El maestro me ordenó visitar los burdeles para aprender a copular como era
debido, no como si estuviera jugando, como solíamos hacer los otros chicos y yo
entre nosotros.
En Venecia abundaban los burdeles, unos establecimientos bien regentados,
reservados al placer en un ambiente confortable y lujoso. Todo el mundo
sostenía que esos placeres no eran sino un pecado venial a los ojos de Jesús, y
los jóvenes de la alta sociedad frecuentaban esos establecimientos sin molestarse
en ocultarlo.
Yo conocía una casa en la que trabajaban unas mujeres exquisitas y muy
hábiles, donde había unas bellezas altas, de cuerpo voluptuoso y ojos azul
pálido, procedentes del norte de Europa, algunas de las cuales tenían un pelo
rubio casi blanco y eran distintas de las mujeres italianas, de estatura más baja,
que veíamos todos los días. Esa diferencia apenas tenía importancia para mí,
pues me había sentido atraído por la belleza de los muchachos y las muchachas
italianos desde que llegué aquí. Las jóvenes italianas, con su cuello de cisne y
sus caprichosos tocados adornados con abundantes velos, se me antojaban
irresistibles. Sin embargo, en el burdel se hallaban toda clase de mujeres, y de lo
que se trataba era de montar a tantas como fuera posible.
El maestro me llevó a un burdel, pagó el precio que le pidió la robusta y
encantadora mujer que lo regentaba, una fortuna en ducados, y dijo a ésta que
pasaría a recogerme al cabo de unos días. ¡Unos días!
Abrasado por los celos y muerto de curiosidad, le observé alejarse con su
habitual empaque, ataviado de rojo, como siempre. Tras montarse en la góndola
se volvió hacia mí y se despidió con un guiño. Pasé tres días en un burdel donde trabajaban las doncellas más voluptuosas y
sensuales de Venecia, durmiendo hasta entrada la mañana, comparando las
mujeres de piel aceitunada con las rubias de tez pálida y dedicándome a
examinar con detalle el vello púbico de todas las bellezas del local, tomando
nota de las diferencias entre los pubis sedosos y los más ásperos y encrespados.
Aprendí pequeños refinamientos de placer, como la dulce sensación que
experimentas cuando te muerden las tetillas (con suavidad, estas mujeres no eran
vampiros) o te tiran con delicadeza del vello de las axilas, del que yo tenía muy
poco, en determinados momentos. Me untaron miel dorada en mis partes íntimas
y aquellas criaturas angelicales y risueñas me la lamieron.
Existían otros trucos más íntimos, por supuesto, inclusive ciertos actos
bestiales que, en rigor, constituyen unos delitos, pero que en aquella casa no
hacían sino aderezar unos goces seductores y saludables. Todo se hacía con
gracia. Las chicas me bañaban con frecuencia en unas grandes y profundas tinas
de madera que contenían agua caliente, perfumada y teñida de rosa, en cuya
superficie flotaban unas flores; yo me reclinaba, a merced de aquellas mujeres de
voz suave que me mimaban y agasajaban emitiendo unos grititos de gozo
mientras me lamían como gatitos y peinaban mi cabello con los dedos para
formar unos rizos.
Yo era el pequeño Ganímedes de Zeus, un ángel salido de uno de los cuadros
más atrevidos de Botticelli (muchos de los cuales se conservaban en este burdel,
tras haber sido rescatados de las hogueras de las vanidades erigidas en Florencia
por el implacable reformador Savonarola, quien había conminado a Botticelli a
que quemara sus maravillosas obras), un querubín caído del techo de una
catedral, un príncipe veneciano (que técnicamente no existían en la República)
cuyos enemigos lo habían entregado a aquellas mujeres para que aniquilaran su
voluntad por medio del placer carnal.
La estancia en aquel burdel estimuló mi deseo s****l. Si uno tiene que vivir
como un ser humano el resto de su existencia, ésta es la forma más placentera de
hacerlo, triscando sobre mullidos cojines turcos con unas ninfas que los demás
mortales sólo vislumbran a través de bosques mágicos en sus sueños. Cada
hueco suave y aterciopelado constituía una nueva y exótica envoltura para mi
espíritu retozón.
El vino era delicioso y la comida maravillosa, inclusive los platos azucarados
y especiados de los árabes, más originales y exóticos que la comida que servían
en casa de mi maestro (cuando se lo conté, contrató a cuatro cocineros nuevos).
Según parece, yo no estaba despierto cuando él vino a recogerme. Me llevó a casa de forma misteriosa e infalible, como correspondía a su estilo, y al
despertarme, me encontré de nuevo en mi lecho.
En cuanto abrí los ojos, me di cuenta de que sólo anhelaba estar con él. Los
platos de carne que había ingerido durante los últimos días habían estimulado mi
apetito e intensificado mi deseo de comprobar si el cuerpo pálido y encantador
de mi maestro respondería a los refinados trucos que yo había aprendido en el
burdel. Cuando descorrió las cortinas del lecho me arrojé sobre él, le quité la
camisa y empecé a succionarle las tetillas, descubriendo que pese a su turbadora
blancura y frialdad tenían un tacto suave y estaban conectadas a la raíz de sus
deseos.
El maestro se tendió en el lecho, en silencio, dejando que yo jugueteara con
él como mis tutoras del burdel me habían enseñado. Cuando me ofreció los
besos de sangre que yo ansiaba, todo recuerdo de contacto humano se disipó de
mi mente y experimenté una sensación de impotencia en sus brazos, como de
costumbre. Nuestro universo íntimo no se componía sólo de un deseo carnal,
sino de un hechizo mutuo ante el cual cedían todas las leyes naturales.
Hacia el alba de la segunda noche fui a buscarlo y lo hallé pintando en su
estudio, rodeado por los aprendices, quienes habían caído dormidos junto a él
como los apóstoles infieles en Getsemaní.
Él no se detuvo para responder a mis preguntas. Me situé tras él y le abracé
por la espalda, alzándome de puntillas para susurrarle al oído.
—Dime, maestro, te lo suplico, ¿cómo conseguiste esta sangre mágica que
me proporcionas? —Le mordisqueé los lóbulos de las orejas y le acaricié el pelo.
Pero él continuó pintando sin inmutarse—. ¿Naciste así, me equivoco al pensar
que experimentaste una transformación...?
—Basta, Amadeo —murmuró el maestro.
Siguió trabajando afanosamente en el rostro de Aristóteles, la figura anciana
y barbuda de su gran obra titulada La academia.
—¿No te sientes nunca solo, maestro, no sientes nunca el deseo de sincerarte
con un amigo, un confidente de tu misma especie que sepa comprenderte?
Él se volvió, desconcertado por mis preguntas.
—¿Y tú, mi pequeño y caprichoso ángel, crees que puedes ser ese amigo? —
repuso, bajando la voz para conservar su suavidad—. ¡Qué ingenuidad! Serás
siempre un ingenuo. Eres un sentimental. Te niegas a aceptar toda realidad que
no encaje con tu fervorosa fe, una fe que te convierte en un pequeño monje, un
acólito...
Yo retrocedí indignado. Jamás me había sentido tan enfadado con él.
—¡No soy un ingenuo! —protesté—. Pese a mi aspecto juvenil soy un
hombre, lo sabes bien. ¿Quién si no yo sueña con lo que tú eres y la alquimia de
tus poderes? ¡Ojalá pudiera arrebatarte un poco de tu sangre para analizarla
como hacen los médicos y averiguar de qué se compone y en qué se diferencia
del líquido que fluye por mis venas! Soy tu pupilo, sí, tu alumno, pero para serlo
debo ser un hombre. ¿Cuándo tolerarías tú a un ingenuo a tu lado? ¿Acaso
cuando nos acostamos juntos me comporto como un ingenuo? Soy un hombre.
Asombrado, el maestro prorrumpió en unas sonoras carcajadas. Me
complació ver que había logrado asombrarle.
—Cuéntame tu secreto, señor —le rogué, abrazándolo y apoyando la cabeza
en su hombro—. ¿Acaso te parió una madre tan pálida y fuerte como tú, una
portadora de Dios, que te llevó en su vientre celestial?
El maestro retiró mis brazos de alrededor de su cuello y se separó un poco
para besarme. Su boca era insistente y durante unos momentos me alarmé.
Luego me besó en el cuello, succionando mi piel y haciendo que me sintiera
débil y dispuesto a hacer cuanto él deseara.
—Me compongo de la luna y las estrellas, sí, y de esa soberana palidez que
constituye la sustancia de las nubes y la inocencia —dijo—. Pero no me parió
madre alguna; tú lo sabes. Fui un hombre mortal, que envejeció. Mira. —El
maestro me tomó de la barbilla y me obligó a examinar su rostro—. ¿No ves la
sombra de unas arrugas en las esquinas de los ojos?
—No veo nada, señor —murmuré, pensando que mi respuesta le consolaría
si le turbaba aquella imperfección. Tenía un aspecto radiante, una piel tersa y
lustrosa. Las expresiones más simples adquirían en su rostro un calor
luminiscente.
Imagina una figura de hielo, tan perfecta como la g*****a de Pigmalión,
arrojada al fuego, deshaciéndose, fundiéndose, pero conservando unos rasgos
prodigiosamente intactos... Pues ése era el aspecto que ofrecía mi maestro
cuando le asaltaban unas emociones humanas, como le ocurrió en aquellos
momentos.
Él me estrechó entre sus brazos y me besó de nuevo.
—Mi hombrecito, mi duendecillo —murmuró—. ¡Ojalá te conserves así toda
la eternidad! ¿No te has acostado conmigo las suficientes veces para saber que
soy capaz e incapaz de gozar?
Durante una hora, antes de que se marchara, logré cautivarlo, conquistarlo
con mis besos y caricias.
Sin embargo, la noche siguiente el maestro me envió a otro prostíbulo más clandestino y lujoso que el anterior, un establecimiento donde trabajaban
muchachos jóvenes para satisfacer los deseos de los clientes.
Estaba decorado al estilo oriental, combinando los lujos de Egipto y de
Babilonia. Las pequeñas cámaras contenían unas rejas doradas, unas esbeltas
columnas de bronce y lapislázuli que sostenían el techo de seda color salmón y
unos divanes de madera dorada tapizados en damasco ribeteado con borlas. El
ambiente estaba impregnado de incienso, y la iluminación era tenue y difusa.
Los muchachos, desnudos, bien alimentados, nubiles, de piel suave y piernas
bien torneadas, eran solícitos, fuertes y tenaces, y aportaban a los juegos sus
intensos deseos masculinos.
Tuve la sensación de que mi alma era un péndulo que oscilaba entre el ávido
placer de la conquista y la rendición incondicional a unos cuerpos fuertes y
musculosos, unas voluntades férreas y unas manos más enérgicas que las mías
que me manipulaban, con exquisita dulzura, a su antojo.
Cautivo entre dos amantes hábiles y voluntariosos, me sentí traspasado y
succionado, sacudido y vaciado hasta caer en el sueño más profundo que jamás
había experimentado sin necesidad de las artes mágicas de mi maestro. Eso fue
sólo el principio.
A veces me despertaba de mi embriagado estupor y comprobaba que estaba
rodeado por unos seres que no parecían masculinos ni femeninos. Sólo dos de
ellos eran eunucos, pero tan habilidosos que eran capaces de alzar sus leales
armas tan puntualmente como el que más. Los otros simplemente compartían la
afición de sus compañeros por la pintura. Todos llevaban los ojos perfilados en
negro y sombreados con un tono púrpura, las pestañas rizadas y pintadas para
dar a su mirada una expresión distante y misteriosa. Sus labios pintados de
carmín eran más exigentes y agresivos que los de las mujeres, besándome con
una insistencia como si el elemento masculino que les confería músculos y unos
órganos duros hubiera dotado también a su boca de virilidad. Tenían unas
sonrisas angelicales. Sus tetillas estaban adornadas con unos aros de oro. Su
vello púbico estaba empolvado con oro.
No protesté de su vehemente ardor. No temí que me lastimaran, e incluso
dejé que ataran las muñecas y los tobillos a los postes del lecho con el fin de
demostrarme todas sus artes. Era imposible temerlos. Su placer me crucificó. Sus
insistentes dedos no me permitieron siquiera cerrar los ojos. Me acariciaron los
párpados, me obligaron a contemplar lo que hacían. Me acariciaron las piernas
con unos cepillos de cerdas suaves. Me untaron aceite en todo el cuerpo.
Succionaron mi ardiente savia una y otra vez, como si fuera un néctar, hasta que protesté en vano que no tenía más que darles. Llevaban la cuenta de mis
«pequeñas muertes», lo cual les provocaba un gran regocijo; me colocaron boca
arriba y boca abajo, me volvieron hacia un lado y el otro, me esposaron y
sujetaron... Yo los dejé hacer, hasta que por fin caí en un sueño extasiado y
profundo.
Cuando me desperté, no tenía noción del tiempo ni estaba preocupado.
Percibí el denso humo de una pipa. La tomé de manos del chico que me la pasó y
fumé, saboreando el sabor oscuro y familiar de hachís.
Permanecí allí cuatro noches. Fue, de nuevo, una experiencia liberadora.
Esta vez, al despertarme, comprobé que estaba aturdido, que presentaba un
aspecto desaliñado y que estaba cubierto sólo con una camisa de seda color
crema desgarrada. Yacía en un diván perteneciente al prostíbulo, pero me hallaba
en el estudio de mi maestro, el cual estaba sentado junto a mí, evidentemente
pintando mi retrato, ante un pequeño caballete del que apartaba los ojos de vez
en cuando para observarme.
Pregunté qué hora era y si era de noche. El maestro no me respondió.
—¿Estás enojado porque me he divertido? —pregunté.
—Te he dicho que te estés quieto —replicó.
Me recosté de nuevo en el diván, sintiendo frío, dolor, soledad, anhelando
refugiarme en sus brazos como un niño.
Por la mañana, el maestro me abandonó sin decir palabra. El cuadro era una
espléndida obra maestra de lo obsceno. Yo aparecía tumbado en la orilla del río,
como un fauno dormido, y junto a mí la figura alta y esbelta de un pastor que
vigilaba, el maestro, vestido con unos ropajes sacerdotales. El bosque que nos
rodeaba era frondoso, compuesto por unos vetustos y maltrechos árboles repletos
de hojas polvorientas. El agua del río estaba pintada con tal realismo que
invitaba a sumergirse en ella; yo presentaba un aspecto de lo más inocente,
sumido en un sueño profundo, con los labios entreabiertos en una expresión
natural y serena.
Furioso, arrojé el cuadro al suelo, resuelto a destruirlo.
¿Por qué se había negado a hablarme el maestro? ¿Por qué me obligaba a
someterme a esas lecciones que luego se interponían entre nosotros? ¿Por qué se
enojaba conmigo por hacer lo que él me ordenaba? Me pregunté si los burdeles a los que me había enviado constituían una prueba de mi inocencia y si su
manifiesto deseo de que yo gozara en ellos era mentira.
Me senté a su escritorio, tomé su pluma y le escribí un mensaje.
Tú eres el maestro. Debes saberlo mejor que nadie. Es insoportable dejarse
guiar por alguien incapaz de hacerlo. Muéstrame el camino con claridad, pastor,
o renuncia a ello.
Lo cierto era que estaba agotado debido a esos cuatro días entregado al
placer, al vino que había bebido, a la distorsión de mis sentidos; me sentía solo y
anhelaba estar con él para que me tranquilizara y asegurara que yo era suyo.
Pero él no estaba junto a mí.
Salí a dar un paseo. Pasé todo el día en las tabernas, bebiendo, jugando a los
naipes, coqueteando con las chicas bonitas que se me acercaban, con el fin de
retenerlas a mi lado mientras yo participaba en diversos juegos de azar.
Más tarde, cuando cayó la noche, me dejé seducir por un inglés borracho, un
noble rubio y pecoso perteneciente a uno de los títulos francés e inglés más
antiguo, el conde de Harlech, quien viajaba por Italia para admirar sus maravillas
y estaba intoxicado con los numerosos placeres que ofrecía, inclusive la práctica
de la sodomía en un país extraño.
Naturalmente, le parecí un joven bellísimo, como a todo el mundo. Él no era
mal parecido. Incluso su rostro pálido y pecoso poseía cierto encanto, que su
espectacular mata de pelo cobrizo ponía de relieve.
El aristócrata inglés me llevó a sus habitaciones situadas en un recargado y
hermoso palacio, donde me hizo el amor. No fue una experiencia desagradable.
Su inocencia y su torpeza me deleitaron. Sus ojos azules y redondos eran una
maravilla; tenía unos brazos extraordinariamente fuertes y musculosos y una
barbita color naranja, un tanto cursi pero deliciosamente puntiaguda.
Escribió unos poemas en latín y en francés para mí, que recitó en voz alta
con gran encanto. Al cabo de un par de horas de hacer el papel de macho
conquistador, me indicó que le apetecía que yo le montara, lo cual me procuró un
intenso placer. A partir de entonces lo hicimos varias veces de ese modo, desempeñando yo el papel de soldado conquistador y él el de víctima en el
campo de batalla; en ocasiones le azotaba suavemente con un cinturón de cuero
antes de poseerlo, lo cual exacerbaba nuestra pasión.
De vez en cuando, el inglés me suplicó que le confesara quién era y que
quedáramos citados para vernos de nuevo, a lo cual como es lógico me negué.
Pasé tres noches con él, charlando sobre las misteriosas islas inglesas,
leyéndole en voz alta poemas italianos, tocando la mandolina y cantándole
canciones de amor.
Él me enseñó una gran cantidad de palabras obscenas en inglés, y manifestó
su deseo de llevarme a Inglaterra con él. Tenía que recuperar el juicio, según me
confesó; tenía que regresar a sus deberes y obligaciones, sus propiedades, a su
odiosa y adúltera esposa escocesa, cuyo padre era un asesino, y a su hijo
pequeño e inocente, de cuya paternidad estaba bastante seguro, dado que el niño
tenía el pelo rojo y rizado como él.
Me prometió instalarme en una espléndida mansión que poseía en Londres,
regalo de su majestad el rey Enrique VII. Aseguró no poder vivir sin mí; todos
los Harlech sin excepción tenían que salirse siempre con la suya, y yo no podía
sino capitular ante él. Si era hijo de un destacado noble debía decírselo, y él se
encargaría de allanar este obstáculo. ¿Odiaba acaso a mi padre? Me confesó que
era un canalla. Todos los Harlech eran unos canallas y lo habían sido desde los
tiempos de Eduardo el Confesor. Nos marcharíamos subrepticiamente de
Venecia esa misma noche.
—No conoces Venecia y no conoces a sus nobles —repuse—. Recapacita. Si
lo intentas, te expones a que te maten.
Observé que era joven. No había reparado antes en ello, pues todos los
hombres mayores me parecían unos ancianos. Calculé que debía de tener unos
veinticinco años. Por lo demás, estaba completamente loco.
En éstas el inglés saltó de la cama, con su cabellera roja de punta, desenvainó
una imponente daga italiana y me miró fijamente.
—Te mataré —declaró con arrogancia, utilizando el dialecto veneciano. Acto
seguido clavó la daga en la almohada, provocando una nube de plumas—. Te
mataré si es preciso —repitió, quitándose unas plumas de la cara.
—¿Y qué ganarás con ello? —pregunté.
De pronto oí un crujido a sus espaldas. Sospeché que había alguien junto a
las ventanas, al otro lado de los postigos de madera, aunque nos hallábamos
situados a tres pisos sobre el Gran Canal. Cuando comenté mis sospechas al
inglés, éste me creyó.