El maestro vino a buscarme. No recuerdo el trayecto de regreso al palacio.
Al cabo de unos minutos, o eso me pareció, me acostaron y mis compañeros me
aplicaron en la frente unas compresas frías. Me hicieron beber un poco de agua.
Alguien comentó que yo había contraído «la fiebre», a lo que otro replicó:
«Cállate.»
El maestro me veló toda la noche. Tuve una pesadilla que no logré hacer
revivir cuando desperté. Antes del alba, el maestro me besó y me arrulló en sus
brazos. Nunca me había parecido tan reconfortante el tacto frío y duro de su
cuerpo como en aquellos momentos; me abracé a su cuello y apoyé la mejilla
sobre la suya.
El maestro me administró un caldo caliente que sabía a especias. Después de
besarme, volvió a acercar el cuenco de caldo a mis labios. Sentí que un fuego
sanador me recorría el cuerpo.
Sin embargo, cuando el maestro regresó aquella noche, me había vuelto a
subir la fiebre. No tuve ningún sueño, pero permanecí en un estado de
duermevela; tuve la sensación de atravesar un siniestro pasillo incapaz de hallar
un lugar cálido y limpio. Tenía tierra bajo las uñas. De pronto vi moverse una
pala y un montón de tierra; temí que esa tierra me sepultara, y rompí a llorar.
Riccardo también permaneció a mi lado, sosteniéndome la mano,
asegurándome que pronto anochecería y el maestro regresaría a casa.
—Amadeo —dijo el maestro, tomándome en brazos como si yo fuera una
criatura.
En mi mente se agolparon numerosas preguntas. ¿Acaso iba a morir? ¿Dónde
me llevaba el maestro? Yo iba envuelto en terciopelo y pieles y él me
transportaba en brazos, pero ¿adonde?
Nos encontrábamos en una iglesia en Venecia, entre pinturas de nuestra
época. Ardían las velas de rigor. Unos hombres rezaban. El maestro me sostuvo
en sus brazos y me dijo que contemplara el gigantesco altar que había ante
nosotros.
Los ojos me escocían debido a la fiebre, pero le obedecí. Al alzar la cabeza,
vi una virgen sobre el altar, coronada por su amado hijo, Cristo Rey.
—Observa la dulzura de su rostro, la naturalidad de su expresión —murmuró
el maestro—. Aparece sentada en esta iglesia una mujer corriente y vulgar.
Observa a los ángeles, esos niños alegres agrupados alrededor de las columnas
debajo de la virgen. Fíjate en la serenidad y dulzura de sus sonrisas. Esto es el
cielo, Amadeo. Es la bondad.
Medio dormido, contemplé la pintura sobre el altar.
—Observa al apóstol que murmura unas palabras al oído de la figura que
está a su lado, con la naturalidad de cualquier asistente a una ceremonia. Mira,
arriba está Dios Padre, contemplando la escena con satisfacción.
Traté de formular unas preguntas, protestar que esa combinación de lo carnal
y lo beatífico era inverosímil, pero no hallé unas palabras elocuentes para
expresarlo. La desnudez de los ángeles resultaba encantadora e inocente, pero no
creía en ella. Era una mentira urdida por Venecia, por Occidente, una mentira
urdida por el mismo diablo.
—Amadeo —continuó el maestro—, no existe la bondad en el sufrimiento y
la crueldad; no existe una bondad que arraigue en el dolor de niños inocentes.
Del amor de Dios brota siempre la belleza. Mira esos colores, Amadeo, son los
colores creados por Dios.
A salvo en sus brazos, con los pies colgando en el aire y los brazos en torno a
su cuello, dejé que los detalles del inmenso altar se grabaran en mi memoria.
Repasé una y otra vez todos los pequeños toques que me deleitaban.
Señalé con el dedo el león, sentado apaciblemente a los pies de san Marcos.
Fíjate, las páginas del libro de san Marcos se mueven a medida que las pasa. Y el
león se ve tan pacífico, domesticado y simpático como un perro instalado junto
al fuego.
—Esto es el cielo, Amadeo —dijo él—. Cualquiera que sea el pasado que
llevas clavado en el alma, olvídalo.
Yo sonreí y, lentamente, mientras observaba los santos, hilera tras hilera de
santos, empecé a reírme suavemente al oído del maestro, como si le hiciera una
confidencia.
—Todos están hablando, murmurando, charlando entre sí como si fueran
unos senadores venecianos.
El maestro respondió con una breve y tenue carcajada.
—Yo creo que los senadores son más decorosos, Amadeo. Nunca los he visto
en una actitud tan desenvuelta, pero, como he dicho, esto es el cielo.
—Ah, maestro, mira a ese santo que sostiene un icono, un precioso icono.
Debo decirte, maestro... —Pero no terminé la frase. La fiebre había aumentado y
estaba empapado en sudor. Los ojos me escocían y no veía con claridad—. Estoy
en unas tierras extrañas, maestro. Echo a correr. Tengo que depositarlo entre los
árboles.
¿Cómo iba a saber él a lo que yo me refería, la desesperada huida a través de
los desolados páramos con el sagrado fardo que me habían encomendado, un
fardo que debía desenvolver y depositar entre los árboles?
—Mira, el icono.
Me sentía repleto de una miel dulce y espesa. Provenía de un frío manantial,
pero no me importó. Yo conocía ese manantial. Mi cuerpo era como una copa
que se agitaba, disolviendo todo lo amargo en su contenido, disolviéndose en un
remolino y dejando sólo la miel y un calor de ensueño.
Cuando abrí los ojos me hallaba acostado en nuestro lecho. Todo estaba
fresco. La fiebre había bajado. Me volví y me incorporé.
El maestro estaba sentado a su escritorio, leyendo lo que acababa de escribir.
Llevaba el pelo rubio sujeto con una cinta. Me pareció contemplar su rostro por
primera vez, su hermoso rostro de pronunciados pómulos y una nariz fina y
estrecha. En éstas me miró y sus labios esbozaron una prodigiosa sonrisa.
—No persigas esos recuerdos —comentó. Lo dijo como si yo hubiera
hablado en sueños—. No vayas a la iglesia de Torcello en busca de ellos. No
vayas a contemplar los mosaicos de San Marcos. Con el tiempo recordarás todos
esos episodios que te hieren.
—Temo recordar —contesté.
—Lo sé —dijo mi maestro.
—¿Cómo puedes saberlo? —le pregunté—. Lo tengo clavado en el corazón.
Ese dolor es sólo mío. —No pretendía ser descarado, pero el caso es que, al
margen de mis pocas o muchas faltas, a menudo replicaba con descaro.
—¿Dudas de mí? —preguntó mi maestro.
—Tus dotes son inconmensurables. Todos lo sabemos, aunque no hablamos
de ello; tú y yo nunca hablamos de ello.
—Entonces ¿por qué no confías en mí en lugar de las cosas que sólo
recuerdas a medias?
El maestro se levantó del escritorio y se acercó al lecho.
—¡Acompáñame! —me pidió—. Ya no tienes fiebre. Ven conmigo.
El maestro me llevó a una de las numerosas bibliotecas del palacio, una
estancia en la que los manuscritos yacían desordenados sobre las mesas y los
libros en unas pilas. Marius trabajaba rara vez en estas salas. Dejaba sus
adquisiciones allí, para que los chicos las catalogaran, y llevaba lo que precisaba
para trabajar en el escritorio instalado en nuestra habitación.
El maestro se movió entre los estantes hasta hallar un gran portafolio con
tapas de cuero amarillo, gastadas en los bordes. Acarició con sus dedos largos y
blancos un enorme pergamino. Luego lo depositó en la mesa de estudio para que
yo lo examinara. Era una pintura antigua.
Vi una inmensa iglesia con cúpulas doradas, de gran belleza y majestuosidad Sobre ella aparecían inscritas unas letras, que yo conocía. Pero por más que me
esforcé no logré que su significado acudiera a mi mente ni a mis labios.
—Rus de Kíev —dijo el maestro. Rus de Kíev.
Un insoportable horror hizo presa en mí. Sin poder contenerme, respondí:
—Está en ruinas, se ha quemado. Ese lugar no existe. No está vivo como
Venecia. Es un lugar en ruinas, frío, sucio y desolado. Sí, ésa es la palabra. —
Estaba mareado. Creí distinguir una ruta de escape de aquella desolación, pero
era fría y oscura, una ruta tortuosa que conducía a un mundo de eternas tinieblas
donde el único olor que emanaba de las manos, la piel y la ropa era el olor a
tierra.Me aparté de la mesa y salí precipitadamente de la habitación. Atravesé todo
el palacio a la carrera. Bajé la escalera corriendo y crucé las estancias inferiores
que daban acceso al canal. Cuando regresé, hallé al maestro solo en la alcoba.
Estaba leyendo, como de costumbre. Leía el libro que le había impresionado más
recientemente, Consolación de la filosofía, de Boecio. Cuando entré, alzó la
vista del libro.
Me detuve en el umbral, pensando en mis recuerdos dolorosos. No conseguía
atraparlos. ¡Paciencia! Se desvanecían en la nada como hojas en un callejón, las
hojas que el viento acumula sobre los tejados y a veces se deslizan por las tapias
verdes de los jardines.
—No quiero —dije de nuevo.
—Algún día lo recordarás con claridad, cuando tengas la fuerza suficiente
para sacar provecho de ello —repuso él, cerrando el libro—. Pero ahora deja que
yo te consuele.