Estaba despierto y muy sediento.
Deseaba una gran cantidad de vino blanco muy frío, tal como está cuando se trae de la bodega en
otoño. Me apetecía comer algo fresco y dulce, como una manzana madura elegida entre muchas de una
cesta.
Abrí los ojos y supe que era la última hora de la tarde. La luz podría haber sido la de un amanecer,
pero había transcurrido demasiado tiempo para que lo fuera. Era por la tarde.
Y, al otro lado de una amplia ventana de piedra cerrada con gruesos barrotes, vi bosques frondosos y
colinas cubiertas de nieve y, a lo lejos, la enorme serie de tejados y torres que constituía la ciudad. No
había vuelto a ver una panorámica como aquélla desde el día de mi llegada en la diligencia. Cerré los
ojos, pero la panorámica siguió ante mi mente, como un sueño.
No obstante no era ninguna visión imaginaria. La vista era real. Y la habitación estaba caldeada pese
a la ventana abierta. El olfato me decía que en la estancia había habido un fuego, aunque ahora ya
estaba apagado.
Traté de razonar, pero no pude dejar de pensar en el vino blanco frío y en las manzanas de la cesta.
Pude ver las manzanas, me noté cayendo de las ramas del árbol y olí a mi alrededor la hierba fresca
recién cortada.
El sol resultaba cegador sobre los verdes campos. Brillaba en el cabello castaño de Nicolás y en la
laca oscura del violín. La música se elevaba hasta las nubes de suave algodón. Y, recortadas contra el
cielo, vi las almenas del castillo de mi padre.
Almenas.
Abrí los ojos de nuevo.
Y supe que estaba tendido en el suelo de una habitación, en una torre elevada a varios kilómetros de
París.
Y justo delante de mí, sobre una tosca mesilla de madera, había una botella de vino blanco frío,
precisamente tal como lo había soñado.
Permanecí un largo rato mirándola, contemplando las gotitas de vapor condensado que la cubrían, y
me pareció imposible poder extender la mano y beber de ella.
Jamás había conocido la sed que ahora sufría. Todo mi cuerpo estaba sediento. Y me sentía muy
débil. Y empezaba a notar un poco de frío.
Cuando me moví, la habitación lo hizo conmigo. El cielo relucía en la ventana.
Y cuando al fin logré asir la botella y quitarle el tapón, aspiré su aroma acre y delicioso y bebí un trago
tras otro, sin parar, sin preocuparme por lo que pudiera sucederme, ni por dónde me encontraba ni por
qué habían dejado allí la botella.
Cuando eché de nuevo la cabeza hacia adelante, la botella estaba casi vacía, y la ciudad, a lo lejos,
se difuminaba en el cielo dejando tras sí un pequeño mar de luces.
Me llevé las manos a la cabeza.
El lecho donde había estado durmiendo no era más que una losa con un poco de paja encima y, poco
a poco, fui haciéndome a la idea de que estaba en una especie de cárcel.
Pero el vino... Era demasiado bueno para una cárcel: ¿Quién le daría un vino así a un prisionero?
Salvo, naturalmente, que estuvieran a punto de ejecutarle.
Otro aroma llegó entonces a mí, intenso y embriagador, y tan delicioso que me hizo exhalar un
suspiro. Miré a mi alrededor, o, más bien, traté de hacerlo, pues estaba como demasiado débil para
moverme. Sin embargo, la fuente de aquel aroma estaba cerca de mí, y era un gran tazón de caldo de
ternera. El caldo estaba acompañado de pedazos de carne, y observé el vapor que se alzaba de él.
Todavía estaba caliente.
Tomé enseguida el tazón en mis manos y engullí su contenido con la misma voracidad y precipitación
con que había bebido el vino.
Saboreé aquel suculento y sustancioso caldo, más bien salado como si nunca hubiera comido nada
semejante, y, cuando el tazón quedó vacío, me eché de nuevo sobre la paja, saciado y casi empachado.
Me pareció que algo se movía en la oscuridad, cerca de mí, pero no estuve seguro. Escuché un
tintineo de cristales.
—Más vino —me dijo una voz. Y la reconocí.
Poco a poco, fui recordándolo todo. El ascenso por las paredes, la pequeña azotea cuadrada, la cara
blanca y sonriente.
Por unos instantes pensé que no, que era imposible, que debía haber sido una pesadilla. Pero no era
así. Había sucedido realmente, y, de repente, recordé el éxtasis, el sonido del gong: me entró un vahído
como si fuera a perder el sentido otra vez.
Logré controlarme. No permitiría que tal cosa sucediera. Y me atenazó un miedo tal que no osé hacer
el menor movimiento.
—Más vino —repitió la voz.
Cuando volví ligeramente la cabeza, descubrí una nueva botella, aún por descorchar pero a mi
disposición, recortada contra el luminoso resplandor que se colaba por la ventana.
Me entró de nuevo la sed, y, esta vez, aumentada por la sal del caldo. Me sequé los labios, tomé la
botella y bebí otra vez.
Recostado contra el muro de piedra, luché por ver algo en las sombras, casi temiendo lo que sabía
que encontraría.
Por supuesto, para entonces estaba ya muy ebrio.
Vi la ventana, la ciudad, la mesilla. Y, cuando mis ojos recorrieron lentamente los rincones en sombras
de la estancia, le vi a él en un rincón.
Ya no llevaba su capa negra con capucha, y no estaba sentado o de pie como haría un hombre, sino
que más bien descansaba, al parecer, encorvado sobre el grueso marco de piedra de la ventana, con una rodilla ligeramente doblada hacia ella, y la otra pierna, larga y delgada, extendida hacia el otro lado. Los
brazos parecían colgarle a los costados.
La impresión general que producía era como de algo fláccido y carente de vida, aunque sus facciones
seguían tan animadas como la noche anterior. Los enormes ojos negros que parecían estirar la blanca
carne en profundas arrugas, la nariz larga y afilada, la sonrisa de bufón en la boca. Allí estaban los
colmillos, rozando los labios carentes de color, y el cabello, una masa reluciente de n***o y plata que
surgía sobre su blanca frente y le caía sobre los hombros y hasta los brazos.
Creo que se echó a reír.
Yo estaba paralizado de terror. Era incapaz incluso de gritar.
La botella de vino se me había escapado de entre los dedos y rodaba por el suelo. Cuando traté de
moverme hacía adelante, de recobrar el control y hacer de mi cuerpo algo más que un saco torpe y
borracho, sus piernas delgadas y larguiruchas cobraron vida de repente.
El ser avanzó hacia mí.
No grité. Emití un ronco rugido de furia y terror y salté del lecho, tropezando con la mesilla y huyendo
de él lo más deprisa que pude.
Pero él me atrapó con sus largos dedos blancos, tan fríos y fuertes como lo habían sido la noche
anterior.
—¡Suéltame, maldito, maldito, maldito! —exclamé balbuceando. La razón me dijo que le suplicara y lo
intenté—. Me iré sin más, por favor. Déjame salir de aquí. Tienes que hacerlo. Déjame ir.
Acercó a mí su rostro enjuto y macilento, con los labios abiertos al máximo en sus pálidas mejillas, y
soltó una risotada ronca y estentórea que pareció interminable. Me debatí en inútiles empujones,
suplicándole de nuevo y balbuciendo tonterías y disculpas, y finalmente grité: «¡Ayúdame, Dios mío!». En
ese instante, me tapó la boca con una de sus manos monstruosas.
—Basta, no vuelvas a decir eso en mi presencia, Matalobos, o te arrojaré a los lobos del infierno para
que den cuenta de ti —dijo con una sonrisa despectiva—. ¿Hummm? Responde. ¿Hummm?
Asentí y cedió un poco su presión.
Su voz tuvo un pasajero efecto tranquilizador. Cuando hablaba, el ser parecía capaz de razonar.
Sonaba casi refinado.
Levantó las manos y me acarició la cabeza mientras yo me encogía.
—El sol en el cabello —susurró— y el cielo azul fijado para siempre en los ojos.
Casi parecía meditabundo mientras me observaba. Su aliento no olía a nada, y creo que tampoco su
cuerpo. El hedor a moho procedía de sus ropas.
No me atreví a moverme, aunque ya no me sujetaba. Contemplé sus ropas: una desgastada camisa
de seda de mangas anchas y frunces en el cuello, polainas de lana peinada y unos calzones raídos.
En suma, su indumentaria era la de un hombre de siglos atrás. Yo había visto ropas como aquéllas en
algunos tapices de mi casa, y en los cuadros de Caravaggio y de la Tour que colgaban en los aposentos
de mi madre.
—Eres perfecto, mi Lelio, mi Matalobos —dijo el ser abriendo su gran boca hasta permitirme ver otra
vez sus blancos y afilados colmillos. Eran los únicos dientes que tenía.
Me estremecí y advertí que estaba cayendo al suelo.
Pero él me levantó fácilmente con un brazo y me dejó con suavidad en el lecho.
Mientras levantaba la vista hacia su rostro, mi mente repetía ardientemente una oración: «Dios mío,
ayúdame; Virgen Santa, ayúdame, ayúdame, ayúdame».
¿Qué era lo que tenía ante mí? ¿Qué era lo que había visto la noche anterior? Aquella cosa sonriente
era la máscara de la vejez, agrietada por las profundas marcas del paso del tiempo y, al mismo tiempo,
helada y tan dura y firme con sus manos. Aquello no era un ser viviente. Era un monstruo. Un vampiro.
¡Eso era, un muerto salido de la tumba y dotado de inteligencia, que se alimentaba chupando sangre!
Y sus piernas, ¿por qué me producían tal horror? El ser tenía aspecto humano, pero no se movía
como un hombre. No parecía importarle si caminaba o gateaba, si se inclinaba o se arrodillaba. Me daba
asco, pero, al mismo tiempo, me fascinaba. Tuve que reconocerlo: me fascinaba. Pero me hallaba en una
situación demasiado peligrosa como para permitirme un estado mental tan extraño.
El ser soltó una profunda risotada, con las rodillas muy separadas, apoyando los dedos en mis mejillas
al tiempo que efectuaba un gran arco encima de mí.
—¡Sí, querido, cuesta mucho mirarme! —dijo. Su voz seguía siendo un susurro y hablaba en largos
jadeos—. Ya era viejo cuando me hicieron. Y tú, Lelio mío, muchacho de ojos azules, eres perfecto. Aún
resultas más hermoso sin las luces del escenario.
La mano blanca y de largos dedos jugueteó de nuevo con mi cabello, levantando mechones y
dejándolos caer mientras lanzaba un suspiro.
—No llores, Matalobos —añadió—. Eres un elegido y tus deslucidos triunfos en esa Casa de Tespis
no serán nada cuando la noche llegue a su fin.
Y, de nuevo, estalló en aquellas roncas risotadas.
No tuve ninguna duda, al menos en ese instante, de que aquel ser era un enviado del diablo, que Dios
y el diablo existían, de que más allá del vacío que había conocido hacía apenas unas horas se extendía
aquel vasto mundo de seres oscuros y terribles amenazas en el cual, de algún modo, había sido
engullido.
Me vino a la cabeza con toda claridad que estaba recibiendo el castigo por la vida que había llevado,
pero tal cosa parecía absurda. En todo el mundo, millones de personas pensaban como yo. ¿Por qué,
entonces, todo aquello me estaba sucediendo a mí? Y una siniestra posibilidad empezó a tomar forma,
imparable: que el mundo no tuviera más sentido que antes y que todo aquello no fuera más que otro
horror...
— ¡En el nombre de Dios, vete! —grité. Era preciso que creyera en Dios en aquel momento. Era
preciso. Era él la última esperanza. Me apresuré a santiguarme.
El ser me miró por un instante con los ojos llenos de rabia. Pero permaneció callado.
Me vio hacer la señal de la Cruz. Me escuchó invocar a Dios una y otra vez.Y se limitó a sonreír, convirtiendo su rostro en una perfecta máscara de la comedia en el arco del
proscenio de cualquier teatro.
Yo continué con mis sollozos, espasmódicos como los de un niño.
—Entonces, el diablo reina en el cielo, y el paraíso es el infierno —le dije—. ¡Oh, Dios, no me
abandones...!
Invoqué a todos los santos de los que había sido devoto en algún momento. El ser me cruzó la cara
con un fuerte golpe. Rodé a un costado y estuve a punto de caer del lecho al suelo. La estancia empezó
a dar vueltas. El sabor amargo del vino me volvió a la boca. Y volví a notar los dedos en mi cuello.
—Sí, Matalobos, lucha —murmuró—. No te vayas al infierno sin presentar batalla. Búrlate de Dios.
—¡No me burlo de él! —protesté.
Una vez más, me atrajo hacia él. Y yo me resistí, luchando como no lo había hecho en mi vida, ni
siquiera con los lobos. Le golpeé, le tiré del cabello, le di patadas, pero su fuerza era tal que fue como
luchar contra las gárgolas animadas de una catedral. Y no dejó de sonreír.
Después, se borró de su rostro toda expresión. El rostro pareció hacérsele muy largo. Tenía las
mejillas hundidas y los ojos muy abiertos y casi curiosos. Entonces abrió la boca, con el labio inferior
contraído. Vi los colmillos.
—¡Maldito, maldito, maldito seas!
Yo rugía y gritaba. El se acercó todavía más y sus dientes se hundieron en mi carne.
«Esta vez no» me dije enfurecido, «esta vez no. No lo sentiré. Resistiré, Esta vez lucharé por salvar mi
alma».
Pero empezó a suceder de nuevo.
La dulzura, y la suavidad, y el mundo muy lejos, e incluso él, con toda la repulsión que me provocaba,
curiosamente ajeno a mí, como un insecto pegado al otro lado de un cristal que no nos produce asco
porque no puede tocarnos, y el sonido del gong, y el exquisito placer.., y luego me perdí por completo.
Era incorpóreo y el placer era incorpóreo. No era otra cosa que placer. Me envolví en una red de sueños
radiantes.
Vi una catacumba, un lugar frío y húmedo. Y un ser, un vampiro blanco, despertando en una tumba
poco profunda. Estaba atado con pesadas cadenas e, inclinado sobre él, vi aquel monstruo que me había
secuestrado; y supe que su nombre era Magnus y que, en aquel sueño, todavía era un mortal, un gran y
poderoso alquimista que había desenterrado y atado aquel vampiro adormilado justo antes de la hora
crucial de la puesta del sol.
Y en aquel instante, mientras la luz iba desvaneciéndose en el firmamento, Magnus bebió de su
impotente prisionero la sangre mágica y maldita que le convertiría en uno de los muertos vivientes. El
traidor había perpetrado el robo de la inmortalidad. Un oscuro Prometeo robando un fuego luminiscente.
Risas en las tinieblas. Risas resonando en las catacumbas. Repitiéndose con el eco de los siglos. Y el
hedor de la tumba. Y el éxtasis, absolutamente insondable e irresistible, desvaneciéndose
progresivamente poco a poco hasta desaparecer.
Yo estaba llorando. Tendido en la paja, musité:
—Por favor, que no pare...
Magnus había dejado de sujetarme y yo volvía a respirar por mí mismo, y los sueños se habían
borrado. Caí y caí mientras la noche estrellada se alzaba como un velo púrpura intenso de joyas a él
adheridas.
—Muy ingenioso eso. Yo había creído que el cielo era... real.
El frío aire invernal penetraba un poco en la estancia. Noté mi rostro bañado en lágrimas. ¡Me
torturaba la sed!
Y lejos, muy lejos de mí, Magnus estaba de pie observándome, con las manos colgando fláccidas
junto a sus delgados muslos.
Intenté moverme. Estaba loco de sed. Todo mi cuerpo necesitaba beber.
—Estás muriendo, Matalobos —oí decir a Magnus—. La luz de tus ojos azules se está apagando
como si todos los días de verano hubieran terminado...
—No, por favor...
La sed resultaba insoportable. Yo tenía la boca abierta y la espalda arqueada. Y allí estaba por fin el
horror último, la propia muerte, en aquella forma.
—Pide, hijo —sugirió él. Su rostro había dejado de ser una máscara sonriente, totalmente
transfigurado en una expresión compasiva. En aquel momento parecía casi humano; su vejez resultaba
casi natural—. Pide y recibirás —añadió.
Vi correr el agua por todos los arroyos de montaña de mi infancia.
—Ayúdame, por favor.
—Yo te daré el agua de todas las aguas —me susurró al oído, y me pareció que su piel no era del
todo blanca. Sólo era un hombre viejo, sentado allí a mi lado. Su rostro era realmente humano, y hasta un
poco triste.
Pero al observar su sonrisa y verle enarcar las cejas en una mueca de curiosidad, supe que me
equivocaba. Aquel ser no era humano. Era el mismo monstruo de siempre, ¡sólo que ahora estaba lleno
con mi sangre!
—El vino de todos los vinos —susurró—. Este es mi Cuerpo, ésta es mi Sangre.
Y, con esto, sus brazos me rodearon. Me atrajo hacia sí y noté que emanaba de él un gran calor.
Parecía estar lleno, no de sangre, sino de amor a mí.
—Pídelo, Matalobos, y vivirás eternamente —murmuró. Pero su voz sonó cansada, sin vigor, y en su
mirada había algo distante y trágico.
Noté la cabeza vuelta a un lado, convertido mi cuerpo en un guiñapo pesado y húmedo que yo no
podía controlar. «No lo pediré, moriré antes que pedirlo» me dije. Y entonces se abrió ante mí aquella
gran desesperación que tanto temía, aquel vacío que era la muerte, pero seguí diciendo «No». Presa de
un puro horror, seguí diciendo «No». No me doblegaría ante aquello, ante el caos y el horror. No y no.
—La vida eterna —susurró el.
La cabeza me cayó sobre su hombro.
—Terco Matalobos..
Sus labios me rozaron. Noté su aliento cálido e inodoro sobre mi cuello.
—Terco, no —repliqué en otro susurro, tan débil, que me pregunté si me habría oído—. Valiente, no
terco. —Parecía inútil no hacer tal precisión. ¿Qué significaba un poco de vanidad en aquel momento?
¿Qué significaba cualquier cosa? Y un mundo tan trivial era terco, cruel...
Me levantó la cara y, sosteniéndola en su mano derecha, alzó la zurda y se hizo un profundo corte en
su propia garganta con las uñas.
El cuerpo se me dobló por la cintura en una convulsión de terror, pero él apretó mi rostro contra la
herida mientras me conminaba:
—¡Bebe!
Escuché mi propio grito, que me ensordeció los oídos. Y la sangre que brotaba de la herida tocó mis
labios resecos y cuarteados.
La sed pareció emitir un sonoro siseo. Mi lengua lamió la sangre y me recorrió una sensación como un
gran latigazo. Y mi boca se abrió y se adhirió a la herida. Y me apliqué con todas mis fuerzas al manantial
que yo sabía que saciaría mi sed como nada la había saciado nunca.
Sangre, sangre y sangre. Y con ella no sólo quedó saciado aquel torbellino de sed, sino que
desapareció también toda mi ansiedad, todos los anhelos, penas y hambres que había conocido en mi
vida.
Mi boca se abrió todavía más, se apretó con más fuerza a su cuello. Noté cómo la sangre descendía
por mi garganta. Noté su cabeza contra la mía. Noté el firme cerco de sus brazos.
Estaba apretado contra él y noté sus tendones, sus huesos, el propio contorno de sus manos. Yo
conocía su cuerpo. Y, con todo, seguía recorriéndome aquel entumecimiento, acompañado de un
extasíame hormigueo cada vez que una sensación penetraba el entumecimiento y se amplificaba en la
penetración haciéndose más plena, más intensa, hasta casi permitirme ver lo que sentía.
Pero la principal protagonista de la escena siguió siendo la sangre, dulce y sabrosa, que me llenaba
mientras yo bebía y bebía.
Más, quería más, ése era mi único pensamiento, si mi mente pensaba todavía. Y, pese a su espesa
consistencia, pasaba ligera por mi garganta; así de brillante le parecía aquel torrente rojo a mi mente, así
de cegador, y todos los desesperados deseos de mi vida se vieron mil veces colmados.
Pero su cuerpo, el armazón al que me agarraba, estaba debilitándose debajo de mí. Escuché su
respiración en débiles jadeos. Y, pese a ello, no me hizo parar.
Te amo, Magnus, quise decirle. Maestro sobrenatural y aterrador, te amo, te amo, esto es lo que
siempre he deseado, lo que he anhelado tanto y nunca he podido tener, esto, ¡y tú me lo has dado!
Sentí que moriría si aquello continuaba, pero siguió y no morí.
Sin embargo, de repente, noté que sus manos suaves y amorosas acariciaban mis hombros y, con su
fuerza inconmensurable, me apartaban de él.
Emití un largo grito doliente cuya intensidad me alarmó, pero Magnus me ayudó a incorporarme. Aún
me sostenía entre los brazos.
Me llevó a la ventana y me asomé a ella, con las manos apoyadas en la piedra a ambos lados del
cuerpo. Estaba temblando y notaba el latido de la sangre en cada una de mis venas. Apoyé la frente
contra los barrotes de hierro.
Abajo, muy lejos, se alzaba la cima sombría de una montaña cubierta de árboles que parecían titilar
bajo la pálida luz de las estrellas.
Y más allá, la ciudad con su mar de lucecitas, sumergida no en tinieblas, sino en una niebla de suave
añil. La nieve fundente despedía reflejos luminosos. Tejados, torres y muros brillaban en un millar de
tonos de lavanda, rosa y malva.
Aquélla era la extensa metrópolis.
Y, al entrecerrar los ojos, vi un millón de ventanas como otras tantas proyecciones de rayos de luz, y
luego, como si esto no fuera suficiente, en lo más profundo vi el inconfundible movimiento de la gente.
Pequeños mortales en pequeñas callejas, cabezas y manos palpando las sombras, un hombre solitario,
apenas una mota negra ascendiendo a un campanario batido por el viento. Un millón de almas en el
mosaico de la noche y, traído por el aire, el apagado y confuso murmullo de incontables voces humanas.
Llantos, canciones, levísimos vestigios de música, el amortiguado tañido de las campanas.
Gemí. La brisa pareció levantar mis cabellos y escuché mi propia voz como no la había oído nunca
antes de gritar.
La ciudad fue desapareciendo. La dejé ir, perdidos de nuevo sus miles y miles de bulliciosos
habitantes en el inmenso y maravilloso espectáculo de sombras violáceas y luces crepusculares.
—Ah, ¿qué has hecho? ¿Qué es lo que me has dado? —exclamé en un suspiro.
Y pareció como si mis palabras no se detuvieran una después de otra, sino que corrieran a juntarse
hasta que todo mi grito fue un único e inmenso sonido coherente que amplificaba perfectamente mi horror
y mi alegría.
Dios, si existía, no era importante ahora. Formaba parte de un reino insulso y aburrido cuyos secretos
hacía mucho que habían sido expoliados, cuyas luces se habían apagado hacía largo tiempo. Lo que
ahora experimentaba era el centro pulsante de la vida misma, en torno al cual giraba toda la verdadera
complejidad. ¡Ah, la fascinación de tal complejidad, la sensación de estar allí...!
Detrás de mí, el roce de los pies del monstruo surgió de las piedras.
Y cuando me volví, le encontré blanco, desangrado, como un gran pellejo de sí mismo. Tenía los ojos
bañados en lágrimas de sangre y alargó el brazo hacia mí como si estuviera sufriendo.
Lo estreché contra mi pecho. Sentí por él un amor como nunca había conocido.
—¡Ah, helo ahí! —dijo la voz espectral con sus lentas palabras con sus interminables susurros—. Mi
heredero, escogido para tomar de mí el Don Oscuro con más energía y valor que diez mortales. ¡Qué
gran Hijo de las Tinieblas vas a ser!
Besé sus párpados. Recogí su fino cabello n***o en mis manos. Ya no era para mí un ser espectral,
sino simplemente algo extraño y blanco, lleno de alguna lección más profunda tal vez que los árboles
rumorosos a mis pies o que la ciudad titilante que me llamaba desde la lejanía.
Las mejillas hundidas, el largo cuello, las delgadas piernas..., todo ello no era sino sus partes
naturales.
—No, cachorro —musitó—. Guarda tus besos para el mundo. Ha llegado mi hora y solamente me
debes una única deferencia. Sígueme ahora.