrió el cerrojo antes de que yo pudiera alcanzarla y tirar
del pomo.
—¡Déjame entrar, maestro! —le supliqué—. Me fui porque tú me lo
ordenaste. —Desesperado, me puse a dar vueltas. Era imposible derribar esa
puerta. La aporreé con los puños y le propiné patadas, pero fue en vano—. Tú
me enviaste a los burdeles. Tú me ordenaste que fuera a esos malditos lupanares.
Al cabo de un rato, me senté junto a la puerta, apoyando la espalda en ella, y
prorrumpí en sonoros sollozos. Di un escándalo imponente. Él esperó a que yo
me hubiera desahogado.
—¡Vete a dormir, Amadeo! —ordenó—. Mis iras no tienen nada que ver contigo.