Capitulo 8

3128 Palabras
¡Qué largos se me hacían los días sin él! Al anochecer, cuando los sirvientes encendían las velas, yo crispaba los puños de impaciencia. Algunas noches no aparecía por el palacio. Los chicos decían que tenía asuntos importantes que atender, que todo debía proseguir como si él estuviera en casa. Me acostaba solo en nuestro lecho; nadie hacía ningún comentario al respecto. Yo buscaba por la casa algún rastro personal de él. Me atormentaba un cúmulo de preguntas. Temía que no regresara jamás, pero él volvía siempre. Cuando subía la escalera, yo corría a su encuentro y me arrojaba en sus brazos. Él me abrazaba y besaba, y dejaba que me apoyara suavemente sobre su pecho. Mi peso no le incomodaba, aunque yo había crecido y me había desarrollado mucho. Yo siempre sería el joven de diecisiete años que ves ante ti, pero me asombraba que un hombre tan delgado como él me levantara en el aire con aquella facilidad. No soy un chico enclenque, jamás lo he sido. Soy fuerte. Me encantaba cuando el maestro, en los momentos que yo tenía que compartirlo con mis compañeros, nos leía en voz alta. Rodeado de candelabros, el maestro se expresaba con voz tenue y amable. Leía la Divina comedia de Dante, el Decamerón de Boccaccio, o El romance de la rosa o los poemas de François Villon en francés. Nos dijo que debíamos aprender a hablar las nuevas lenguas con la fluidez con que hablábamos en griego y latín. Nos advirtió que la literatura ya no se reducía a las obras clásicas. Mis compañeros y yo nos sentábamos en silencio a su alrededor, sobre unos cojines, o sobre las frías baldosas del suelo. Algunos se colocaban de pie junto a él, mientras que otros permanecían de cuclillas. A veces Riccardo tocaba el laúd y cantaba las melodías que le había enseñado su tutor, o las canciones lascivas que había oído por la calle. Cantaba al amor con tono melancólico y nos hacía llorar. El maestro le miraba arrobado. Yo no estaba celoso, ya que era el único que compartía el lecho del maestro. En ocasiones, el maestro ordenaba a Riccardo que se sentara junto a la puerta de nuestra alcoba y tocara el laúd. Riccardo obedecía sin pedirle jamás que le dejara entrar en la habitación. Mi corazón palpitaba agitadamente cuando el maestro corría las cortinas que rodeaban el lecho. Luego me abría la túnica, o la desgarraba en un gesto retozón, como si fuera una prenda vieja e inútil. Yo me hundía en la colcha de raso debajo de su peso; separaba las piernas y le acariciaba con mis rodillas, aturdido y excitado al sentir el roce de sus nudillos sobre mis labios. En una ocasión me quedé semidormido. El aire tenía una tonalidad rosácea y dorada. Me envolvía un dulce calor. Sentí sus labios sobre los míos, su lengua moviéndose como una serpiente en mi boca. Un líquido, un delicioso y ardiente néctar me llenaba la boca, una poción exquisita que se deslizó a través de mi cuerpo hasta alcanzar las yemas de mis dedos. Sentí cómo descendía a través de mi torso hasta mis partes íntimas. Me abrasaba. Estaba ardiendo. —Maestro —murmuré—, ¿qué es este líquido, más dulce que los besos? Él apoyó la cabeza en la almohada y volvió la cabeza. —Dámelo otra vez, maestro —dije. El maestro me complació. Pero sólo me lo daba cuando lo deseaba él, a gotas, con los ojos inundados de unas lágrimas rojas que a veces permitía que yo lamiera. Creo que transcurrió un año entero antes de que yo regresara a casa una noche, tintando debido al aire invernal, ataviado con mi mejor traje azul, unas medias azules y los zapatos azules lacados en oro más costosos que pude hallar, un año, digo, antes de que regresara aquella noche, arrojara mi libro en un rincón de la alcoba con gesto cansino, me plantara en jarras y observara al maestro sentado en una silla de elevado respaldo y los ojos fijos en el carbón que ardía en el brasero, con las manos extendidas sobre él, contemplando las llamas. —Bien —espeté con tono impertinente, echando la cabeza hacia atrás, con el desparpajo de un hombre de mundo, un sofisticado veneciano, un príncipe del mercado rodeado por una corte de mercaderes pendiente de sus menores caprichos, un erudito que había leído muchísimos libros. »Bien —repetí—. Aquí hay un misterio y tú lo sabes. Creo que ya va siendo hora de que me lo expliques. —¿Cómo dices? —preguntó él con tono afable. —¿Por qué nunca...? ¡Eres insensible, nada te afecta! —le espeté—. ¿Por qué me tratas como si fuera un muñeco? ¿Por qué nunca...? Por primera vez le vi sonrojarse; sus ojos se humedecieron y achicaron y por su rostro rodaron unas lágrimas rojizas. —Me asustas, maestro —musité. —¿Qué pretendes que sienta, Amadeo? —preguntó. —Pareces un ángel, una estatua —repuse, contrito y temblando—. Juegas conmigo, maestro, soy el muñeco que siente y padece. —Me acerqué a él. Le toqué la camisa, tratando de desabrocharla—. Deja que... Él me tomó la mano. Se llevó mis dedos a los labios, los introdujo en su boca y los acarició con la lengua. Sus ojos se clavaron en los míos. Siento lo suficiente, decían sus ojos. —Yo te daría lo que tú quisieras —afirmó con tono implorante. Introduje la mano entre sus piernas. Tenía el m*****o duro, lo cual no era inusual, pero debía dejar que yo le llevara más lejos, debía confiar en mí. —Amadeo —dijo. Me abrazó y, con su extraordinaria fuerza, me arrastró hasta el lecho. Fue un gesto tan súbito que no parecía que se hubiera levantado siquiera de la silla. Caímos sobre los almohadones de raso. Yo no salía de mi asombro. El maestro corrió las cortinas del lecho sin apenas tocarlas, como si se tratara de un truco de la brisa que penetraba por las ventanas. Sí, escucha las voces que brotan del canal. Las voces que cantan y trepan por los muros de Venecia, la ciudad de los palacios. —Amadeo —repitió el maestro, besándome en el cuello como había hecho en mil ocasiones, pero esta vez noté un pellizco breve e intenso. De pronto noté como si alguien hubiera tirado de un hilo que me atravesaba el corazón. Me había convertido en el m*****o que tenía entre las piernas; no era sino eso. Él volvió a besarme, y sentí de nuevo aquel extraño tirón. Soñé. Creo que vi otro lugar. Creo que vi las revelaciones de mis sueños, que una vez despierto jamás lograba recordar. Creo que recorrí un camino en esas increíbles fantasías que sólo experimentaba en sueños. Esto es lo que quiero de ti. —Y yo te lo daré —dije. Las palabras brotaron atropelladamente hacia el presente casi olvidado mientras sentí que flotaba junto a él, sintiéndole temblar estremecido de placer, sintiéndole tirar de aquel hilo que me atravesaba el corazón, haciendo casi que rompiera a llorar, sintiéndole regocijarse con mi turbación, sintiéndole enarcar la espalda y dejar que sus dedos temblaran y danzaran mientras se estremecía sobre mí. Bébelo, bébelo. Al cabo de unos instantes se separó y se tumbó junto a mí. Yo sonreí mientras yacía con los ojos cerrados. Me toqué los labios. Tenía una gota de aquel néctar en mi labio inferior, que lamí con la lengua. Me parecía estar sumido en un ensueño. Él respiraba trabajosamente y estaba taciturno. Se estremeció un par de veces, y al asir mi mano, noté que la suya le temblaba. —¡Ah! —exclamé, sonriendo y besándole en el hombro. —Te he lastimado —se lamentó él. —No no, mi dulce maestro —respondí—. ¡Soy yo quien te ha lastimado a ti! ¡Pero te tengo en mi poder. —Te comportas como el mismo diablo, Amadeo —protestó él. —¿No quieres que lo haga, maestro? ¿Acaso no te gusta? ¡Has tomado mi sangre y me has convertido en tu esclavo! Él lanzó una carcajada. —De modo que quieres que juguemos a eso —dijo alegremente. —Hummm. Ámame. ¿Qué importa lo demás? —No se lo cuentes a los demás —repuso él. Lo dijo sin asomo de temor, debilidad ni vergüenza. Yo me volví, me incorporé sobre los codos y observé su plácido perfil. —¿Acaso temes su reacción? —No —contestó el maestro—. Me importa lo que piensen y sientan. No tengo tiempo para preocuparme de esas cosas. Debes ser compasivo y prudente, Amadeo —añadió, mirándome. Guardé silencio durante un rato, limitándome a observar al maestro. Poco a poco me percaté de que estaba asustado. Temí que mi temor destruyera la dulzura de aquel momento, la espléndida e intensa luz que penetraba a través de las cortinas y se reflejaba en los bruñidos planos de su rostro marfileño, en la dulzura de su sonrisa. Al cabo de unos instantes ese temor fue superado por una preocupación más acuciante. —Tú no eres mi esclavo, ¿no es cierto? —pregunté. —Claro que lo soy —respondió, reprimiendo una carcajada—. Puedes estar seguro de ello. —¿Qué ocurrió, qué hiciste, qué fue...? Él aplicó un dedo sobre mis labios. —¿Crees que soy como los demás hombres? —inquirió. —No —repuse, pero al pronunciar aquella palabra sentí de nuevo una punzada de temor. Traté de contenerme, pero me arrojé sobre él y traté de sepultar el rostro en su cuello. Él era demasiado frío para abandonarse a esas efusiones, aunque me acarició la cabeza y me besó en la coronilla, me apartó el pelo de la frente y hundió el pulgar en mi mejilla. —Deseo que un día te marches de aquí —declaró—. Deseo que te vayas. Llevarás contigo una fortuna que yo te daré y todos los conocimientos que he procurado inculcarte. Llevarás contigo tu gracia y las artes que has logrado aprender: a pintar, a interpretar cualquier música que yo te pida, a danzar con asombrosa exquisitez. Llevarás contigo esas dotes e irás en busca de todo cuanto deseas... —Sólo te deseo a ti. —Cuando pienses en estos momentos, cuando estés acosado por la noche y cierres los ojos, estos instantes que tú y yo hemos compartido te parecerán corruptos y extraños. Te parecerán cosa de magia, una locura, y este lugar cálido se convertirá en una cámara de siniestros secretos, y estos recuerdos te dolerán. —No me iré. —Recuerda que fue por amor —dijo mi maestro—. Que ésta fue la escuela de amor en la que curaste tus heridas, en la que aprendiste de nuevo a hablar, sí, y a cantar, y en la que renaciste de aquel niño destruido como si ésta fuera una cáscara y tú, un ángel, brotando de él con unas alas grandes y fuertes. —¿Y si me niego a marcharme por voluntad propia? ¿Me arrojarás por una ventana para obligarme a volar so pena de estrellarme contra el suelo? ¿Echarás el cerrojo para impedirme entrar? Te aconsejo que lo hagas, porque aporrearé la puerta hasta caer muerto. No tengo alas para alejarme de tu lado volando. El maestro me observó durante unos minutos. Por mi parte, jamás había conseguido mirarle a los ojos durante tanto rato seguido, ni deleitarme acariciándole los labios con los dedos sin que él apartara el rostro. Por fin el maestro se incorporó junto a mí y me obligó suavemente a tenderme de espaldas. Sus labios, rosados como los pétalos interiores de las tímidas rosas blancas, se tiñeron de rojo. Entre sus labios se extendía un hilo rojo que se deslizaba por las pequeñas arrugas de sus labios, tiñéndolos de rojo, como si fuera vino, pero era un líquido brillante que hacía que sus labios relucieran; y cuando los entreabrió, ese líquido rojo brotó de su boca como si fuera una lengua enroscada. Yo alcé la cabeza y atrapé el líquido en mi boca. La habitación empezó a girar vertiginosamente. Me pareció estar a punto de desvanecerme. Cuando abrí los ojos, él oprimió su boca sobre la mía y perdí el mundo de vista. —¡Me siento morir! —murmuré, estremeciéndome debajo de él, tratando de hallar un lugar al que aferrarme en este vacío de ensueño, intoxicante. Me agité y me estremecí de placer; mis piernas se tensaban y luego tenía la sensación de que flotaban; todo mi cuerpo emanaba del suyo, de sus labios, a través de mis labios, como si mi cuerpo se hubiera convertido en su aliento y sus suspiros. De pronto noté una punzada, como una incisión producida por una navaja, diminuta y exquisitamente afilada, que me traspasó el alma. Me retorcí frenéticamente como si estuviera empalado. ¡Ah, ni los dioses conocían un goce sensual tan intenso como éste! Fue un rito iniciático, una experiencia liberadora a la que temía no sobrevivir. Ciego y temblando, me uní a él para siempre. Él me tapó la boca con la mano para sofocar mis gritos. Yo le rodeé el cuello con los brazos, oprimiendo su boca contra mi cuello. —¡Hazlo! ¡Hazlo! ¡Hazlo! Cuando me desperté, era de día. Él se había marchado, como de costumbre. Me hallaba solo. Los demás aprendices aún no habían aparecido. Me levanté del lecho y me acerqué a la elevada y estrecha ventana, como las que se ven por doquier en Venecia, una ventana que impedía que se filtrara el sofocante calor en verano y el frío viento del Adriático en invierno. Abrí los gruesos paneles de cristal y contemplé desde mi refugio los muros que se alzaban frente a mí, como hacía a menudo. En un balcón situado al otro lado del canal, vi a una sirvienta sacudir una escoba. La observé durante unos momentos. Su rostro tenía un color lívido y se movía incesantemente, como si estuviera cubierto por un enjambre de hormigas. Apoyé las manos en el alféizar de la ventana y agucé la vista. Entonces me di cuenta de que eran los músculos los que hacían que la máscara de su rostro pareciera moverse. Tenía las manos horrendas, hinchadas y deformes, y el polvo de la escoba que sostenía ponía de relieve cada arruga. Meneé la cabeza perplejo. La mujer se encontraba demasiado lejos para que yo pudiera observar estos detalles. Oí a los chicos conversando en una habitación del palacio. Era hora de levantarse y ponerse a trabajar, incluso en el palacio del señor de las tinieblas que jamás se mostraba de día. Los aprendices estaban demasiado alejados para que yo los oyera. Cuando mi mano rozó la cortina de terciopelo, el tejido preferido del maestro, noté que tenía un tacto más bien peludo que de terciopelo. ¡Podía ver cada fibra del tejido! Me dirigí apresuradamente al espejo. En el palacio abundaban los espejos, unos espejos grandes y barrocos con unos marcos decorados y repletos de diminutos querubines. Hallé un espejo de gran tamaño en la antecámara, una salita a la que se accedía a través de una puerta exquisitamente pintada en la que yo guardaba mi ropa. La luz que penetraba por la ventana me siguió. Contemplé mi imagen en el espejo. No era una masa corrompida e infestada de bichos como me había parecido la vieja sirvienta. Tenía el rostro extraordinariamente blanco, sin una arruga. —¡Lo deseo! —murmuré, convencido de lo que decía. —No —replicó él. Esto sucedió por la noche, cuando regresó el maestro. Yo me puse a protestar y a berrear. Él no se molestó en darme prolijas explicaciones basadas en la magia o la ciencia, lo cual pudo haber hecho con toda facilidad. Se limitó a decir que yo era todavía un niño y que debía saborear ciertas cosas antes de que desaparecieran para siempre. Rompí a llorar. No quería trabajar ni pintar ni estudiar ni hacer ninguna otra cosa. —Esas cosas han perdido momentáneamente su atractivo —me explicó el maestro con paciencia—. Pero no imaginas... —¿Qué? —le interrumpí. —Lo mucho que lo lamentarás cuando dejen de interesarte por completo, cuando te conviertas en un ser perfecto e inmutable como yo, cuando todos los errores humanos sean suplantados por una nueva y pasmosa colección de fracasos. No vuelvas a pedírmelo. Sentí deseos de morir. Me acurruqué en el lecho, presa de la furia y la amargura, y me encerré en un profundo mutismo. Sin embargo, él no había concluido. —No protestes, Amadeo —dijo con tono apesadumbrado—. No es preciso que me lo pidas. Yo te lo daré cuando lo crea conveniente. Al oír esas palabras, eché a correr hacia él como un niño, arrojándome en sus brazos y besando su helada mejilla mil veces pese a su fingida sonrisa de desdén. Al cabo de unos momentos, el maestro me agarró por los hombros con firmeza y me advirtió que esta noche no habría juegos de sangre. Yo debía estudiar, aprenderme la lección que me había saltado por la mañana. Luego me dijo que él debía ir a hablar con los aprendices, ocuparse de sus tareas, del gigantesco lienzo sobre el que estaba trabajando. Yo hice lo que me había ordenado. Pero antes del mediodía vi operarse en él un cambio que me impresionó. Los demás ya se habían acostado. Yo estaba enfrascado en un libro, estudiando, cuando observé que su rostro adquiría una expresión feroz, como si una bestia le hubiera atacado y anulado todas sus facultades civilizadas, dejándole ahí, sentado en una silla, hambriento, con los ojos vidriosos y la boca teñida de sangre, una sangre que se deslizaba por las múltiples arruguitas del sedoso borde de sus labios. Él se levantó, como si estuviera drogado, y avanzó hacia mí con unos movimientos rítmicos que yo jamás había presenciado y que me llenaron de pavor. El maestro alzó el dedo índice y me indicó que me acercara. Yo corrí hacia él. Me alzó del suelo con ambas manos, sujetándome los brazos son suavidad, y sepultó el rostro en mi cuello. Sentí un escalofrío que me recorrió todo el cuerpo, desde las puntas de los pies hasta el cuero cabelludo. No sé dónde me arrojó. Quizá me arrojara sobre el lecho, o los cojines del salón contiguo a la alcoba. —Dámelo —murmuré como en un trance, y cuando el líquido llenó mi boca, perdí el conocimiento.
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