Me condujo a una escalera que descendía en espiral. Y todo lo que vi me absorbió. Las piedras
toscamente talladas parecían despedir una luz propia, e incluso las ratas que pasaban corriendo en la
penumbra poseían una curiosa belleza.
Por fin, Magnus corrió el cerrojo de una gruesa puerta de madera con pernos de hierro y, tras
entregarme el pesado manojo de llaves, me hizo entrar en una estancia grande y vacía.
—Como te he dicho, ahora eres mi heredero —declaró—. Tomarás posesión de esta casa y de todos
mis tesoros, pero antes harás lo que yo te diga.
Las ventanas con barrotes se abrían a una vista sin límites de las nubes iluminadas por la luna y volví
a atisbar el leve resplandor de la ciudad como si ésta hubiera extendido sus brazos.
—¡Ah!, más tarde podrás disfrutar todo lo que quieras con esa panorámica —dijo. Me volvió de cara a
él y le vi de pie ante un gran montón de leña apilado en el centro de la estancia. Con un gesto relajado,
señaló la leña y añadió—: Escucha con atención, pues estoy a punto de dejarte y hay varias cosas que
debes saber. Ahora eres inmortal, y tu nueva condición te guiará bastante pronto a tu primera víctima
humana. Sé rápido y no muestres ninguna piedad, pero, por delicioso que te resulte el festín, pon fin a él
antes de que el corazón de la víctima cese de latir. En los años que se avecinan, adquirirás la fuerza
suficiente para experimentar ese gran momento, pero, por ahora, aparta de ti la copa antes de apurarla.
De lo contrario, pagarás muy cara tu osadía.
—¿Por qué has de dejarme? —pregunté con desesperación. Me agarré a él. Víctimas, piedad, festín...
Me sentí bombardeado por aquellas palabras como si me estuvieran golpeando físicamente.
Él se desasió con tal facilidad que me dolieron las manos debido al movimiento y terminé
contemplándolas, maravillado de la extraña naturaleza del dolor. No se parecía a un dolor mortal.
Magnus, sin embargo, no se movió del sitio y me señaló las piedras de la pared opuesta. Vi que una
de ellas, una losa de gran tamaño, había sido desencajada y sobresalía un palmo del resto del muro, que
estaba intacto.
—Agarra esa losa —me indicó—, y sácala del muro.
—Imposible —respondí—. Debe pesar...
—¡Sácala! —insistió, señalando la piedra con uno de sus dedos largos y huesudos y gesticulando
para que le obedeciera.
Con el más absoluto asombro, descubrí que podía mover con facilidad la losa y, detrás de ella, vi una
negra abertura del tamaño justo para permitir el paso de un hombre reptando con la cabeza por delante.
Magnus lanzó una risotada entrecortada e hizo un gesto de asentimiento con la cabeza.
—Ése, hijo mío, es el pasadizo que conduce a mi tesoro. Haz lo que te plazca con él y con todas mis
posesiones terrenales, pero ahora es el momento de que cumpla mis promesas.
Desconcertado otra vez, le vi escoger dos pequeños palos de entre la leña y frotarlas con tal energía
que pronto ardieron con unas llamitas brillantes.
Arrojó los palos encendidos al montón de leña y la resina que había en ésta hizo que el fuego se
avivara al instante, arrojando una luz inmensa sobre el techo curvo y los muros de piedra.
Con un jadeo de sorpresa, me eché atrás. El aluvión de colores amarillos y anaranjados me hechizó y
me asustó; en cambio, aunque lo percibí, el calor me produjo una sensación que no pude comprender.
No sentí la alarma natural ante la posibilidad de quemarme. Al contrario, el calor era delicioso y, por
primera vez, me di cuenta del frío que había sufrido. El frío era como una costra de hielo sobre mí y el
fuego la fundió, y estuve a punto de emitir un gemido de placer.
Él se rió de nuevo con aquellas carcajadas huecas y se puso a bailar a la luz de las llamas; sus
delgadas piernas le daban el aspecto de un esqueleto danzante con un rostro lechoso de ser humano.
Dobló los brazos sobre la cabeza, flexionó el tronco y las rodillas y dio vueltas y más vueltas mientras se
desplazaba alrededor del fuego.
—¡Mon Dieu! —murmuré. Me sentía aturdido. Apenas hacía una hora, verle danzar de aquella manera
me habría horrorizado, pero ahora, bajo la luz oscilante de las llamas, constituía un espectáculo que me
arrastraba tras él paso a paso. La luz estalló en sus harapos de satén, en los pantalones que llevaba, en
la camisa hecha jirones.
—¡No puedes abandonarme! —supliqué, tratando de mantener la cabeza clara y de comprender lo
que había estado diciendo. Mi voz sonaba monstruosa en mis propios oídos. Traté de bajar el tono, de
hacerlo más suave, más como era debido—. ¿Dónde vas a ir?
Entonces soltó su carcajada más estentórea, se dio unas palmadas en los muslos y se apartó de mí
acelerando vertiginosamente su baile, con las manos extendidas como para abrazar el fuego.
Los troncos más gruesos empezaban a prender ahora. Con su gran tamaño, la estancia era una
especie de gran horno de arcilla por cuyas ventanas escapaba la humareda.
—¡El fuego, no! —Salté hacia atrás, aplastándome contra la pared—. ¡No puedes lanzarte al fuego!
El miedo se adueñó de mí como lo había hecho todo cuanto había visto y oído. Era la misma
sensación que había apreciado antes. No podía resistirme u oponerme a ella. Mi voz era mitad un grito,
mitad un lloriqueo.
—¡Oh, sí! ¡Sí que puedo! —replicó sin dejar de reírse.—. ¡Sí que puedo! —Echó la cabeza atrás y dejó
que la risa se transformara en una serie de aullidos—. Pero ahora, cachorro mío —añadió, deteniéndose
frente a mí y apuntándome otra vez con el dedo—, debes hacerme una promesa. Vamos, mi valiente
Matalobos, un poco de honor mortal o, aunque eso me parta en dos el corazón, te arrojaré al fuego y me
buscaré otro sucesor. ¡Respóndeme!
Traté de hablar, pero sólo pude asentir con la cabeza.
Bajo la luz enfurecida de las llamas, vi que las manos se me habían vuelto blancas. Y noté una
punzada de dolor en el labio inferior que casi me hizo gritar.
¡Mis caninos ya se habían convertido en afilados colmillos! Los toqué y miré a Magnus con expresión
de pánico, pero él me observaba con aire burlón, como si gozara de mi terror.
—Bien, cuando esté bien quemado —me dijo, agarrándome de la muñeca— y el fuego se haya
apagado, tienes que esparcir mis cenizas. Escúchame bien, pequeño: esparce las cenizas. De lo
contrario, regresaré. No me atrevo a imaginar bajo qué forma, pero, haz caso de mis palabras: si me
permites regresar y vuelvo más terrible de lo que soy ahora, te cazaré y te quemaré hasta que estés tan
consumido como yo, ¿me has entendido?
Yo seguía sin lograr responderle. No se trataba de miedo. Era el infierno. Notaba cómo me crecían los
dientes y todo el cuerpo me escocía. Asentí con gesto frenético.
—¡Ah, veo que sí! —Sonrió, asintiendo también, mientras las llamas lamían el techo a su espalda y la
luz recortaba el perfil de su rostro—. Sólo te pido un acto de caridad, que pueda ir al encuentro del
infierno, si lo hay, o de un dulce olvido que con seguridad no merezco. Que, si existe un Príncipe de las
Tinieblas, mis ojos puedan contemplarle por fin. Entonces, le escupiré a la cara.
»Así, pues, esparce lo que quede como te ordeno y, cuando lo hayas hecho, ve por ese pasadizo
hasta mi guarida, pero ten mucho cuidado en volver a colocar la losa cuando hayas entrado. En el interior
encontraras mi ataúd. Debes sellarte en él o en lugares parecidos durante el día, o la luz del sol te
reducirá a cenizas. Presta atención a mis palabras: nada en el mundo puede acabar con tu vida, salvo el
sol o una hoguera como la que tienes delante, y, en este segundo caso sólo, repito, sólo si tus cenizas
son esparcidas cuando todo haya terminado.
Aparté mi rostro del suyo y de las llamas. Había empezado yo a llorar y lo único que me impedía
sollozar en voz alta era la mano con la que me tapaba la boca. El, sin embargo, tiró de mí alrededor de la
hoguera hasta que estuvimos ante la losa suelta, que volvió a señalar con el dedo.
—Quédate conmigo, por favor, por favor... —le supliqué—. ¡Sólo un poco, una noche, te lo ruego! —
De nuevo, el volumen de mi voz me dejó aterrado. No era en absoluto mi voz normal. Pasé mis brazos
alrededor de él y me apreté contra su pecho. Sus facciones blancas y enjutas me resultaban
inexplicablemente hermosas y en sus ojos negros aprecié una expresión extrañísima.
La luz oscilaba en sus cabellos y en sus ojos; entonces, una vez más, en su boca apareció una
sonrisa de bufón.
—¡Ah, mi ávido hijo! —exclamó—. ¿No te basta ser inmortal con todo el mundo para alimentarte?
Adiós, pequeño. Haz lo que te he dicho. ¡Las cenizas, recuerda! Y la cámara que hay tras esa piedra. En
su interior tienes todo lo que puedas necesitar para salir adelante.
Luché por seguir sujetándole y le oí reírse junto a mi oído, sorprendido de mis fuerzas.
—Excelente, excelente —susurró—. Ahora, Matalobos, vive eternamente con los regalos que he
añadido a los que ya tenía.
De un empujón, me mandó lejos de él dando traspiés. Luego se lanzó al mismo centro de las llamas
en un salto tan alto y tal largo que pareció estar volando.
Contemplé su caída y vi cómo el fuego prendía en sus ropas.
Su cabeza pareció convertirse en una antorcha y, de repente, sus ojos se abrieron como platos y su
boca se convirtió en una gran caverna negra y de entre las llamas se alzó su risa con un volumen tan
desgarrador que me tapé los oídos.
Pareció saltar arriba y abajo a cuatro patas en el centro de la pira y, de pronto, advertí que mis gritos
habían ahogado su risa.
Brazos y piernas, negros y larguiruchos, se alzaron y cayeron varias veces hasta que, súbitamente,
parecieron languidecer. El fuego se agitó con un rugido y, en su centro, ya no vi otra cosa que el propio
resplandor.
Pero continué gritando. Caí de rodillas y me cubrí los ojos con las manos, pero en mis párpados
cerrados seguí viendo la escena, un inmenso estallido de chispas tras otro, hasta que apoyé con fuerza la
frente contra las losas del suelo.
Me pareció que transcurrían años, allí tendido en el suelo observando cómo se consumía el fuego
hasta que sólo quedaron algunos leños a medio quemar.
La sala se había enfriado. El aire helado penetraba por la ventana abierta. Volvía a llorar sin poder
contenerme. El aire devolvió los sollozos a mis propios oídos, hasta que no pude soportar más su sonido.
Y no me sirvió de consuelo saber que todo, incluso la desazón que sentía, resultaba magnificado en el
estado en que me hallaba.
De vez en cuando, rezaba una oración. Rogaba el perdón, aunque no sabía bien de qué. Oré a la
Virgen y a los santos. Musité el Avemaría una y otra vez hasta que la oración se convirtió en una
salmodia sin sentido.
Y lloré lágrimas de sangre que me mancharon las manos cuando me enjugué el rostro.
Seguí tendido sobre las piedras cuan largo era, sin murmurar ya más oraciones sino elevando esas
súplicas inarticuladas que se hacen a todo lo sagrado, a todo lo poderoso, a todo lo que, bajo uno o mil
nombres, pueda existir o no. «No me_ dejes aquí solo. No me abandones. Estoy en el lugar de las brujas.
Éste es el lugar de las brujas. No me dejes caer más de lo que ya he caído esta noche. No permitas que
suceda...» Lestat, despierta.
Pero las palabras de Magnus volvían a mí una y otra vez: Ir al encuentro del infierno, si lo hay... Si
existe un Príncipe de las Tinieblas...
Finalmente, me incorporé hasta apoyarme en las rodillas y en las manos. Me sentía aturdido y
desquiciado, casi mareado. Miré la hoguera. Aún estaba a tiempo de reavivar lo que quedaba y arrojarme
yo también a las llamas voraces.
Pero en el mismo instante en que me obligaba a imaginar el sufrimiento de hacer tal cosa, me di
cuenta de que no tenía la menor intención de llevarlo a cabo.
Después de todo, ¿por qué tendría que hacerlo? ¿Qué había hecho yo para merecer el destino de las
brujas? Yo no deseaba ir al infierno; ni por un instante había pensado tal cosa. ¡Por todos los infiernos
que no tenía interés alguno en descender a ellos para escupirle en la cara al Príncipe de las Tinieblas,
fuera quien fuese!
Al contrario, si yo era ahora un ser condenado, ¡que fuera el propio diablo quien viniera por mí! Que
me dijera él la razón de mi condena al sufrimiento. Me gustaría conocerla, realmente.
En cuanto al olvido..., bien, podíamos esperar un poco antes de eso. Podíamos dedicar un poco de
tiempo, al menos, a meditar al respecto.
Una extraña calma se adueñó de mí poco a poco. Me sentía triste, lleno de amargura y creciente
fascinación.
Ya no era un ser humano.
Y allí, agachado a cuatro patas pensando en ello y con la vista puesta en las brasas agonizantes, me
fue invadiendo una inmensa energía. Gradualmente, mis sollozos juveniles cesaron y empecé a estudiar
la blancura de mi piel, la agudeza de mis nuevos y perversos colmillos y el modo en que mis uñas
brillaban en la oscuridad, como si las llevara lacadas.
Todos mis pequeños dolores habituales habían desaparecido, y el calor residual que despedía la
madera aún humeante me reconfortó, como una prenda de abrigo que me envolviera.
Pasó el tiempo, pero no lo sentí transcurrir.
Cada cambio en el movimiento del aire fue una caricia. Y, cuando de la lejana ciudad débilmente
iluminada llegó un coro de apagadas campanas que daban la hora, su sonido no marcó el paso del
tiempo mortal. Los tañidos eran sólo la música más pura, y permanecí tendido, aturdido y boquiabierto,
mientras contemplaba el paso de las nubes.
Pero en el pecho empecé a sentir un nuevo dolor, vivo y ardiente, que se extendió a través de las
venas, se apretó en torno a la cabeza y se concentró en el vientre y las entrañas. Entrecerré los ojos,
ladeé la cabeza y advertí que no tenía miedo de aquel dolor, sino que más bien lo notaba como si lo
estuviera oyendo.
Entonces vi la causa. Estaba expulsando mis excrementos en un pequeño torrente. Me descubrí
incapaz de controlar mi cuerpo, pero, mientras observaba cómo la suciedad manchaba mis ropas, me di
cuenta de que no sentía repugnancia.
Unas ratas se deslizaron por la estancia, acercándose a aquella inmundicia sobre sus pequeñas patas
silenciosas, pero ni siquiera su presencia me desagradó.
Aquellas criaturas no podían tocarme, aunque corrieran por encima de mí para devorar los
excrementos.
De hecho, no pude imaginar absolutamente nada en la oscuridad, ni siquiera el contacto con los
viscosos insectos de las tumbas, que fuera capaz de provocarme repulsión. Ahora no importaba nada
que se arrastraran sobre mis manos y mi rostro.
Yo no formaba parte del mundo que sentía asco ante aquellas cosas. Y, con una sonrisa, comprendí
que ahora formaba parte de lo que producía temor y repugnancia a los demás. Poco a poco y con gran
placer, me eché a reír.
Con todo, la pena no me había abandonado por entero. Me acompañaba como una idea, y aquella
idea contenía una pura verdad.
Estoy muerto y soy un vampiro. Y las criaturas morirán para que yo pueda vivir: beberé su sangre para
seguir viviendo. Y nunca jamás volveré a ver a Nicolás, ni a mi madre, ni a ninguno de los humanos que
he conocido y amado, ni a nadie de mi familia humana. Beberé sangre. Y viviré para siempre. Eso será
exactamente lo que sucederá. Y lo que sucederá está sólo empezando: ¡apenas acaba de nacer! Y el
parto que lo ha dado a luz ha sido un éxtasis como jamás antes había conocido.
Me puse de pie. Me sentía ligero y poderoso y extrañamente entumecido. Di unos pasos hasta el
fuego apagado y anduve entre la leña quemada. No había huesos. Era como si el ser diabólico se hubiera desintegrado. Llevé hasta la ventana las
cenizas que pude recoger y, mientras el viento las dispersaba, musité un adiós a Magnus preguntándome
si podría oírme.
Finalmente, sólo quedaron los troncos carbonizados y el hollín de mis manos, que sacudí en la
oscuridad.
Era el momento de examinar la cámara inferior.