Capitulo 6

4476 Palabras
Al atardecer, bailé un rato con los otros sobre las baldosas de mármol al ritmo de los laúdes que tocaban unos chicos más jóvenes, acompañados por la frágil música del virginal, el primer instrumento de teclado que yo había visto. Cuando los últimos rayos del crepúsculo se disiparon lánguidamente en el canal que discurría frente a las ventanas ojivales del palacio, me paseé por el imponente edificio, contemplando mi imagen en los numerosos espejos oscuros que se alzaban desde el suelo de mármol hasta el techo del pasillo, el salón, la alcoba o cualquier otra espléndida estancia en la que penetré. Recité unas palabras nuevas al unísono con Riccardo. El gran estado de Venecia se denominaba la Serenísima. Las embarcaciones negras que navegaban por los canales eran góndolas. El viento que no tardaría en soplar y haría que todos enloqueciéramos era el Siroco. La máxima autoridad de esta ciudad mágica era el Dogo, el libro que leeríamos esta noche con el tutor era de Cicerón, el instrumento musical que Riccardo tocaba pulsando sus cuerdas era el laúd. El inmenso dosel que cubría el lecho del maestro se llamaba baldacchino, e iba adornado con un ribete de oro que renovaban cada quince días. Yo me sentía a un tiempo perplejo y entusiasmado. No sólo tenía una espada sino también una daga, lo cual demostraba la confianza que mi maestro había depositado en mí. Por supuesto, los demás (e incluso yo mismo) me consideraban un corderito, pero nadie me había entregado jamás unas armas de bronce y acero como éstas. De nuevo, la memoria me jugó una mala pasada. Yo sabía arrojar una lanza de madera, y también... Pero ¡ay!, ese recuerdo se esfumó de inmediato, dejándome con la sensación de que no eran armas lo que me había sido encomendado, sino otra cosa, algo inmenso que me exigía una entrega absoluta. Las armas me estaban vedadas. Bien, la situación había cambiado. La muerte me había engullido y me había arrojado en este lugar. En el palacio de mi maestro, en un salón vistosamente adornado con escenas de batallas, mapas pintados en el techo y ventanas de grueso cristal esmerilado, desenfundé mi espada con un sonido sibilante y la apunté hacia el futuro. Con mi daga, después de examinar los rubíes y las esmeraldas de su empuñadura, partí de un solo golpe una manzana. Los otros chicos se rieron de mí, pero todos me trataban con simpatía y amabilidad. El maestro no tardaría en llegar. Los chicos más jóvenes, unos niños que no nos habían acompañado, comenzaron a corretear de una habitación a otra, armados con velas, antorchas y candelabros. Yo me quedé en el umbral, observando cómo se iluminaban en silencio todas las estancias. En éstas apareció un hombre alto, sombrío y poco agraciado, que sostenía un libro viejo y gastado. Su larga cabellera y su sencilla túnica de lana eran negras. Tenía unos ojillos risueños, pero sus labios delgados y pálidos mostraban una expresión beligerante. Al verlo aparecer, los jóvenes aprendices protestaron. Acto seguido se apresuraron a cerrar las ventanas para impedir que penetrara el aire frío de la noche. Oí cantar a unos hombres mientras conducían sus estrechas y alargadas góndolas por el canal; las voces parecían trepar por los muros, delicadas, alegres como cascabeles, antes de disiparse a lo lejos. Me comí el último bocado de la jugosa manzana. Aquel día había comido más fruta, carne, pan, pasteles y golosinas de lo que un ser humano es capaz de ingerir. Yo no era un ser humano, sino un joven famélico. El tutor chasqueó los dedos, se sacó una fusta del cinturón y la hizo restallar sobre su pierna. —Empecemos —ordenó a los chicos. En aquel momento entró el maestro. Todos los chicos, altos y corpulentos, delicados y viriles, corrieron hacia él y le abrazaron mientras él examinaba los cuadros que habían pintado durante la larga jornada. El tutor aguardó en silencio, tras inclinarse humildemente ante el maestro. Al cabo de unos momentos, echamos a andar a través de las galerías, el maestro y nosotros, seguidos por el tutor. Mientras avanzaba, el maestro extendió las manos; era un privilegio sentir el tacto de sus dedos blancos y fríos, e incluso asir un pedazo de las largas mangas rojas que arrastraba por el suelo. —Ven, Amadeo, acompáñanos. Yo anhelaba tan sólo una cosa, que no tardó en ocurrir. El maestro ordenó a los otros chicos que fueran con el tutor a aprender la lección de Cicerón. Luego me tomó con firmeza por los hombros, con sus manos cuidadas y de uñas relucientes, y me condujo a sus aposentos privados. Una vez a solas, mi maestro se apresuró a cerrar la puerta de madera pintada. Los braseros exhalaban un aroma a incienso; de las lámparas de cobre emanaba un humo perfumado. Sobre el lecho yacían unos mullidos almohadones, un jardín de seda estampada y bordada, raso con dibujos de flores y adornos de pasamanería, suntuoso brocado. El maestro corrió las cortinas rojas del lecho. La luz les daba un aspecto transparente. Rojo y más rojo. Era su color favorito, según me dijo, al igual que el mío era el azul. El maestro me hizo el amor en un lenguaje universal, pletórico de imágenes. —El fuego arranca unos reflejos ambarinos a tus ojos castaños —murmuró —. Son grandes y relucientes como dos espejos en los que me contemplo, aunque no puedo penetrar los misterios que encierran; tus ojos son los portales de un alma noble. Yo estaba perdido en el gélido azul de sus ojos y el delicado y reluciente coral de sus labios. Tendido a mi lado, mi maestro me besó y acarició con suavidad el cabello, procurando no tirarme de los rizos, provocándome un delicioso cosquilleo en el cuero cabelludo y la entrepierna. Al deslizar sus pulgares, duros y fríos, sobre mis mejillas, labios y mandíbula, se tensaron todos los músculos de mi rostro. Luego hizo que volviera la cabeza hacia un lado y el otro mientras depositaba con avidez y ternura unos besos en el pabellón de mis orejas. Yo era demasiado joven para haber tenido sueños eróticos que me provocaran una eyaculación. Me pregunto si lo que yo sentía era más intenso que lo que experimentan las mujeres. Creí que aquel placer se prolongaría eternamente. El sentirme atrapado en sus manos, incapaz de huir, se convirtió en un delicioso tormento que me llevó al éxtasis mientras me revolvía y estremecía una y otra vez. Más tarde mi maestro me enseñó algunas palabras de la nueva lengua, la palabra que describía las baldosas duras y frías del suelo de mármol de Carrara, la palabra que describía los cortinajes de seda tejida, los nombres de los «peces», «tortugas» y «elefantes» bordados en los almohadones, y la palabra que significaba león, que aparecía bordado en punto de cruz en la gruesa colcha. Mientras yo le escuchaba arrobado, pendiente de todos los detalles, tanto importantes como insignificantes, mi maestro me explicó la procedencia de las perlas que estaban cosidas en mi camisa; me dijo que se originaban en las ostras y que unos chicos se sumergían en el mar para traer esos blancos y preciados tesoros a la superficie, transportándolos en la boca. Las esmeraldas procedían de unas minas en la tierra. Muchos hombres estaban dispuestos a matar por ellas. Los diamantes, ¡ah!, fíjate en esos diamantes. Mi maestro se quitó una sortija del dedo y me la colocó en el mío, acariciándome con las yemas de los dedos mientras me la encajaba. «Los diamantes son la luz blanca de Dios», me dijo. Los diamantes son puros. Dios. ¿Qué Dios? Sentí una conmoción tan violenta como una descarga eléctrica y tuve la impresión de que la escena que me rodeaba estaba a punto de desvanecerse. El maestro me observó mientras hablaba. Me pareció oír lo que decía con toda nitidez, aunque él ni siquiera había movido los labios ni emitido sonido alguno. Mi agitación fue en aumento. Dios, no me hagas pensar en Dios. Sé mi Dios. —Dame tu boca, dame tus brazos —musité. Mi pasión le causó tanto asombro como excitación. Rió suavemente mientras respondía a mi súplica con más besos tiernos y fragantes. Sentí su cálido aliento sobre mis partes íntimas como un delicado y sibilante torrente. —Amadeo, Amadeo, Amadeo —murmuró. —¿Qué significa ese nombre, maestro? —pregunté—. ¿Por qué me lo has puesto? Creo que oí a mi antiguo yo en esa voz, pero quizá se tratara sólo de este nuevo príncipe adornado y envuelto en joyas y sedas que había elegido esta voz respetuosa pero enérgica. —Amado por Dios —repuso él. Yo no soportaba oír hablar de esto. Dios, el Dios inevitable. Me sentí presa de angustia y pavor. El maestro me tomó la mano y apuntó con mi índice hacia un niño con unas alitas que aparecía bordado en brillantes cuentas sobre un almohadón un tanto raído que yacía junto a nosotros. —Amadeo —pronunció—, amado por el Dios del amor. Al descubrir el reloj que emitía su constante tictac entre el montón de ropa que yacía junto al lecho, mi maestro lo tomó y observó con una sonrisa de gozo. No había visto muchos relojes como éste. ¡Qué maravilla! Eran lo suficientemente costosos para ser dignos de un rey o una reina. —Tendrás todo cuanto desees —prometió. —¿Por qué? Mi maestro lanzó de nuevo una carcajada. —Por ese cabello rojizo que tienes —respondió acariciándome el pelo—; por estos ojos castaños profundos y bondadosos; por esta piel blanca como la leche recién ordeñada; por estos labios indistinguibles de unos pétalos de rosa. Bien entrada la noche, mi maestro me relató historias sobre Eros y Afrodita; me arrulló con su voz cantarina mientras me refería la fantástica tragedia de Psique, amada por Eros, a la cual le estaba prohibido contemplar la luz del día. Avancé junto a él a través de los gélidos corredores. Mi maestro hundió los dedos en mis hombros mientras me mostraba las bellas estatuas de mármol blanco de sus dioses, diosas, amantes: Dafne, cuyos airosos brazos se habían convertido en ramas de laurel mientras el dios Apolo se esforzaba en alcanzarla; Leda, impotente en las garras del poderoso cisne. El maestro guió mis manos sobre los contornos de mármol, los rostros finamente cincelados y pulidos, las tensas pantorrillas de piernas nubiles, las frías cavernas de labios entreabiertos. Luego aplicó mis manos sobre su rostro. Parecía una estatua viviente, más maravillosamente esculpida que todas las demás. Cuando me alzó en el aire con sus poderosas manos, sentí el intenso calor que emanaba, una cálida oleada de dulces suspiros y palabras susurradas. Al término de la semana, yo no recordaba una palabra de mi lengua materna. Desde la plaza, rodeado por un tumulto de injurias, contemplé la procesión del gran consejo de Venecia a lo largo del Molo; asistí a una misa cantada en el altar mayor de la basílica de San Marcos; contemplé los barcos cuando abandonaban las relucientes olas del Adriático; observé a los pintores que mezclaban los colores con sus pinceles en unos potes de barro para obtener una variada y maravillosa gama de tonalidades: carmesí, bermellón, carmín, cereza, cerúleo, turquesa, verde cromo, amarillo ocre, ocre oscuro, purpúreo, citrino, sepia, el maravilloso violeta llamado Caput mortuum y una laca espesa llamada sangre de dragón. Me convertí en un experto en danza y esgrima. Mi compañero favorito era Riccardo. No tardé en darme cuenta de que yo era el alumno más dotado en esas artes después de Riccardo, superior incluso a Albinus, que había ocupado el segundo lugar hasta que aparecí yo, aunque no manifestaba la menor inquina hacia mí. Esos jóvenes eran como hermanos para mí. Me llevaron a casa de la hermosa e incomparable cortesana llamada Bianca Solderini, una mujer grácil y encantadora, con una cabellera ondulada al estilo Botticelli, unos ojos grises almendrados y un marcado y generoso sentido del humor. Yo me convertí en el jovencito de moda en su casa, a la que acudía con frecuencia y donde me codeaba con bellas muchachas y hombres que pasaban horas allí leyendo poemas, hablando sobre las interminables guerras extranjeras, sobre los últimos pintores y sobre cuáles habían recibido el encargo de pintar una obra importante o el retrato de un personaje destacado. Bianca poseía una voz atiplada e infantil que encajaba con su rostro juvenil y su naricilla respingona. Su boca se asemejaba a un c*****o de rosa. Sin embargo, era inteligente e indomable. Rechazaba de modo implacable a cualquier pretendiente demasiado posesivo; le gustaba que su casa estuviera llena de gente a todas horas. Cualquier persona bien vestida, o que portara una espada, era admitida automáticamente. Casi nadie, salvo los hombres empeñados en poseerla, tenía vedada la entrada en su casa. A casa de Bianca acudían numerosos visitantes de Francia y Alemania, y todas las personas que la frecuentaban, tanto extranjeras como nacionales, se mostraban intrigados a propósito de nuestro maestro, Marius, un hombre misterioso, aunque éste nos había ordenado que no respondiéramos a preguntas baladíes sobre él, y que cuando alguien nos preguntara si pensaba casarse, pintar el retrato de tal persona o tal otra o si estaría en casa en una determinada fecha para ir a visitarlo, nos limitáramos a responder con una sonrisa. A veces me quedaba dormido sobre los cojines de un diván en casa de Bianca, o uno de los lechos, escuchando las voces tenues de los nobles, sumido en mis ensoñaciones, arrullado por la música. En muy raras ocasiones, el maestro aparecía por allí para recogernos a Riccardo y a mí; su llegada provocaba siempre un pequeño revuelo en el portego o salón principal. Nunca se sentaba, sino que permanecía de pie sin quitarse la capa de los hombros ni la capucha de la cabeza. Pero sonreía y respondía con amabilidad a las preguntas que le hacían, y a veces regalaba uno de los pequeños retratos de Bianca que había pintado. Me parece contemplar ahora esos diminutos retratos de Bianca que el maestro regalaba, todos ellos engarzados con piedras preciosas. —Es increíble el parecido que consigues plasmar de memoria en los retratos —comentaba Bianca, acercándose para besarlo. El Maestro acogía esas efusiones con reserva, manteniendo a Bianca a cierta distancia de su frío y duro pecho y de su rostro, depositando Unos besos en sus mejillas que transmitían un encanto, ternura y dulzura que, de haberla abrazado con pasión, habrían quedado destruidos. Yo pasaba horas leyendo con ayuda del tutor Leonardo de Padua, recitando las palabras al unísono con él mientras trataba de captar el significado de los textos en latín, italiano y griego. Aristóteles me gustaba tanto como Platón, Plutarco, Livio o Virgilio. Lo cierto era que no comprendía bien esas obras. Me limitaba a hacer lo que deseaba el maestro, dejando que los conocimientos se acumularan en mi mente. No veía la razón de hablar constantemente, como hacía Aristóteles, sobre cosas que ya estaban creadas. Las vidas de los antiguos que relataba Plutarco con excelente ingenio constituían unas historias apasionantes, pero yo deseaba conocer a mis coetáneos, prefería dormitar sobre el diván de Bianca que discutir sobre los méritos de este u otro pintor. Por lo demás, estaba convencido de que mi maestro era el mejor de todos ellos. Este mundo estaba formado por habitaciones espaciosas, muros decorados, una luz generosa y fragante y un desfile constante de personajes vestidos a la última moda, a lo cual me acostumbré rápidamente, sin contemplar jamás el dolor y la miseria que padecían los pobres de la ciudad. Incluso los libros que leía reflejaban este nuevo ambiente en el que me movía con tal comodidad que nada ni nadie habría sido capaz de devolverme al mundo de caos y sufrimiento en el que había habitado antes. Aprendí a tocar algunas canciones con el virginal. Aprendí a pulsar las cuerdas del laúd y a cantar con voz suave, aunque sólo entonaba canciones tristes. A mi maestro le encantaban esas canciones. En ocasiones, mis compañeros y yo cantábamos a coro, y ofrecíamos a maestro nuestras composiciones o unas danzas que nosotros mismos habíamos creado. En las tardes calurosas, en lugar de dormir la siesta, jugábamos a los naipes. Riccardo y yo fuimos algunas veces a jugar a las tabernas. En un par de ocasiones bebimos demasiado vino. Cuando el maestro se enteró de nuestras escapadas, se apresuró a ponerles fin. Le horrorizaba pensar que yo me había caído borracho al Gran Canal y que unos torpes e histéricos transeúntes habían tenido que rescatarme de sus aguas. Pese a su dominio de sí mismo, juraría que el maestro palideció cuando le refirieron el incidente, ya que el color se desvaneció de sus mejillas. Riccardo recibió unos azotes. Yo me sentí avergonzado. Riccardo encajó el castigo como un soldado, sin protestar ni lamentarse, de pie e inmóvil ante la inmensa chimenea, de espaldas para recibir los azotes en las piernas. Más tarde, se arrodilló y besó la sortija del maestro. Yo juré no volver a emborracharme. Al día siguiente volví a emborracharme, pero tuve la sensatez de ir a casa de Bianca y ocultarme debajo de su lecho, donde pude echar un sueñecito sin peligro de que me descubrieran. Antes de la medianoche el maestro me sacó de mi escondite. Me temí lo peor, pero sólo me acostó en mi lecho, donde caí dormido antes de poder pedirle disculpas. Me desperté al cabo de un rato y le vi sentado a su escritorio, escribiendo con la misma agilidad con que pintaba en un voluminoso libro de tapas verdes que siempre ocultaba antes de salir de casa. Durante las tardes más sofocantes del verano, cuando los otros dormían, inclusive Riccardo, salía sigilosamente y alquilaba una góndola. Tumbado de espaldas, contemplaba el firmamento mientras nos deslizábamos por el canal hacia las aguas turbulentas del golfo. Al regresar, cerraba los ojos, atento a las sofocadas voces que brotaban de las casas durante la hora de la siesta, al murmullo de las turbias aguas sobre los cimientos podridos de los edificios, a los gritos de las gaviotas. No me molestaban ni las cucarachas ni el hedor de los canales. Una tarde no regresé a casa a la hora de la lección. Me metí en una taberna para escuchar a los músicos y a los cantantes; en otra ocasión asistí a una representación teatral sobre un escenario provisional instalado en la plaza. Nadie me reprochaba mis correrías. Nadie me denunciaba ante el maestro. Nadie nos ponía exámenes ni a mí ni a mis compañeros para que demostráramos los conocimientos que habíamos asimilado. A veces me pasaba el día durmiendo, o hasta que me levantaba movido por la curiosidad. Me encantaba despertarme y hallar al maestro trabajando, en su estudio o moviéndose por el andamio mientras pintaba una gigantesca tela, o junto a mí, sentado a su mesa en la alcoba, escribiendo afanosamente. En la casa había bandejas de comida por doquier: suculentos racimos de uva, melones maduros y cortados en rodajas, listos para comer, y un delicioso pan de miga fina preparado con el aceite de la mejor calidad. A mí me gustaba comer olivas negras acompañadas por unas lonchas de queso fresco y puerros recién recogidos del huerto. Un criado me servía leche fresca en una jarra de plata. El maestro no comía nada, todo el mundo lo sabía. Además, se ausentaba siempre de casa durante el día. Jamás nos referíamos al maestro de forma irrespetuosa. El maestro era capaz de adivinar nuestro pensamiento. Sabía distinguir entre el bien y el mal, y no tardaba en descubrir una mentira. Los aprendices eran buenos chicos. A veces alguien comentaba en voz baja que el maestro había expulsado a uno de ellos de la casa, pero nadie hablaba en tono superficial sobre él, nadie comentaba el hecho de que yo durmiera en el lecho del maestro. Hacia el mediodía comíamos todos juntos, por lo general pollo asado, costillas de cordero lechal y unas jugosas rodajas de carne de buey. Durante la jornada acudían tres o cuatro profesores para instruir a diversos y reducidos grupos de aprendices. Algunos hacían sus tareas mientras otros estudiaban. Yo pasaba con toda naturalidad de la clase de latín a la de griego. En ocasiones hojeaba los sonetos eróticos o leía lo que podía mientras Riccardo me echaba una mano leyendo algo cómicamente y provocando la hilaridad entre nuestros compañeros, mientras los profesores aguardaban a que las risas cesaran. Hice grandes progresos en este ambiente grato y tolerante. Aprendí con rapidez y era capaz de responder a todas las preguntas que formulaba el maestro, ofreciendo algunos comentarios de mi propia cosecha. El maestro se dedicaba a pintar cuatro de siete noches a la semana, por lo general pasada la medianoche hasta que desaparecía al alba. No dejaba que nada interrumpiera esas sesiones. Trepaba por el andamio con asombrosa agilidad, como un enorme mono blanco, y, tras dejar caer su capa al suelo, tomaba el pincel de manos del chico que lo sostenía y se ponía a pintar con tal furia que nos manchaba a todos de pintura mientras le contemplábamos fascinados. Bajo su toque genial, a las pocas horas cobraban vida grandes paisajes; plasmaba grupos de seres humanos con todo detalle. El maestro tarareaba en voz alta mientras trabajaba; anunciaba los nombres de los grandes escritores o héroes cuyos retratos pintaba de memoria o utilizando su imaginación. Nos hablaba sobre los colores y las líneas que empleaba, los efectos de perspectiva mediante los cuales emplazaba a los grupos de personas que pintaba en unos jardines, estancias, palacios y salones reales. A los aprendices dejaba sólo la tarea de ultimar por la mañana algunos pequeños detalles, como el colorido de los cortinajes, las alas, los amplios espacios de carne humana a los que el maestro se aplicaba de nuevo por la noche para añadir los muebles de una sala mientras la pintura al óleo era aún dúctil, el suelo reluciente de unos palacios que después de sus últimos toques parecían de mármol auténtico bajo los rollizos pies de sus filósofos y sus santos. El trabajo nos unía a mí y a mis compañeros de forma natural y espontánea. En el palacio había docenas de telas y muros por terminar de pintar, los cuales ofrecían un aspecto tan real que parecían puertas de acceso a otro mundo. Gaetano, uno de los aprendices más jóvenes, era el más dotado para la pintura. Pero cualquiera de los chicos, salvo yo, podía compararse con los aprendices de cualquier pintor de renombre, incluso con los de Bellini. Ciertos días estaban reservados a recibir a las personas que acudían al palacio. Bianca asumía entusiasmada la tarea, con ayuda de sus sirvientes, de ejercer de ama y señora de la casa, de recibir a los hombres y las mujeres de las casas nobles de Venecia que acudían para contemplar las pinturas del maestro. Todos se quedaban maravillados de sus dotes. Al escuchar sus comentarios, me enteré de que el maestro vendía muy pocas de sus telas, pues le gustaba llenar su palacio con sus propias obras, y poseía sus propias versiones de los temas más célebres, desde la escuela de Aristóteles hasta la crucifixión de Jesucristo. Un Jesucristo humano, de pelo rizado, fuerte y musculoso; el Jesucristo de estas personas. Un Jesucristo parecido a Cupido o a Zeus. A mí, ni me importaba no saber pintar tan bien como Riccardo y los demás aprendices, ni tenerme que contentar la mayoría de las veces con sostener para ellos los potes de pintura, lavar los pinceles y borrar los errores que debían corregirse. Yo no deseaba pintar. El mero hecho de pensar en ello hacía que mis manos se crisparan y que sintiera náuseas. Yo prefería conversar, bromear, hacer cábalas sobre el motivo por el que el maestro no aceptaba encargos, aunque cada día recibía numerosas cartas invitándole a competir para obtener el encargo de pintar un mural en el Palacio Ducal o una de las miles de iglesias que había en la isla. Me divertía observar cómo los demás extendían los colores sobre los lienzos, aspirar el aroma de los barnices, pigmentos y óleos. De vez en cuando se apoderaba de mí una extraña furia, pero no debido a mi falta de destreza. En ocasiones me atormentaba otro sentimiento, relacionado con las posturas húmedas y tempestuosas de las figuras pintadas, con sus relucientes mejillas sonrosadas enmarcadas por un cielo hirviente y nublado, o las gráciles ramas de árboles sombríos. Me parecía una locura esta exagerada representación de la naturaleza. Con el corazón dolorido, caminaba solo y apresuradamente por entre los canales hasta hallar una vieja iglesia, un altar dorado decorado con santos de postura rígida y mirada recelosa, demacrados y sombríos: el legado de Bizancio, tal como observé en San Marcos el día en que llegué. El alma me dolía profunda e incesantemente mientras contemplaba con todo detalle esas viejas reliquias. Cuando mis nuevos amigos daban con mi paradero, me enojaba. Permanecía arrodillado, negándome a darme por enterado de su presencia. Me tapaba los oídos para no oír las carcajadas de mis compañeros. ¿Cómo se atrevían a reírse en una iglesia en la que estaba presente Cristo crucificado, moribundo, derramando unas gotas de sangre como escarabajos negros de sus deslucidas manos y pies? De vez en cuando me quedaba dormido ante un antiguo altar. Había burlado a mis compañeros. Estaba solo pero feliz tendido sobre las frías losas. Creía oír el murmullo del agua que se deslizaba debajo del suelo. Fui a Torcello en una góndola, para visitar la gran catedral de Santa María Assunta, célebre por sus mosaicos que, según decían, eran tan antiguos y espléndidos como los de San Marcos. Me deslicé sigilosamente bajo los arcos, admirando el antiguo iconostasio de oro y los mosaicos del ábside. En lo alto, en la curva posterior del ábside, se hallaba la Virgen, Theotokos, la portadora de Dios. Tenía un rostro austero, casi amargo. Sobre su mejilla izquierda relucía una lágrima. En sus manos sostenía al niño Jesús, junto con un paño, el emblema de la Mater Dolorosa. Yo comprendía esas imágenes, aunque hacían que se me encogiera el corazón. Me sentía mareado, y el calor de la isla y el silencio de la catedral me provocaron náuseas. Sin embargo, me quedé allí, me paseé por el iconostasio y recé. Estaba seguro de que nadie me encontraría allí. Al anochecer, me sentí enfermo. Tenía fiebre, pero busqué un rincón de la iglesia, me tumbé en el suelo y apoyé el rostro y las manos en las frías losas. Ante mí, al alzar la cabeza, contemplé unas escenas aterradoras del día del Juicio, de unas almas condenadas al infierno. «Merezco este dolor», pensé.
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