Debían ser las tres de la madrugada; había oído entre sueños las campanas de la iglesia.
Y, como todos los hombres juiciosos de París, teníamos la puerta atrancada y la ventana
cerrada con pestillo. No era muy recomendable en una habitación con un hogar de carbón, pero
el tejado estaba a un paso de nuestra ventana. Y estábamos a salvo.
Soñaba con los lobos. Me hallaba en la montaña, rodeado, y volteaba sobre mi cabeza la vieja maza
medieval. Luego, los lobos ya estaban muertos otra vez y el sueño se hacía mejor, sólo que me
quedaban aún todos aquellos kilómetros que recorrer por la nieve. Mi yegua relinchaba en la nieve. La
montura se convirtió en un insecto repulsivo medio aplastado en el suelo de piedra.
Lánguida y susurrante, una voz dijo «Matalobos» en un murmullo que era a la vez una invitación y un
homenaje.
Abrí los ojos. O creí hacerlo. Y había alguien de pie en mitad de la estancia. Era una figura alta,
encorvada, situada de espaldas al pequeño hogar, en el cual aún brillaban las ascuas cuyo resplandor
recortaba claramente la silueta de la figura antes de difuminarse, dejando en sombras sus hombros y su
cabeza. Sin embargo, comprendí que tenía ante mí el rostro blanco que había visto entre el público del
teatro; y mi mente, receptiva y penetrante, advirtió que la estancia estaba cerrada por dentro, que Nicolás
dormía a mi lado y que la figura estaba de pie al lado de nuestra cama.
Escuché la respiración de Nicolás y fijé la mirada en el rostro blanco.
«Matalobos», repitió la voz, aunque los labios de la figura no se habían movido. El misterioso intruso
se acercó aún más y aprecié que el rostro no era ninguna máscara. Unos ojos negros, unos rápidos y
calculadores ojos negros, y una piel muy blanca. Y advertí entonces que despedía un hedor insoportable,
como el de un montón de ropa pudriéndose en una habitación húmeda.
Creo que me incorporé. O tal vez fui levantado, pues en un abrir y cerrar de ojos me encontré de pie.
Mi mente estaba ya muy despierta y retrocedí hasta topar con la pared.
La misteriosa figura tenía mi capa roja en las manos. Desesperado, recordé la espada, las pistolas.
Estaban en el suelo, debajo de la cama. Entonces, el desconocido arrojó la capa hacía mí y, a través del
terciopelo forrado de piel, noté cómo su mano se cerraba en la solapa de mi vestimenta.
Me vi arrastrado hacia adelante. Sin tocar con los pies en el suelo, fui llevado al otro extremo de la
habitación. Llamé a gritos a Nicolás. «¡Nicolás, Nicolás!», grité con todas mis fuerzas. Vi la ventana
entreabierta y, de pronto, el cristal estalló en mil pedazos y el marco de madera quedó hecho astillas. Al
instante, me encontré volando sobre la calleja, a una altura de seis pisos sobre el suelo.
Volví a gritar y lancé puntapiés contra aquel ser que me transportaba. Atrapado en la capa roja, me
contorsioné para tratar de soltarme.
Sin embargo, estábamos volando sobre los tejados y, en ese instante, remontábamos la lisa superficie
de una pared de ladrillo. Yo iba colgado del brazo del extraordinario ser. De pronto, sin el menor aviso, mi
captor me soltó en la azotea de un edificio muy elevado.
Permanecí un momento tendido en la azotea, contemplando París que se extendía ante mí en un gran
círculo: la nieve blanca, los sombreretes de las chimeneas, los campanarios de las iglesias y el cielo
encapotado. Luego me incorporé, tropecé con la capa forrada, y eché a correr. Llegué hasta el borde de
la azotea y miré abajo. No vi más que una caída a pico de decenas de metros y, cuando me asomé por el
otro lado después de una nueva carrera, encontré exactamente lo mismo. ¡Y estuve a punto de caerme!
Me volví, desesperado y jadeante. El ser y yo estábamos en lo alto de una torre cuadrada, separados
por apenas quince metros. No distinguí ningún edificio más alto en ninguna dirección. La extraña figura
me observaba sin moverse y le oí emitir por lo bajo una ronca risotada que me recordó el susurro
anterior.
—Matalobos —repitió una vez más.
—¡Maldito! —grité yo—. ¿Quién diablos eres?
En un acceso de rabia, me lancé contra él con los puños por delante.
El ser no se movió. Cuando le golpeé, fue como hacerlo en un muro de ladrillo. Salí literalmente
rebotado, resbalé en la nieve, me incorporé como pude y volví a la carga.
Sus risas me hicieron más y más estentóreas, deliberadamente burlonas pero con un considerable
aire de satisfacción y placer que resultaba aún más exasperante que el escarnio. Corrí hasta el borde de
la torre y luego me volví de nuevo hacia el misterioso ser.
—¿Qué quieres de mí? —pregunté—. ¿Quién eres?
Al comprobar que sólo me respondía con aquellas irritantes risotadas, volví al asalto contra él. Esta
vez, sin embargo, me lancé a por su rostro y su cuello; convertí mis manos en un par de zarpas y logré
echarle hacia atrás la capucha, poniendo al descubierto sus negros cabellos y la forma y aspecto
plenamente humanos de su cabeza. Y una piel blanda. Sin embargo, mi raptor se mostró tan impertérrito
como antes.
Luego retrocedió un paso, alzó los brazos y se puso a jugar conmigo, a sacudirme hacia adelante y
hacia atrás como haría un hombre con un niño pequeño. Con movimientos demasiado rápidos para mis
ojos, apartó su rostro de mí volviéndolo a un lado y a otro. Efectuaba sus gestos sin aparente esfuerzo,
mientras yo, frenético, trataba de golpearle sin lograr otra cosa que notar su piel blanca y blanda
resbalando bajo mis dedos. Un par de veces, quizá, conseguí apenas rozar su fino cabello n***o.
—Mi pequeño, valiente y fuerte Matalobos —me dijo entonces con una voz más sonora y profunda.
Me detuve, jadeante y bañado en sudor, le miré y contemplé con detalle sus facciones, los marcados
detalles de su rostro que sólo había visto fugazmente en el teatro, la sonrisa de bufón que formaban sus
labios.
— ¡Oh, Dios, ayúdame, ayúdame...! —exclamé, al tiempo que retrocedía. Me parecía imposible que
un rostro así pudiera moverse, mostrar expresiones, mirarme con el afecto que lo hacía—. ¡Dios santo!
—¿Qué dios es ése, Matalobos? —preguntó el ser.
Le di la espalda y emití un terrible rugido. Noté que sus manos se cerraban sobre mis hombros como
tenazas de metal forjado y, cuando inicié un último intento frenético de resistirme, me dio la vuelta hasta
dejar mi rostro justo ante sus ojos, grandes y oscuros. Tenía los labios cerrados, pero había en ellos una
débil sonrisa y, de pronto, inclinó la cabeza sobre mí y noté que sus dientes se hundían en mi cuello.
Surgiendo de los cuentos infantiles, de las antiguas historias, el nombre me vino a la mente como si
algo largo tiempo sumergido en aguas oscuras apareciera de nuevo en la superficie y se asomara libre a
la luz.
—¡Un vampiro!
Lancé un último grito frenético, e intenté rechazar al ser con todo cuanto podía.
Luego cayó el silencio. La quietud.
Advertí que aún estábamos en la azotea. Noté que la criatura me sostenía en sus brazos. Sin
embargo, me dio la impresión de que habíamos ascendido, que nos habíamos vuelto ingrávidos, que
viajábamos de nuevo por la oscuridad aún más fácilmente que como lo habíamos hecho antes.
—Sí, sí —quise decir—. Exacto.
Y a mi alrededor retumbaba un gran ruido que me envolvía, tal vez el sonido profundo de un gran
gong, golpeando con mucha parsimonia y un ritmo perfecto; un sonido que me inundaba y recorría mi
cuerpo haciéndome sentir el placer más extraordinario.
Moví los labios, pero no salió de ellos sonido alguno. Con todo en realidad no importaba. Todo cuanto
siempre había deseado decir estaba claro para mí; eso, y no que fuera expresado en palabras, era lo
importante. Y había muchísimo tiempo; tenía muchísimo tiempo para decir y hacer lo que fuera. No tenía
la menor sensación de premura.
Éxtasis. Dije la palabra y ésta me pareció clara, aunque era incapaz de hablar ni de mover realmente
los labios. Y me di cuenta de que había dejado de respirar. Sin embargo, algo seguía haciéndome
respirar. Algo estaba respirando por mí y tomaba y expulsaba el aire al ritmo del gong que nada tenía que
ver con mi cuerpo, y me encantó aquel ritmo, el modo en que sonaba una vez y otra, y no tener ya que
respirar, ni hablar, ni saber nada.
Mi madre me sonreía y le dije: «Te quiero», y ella me respondió: «Sí, siempre te he amado,
siempre...». Y me vi sentado en la biblioteca del monasterio cuando tenía doce años, y el monje me
decía: «un gran erudito», y yo abría los libros y podía leerlos todos, en latín, en griego o en francés. Las
letras capitales ilustradas eran de una belleza indescriptible y me volví de cara al público del teatro de
Renaud y vi a todos los espectadores de pie, y una mujer apartó de su rostro su abanico pintado y era
María Antonieta. «Matalobos», murmuró, y apareció Nicolás corriendo hacia mí y gritándome que
volviera. Su rostro estaba lleno de angustia. Llevaba el cabello suelto y los ojos inyectados de sangre.
Trató de alcanzarme y le dije: «Nicolás, apártate de mí!», y advertí con dolor, con sumo dolor, que el
sonido del gong iba desvaneciéndose.
Grité, supliqué: «No te detengas, por favor, por favor. No quiero..., no..., por favor...».
—Lelio, el Matalobos —dijo el ser, que me sostenía en sus brazos. Yo lloraba porque el hechizo se
estaba rompiendo.
—No, no...
Me sentí pesado otra vez, el cuerpo había vuelto a mí con sus dolores y achaques y con mis gritos
sofocados, y me vi alzado, arrojado hacia arriba hasta caer sobre el hombro del ser. Noté su brazo en
torno a mis rodillas.
Quise rogarle a Dios que me protegiera, quise pedírselo con cada partícula de mi ser, pero no pude
pronunciar la súplica y de nuevo vi a mis pies la calleja, el vacío de decenas de metros y toda la ciudad
de París inclinada en un ángulo imposible, y la nieve y el viento cortante.