Desplacé la losa con bastante facilidad, como ya lo había hecho antes, y en su interior había un
gancho para que pudiera encajarla en su sitio una vez dentro.
Pero para entrar en el estrecho conducto tuve que tenderme boca abajo y, cuando me arrodillé para
asomarme, no alcancé a ver ninguna luz al otro extremo. Su aspecto no me agradó.
Me dije que, de haber sido mortal todavía, absolutamente nada me habría inducido a arrastrarme por
un pasillo como aquél. Sin embargo, el viejo vampiro había sido muy explícito al decir que el sol podía
destruirme con la misma eficacia que el fuego. Era preciso que llegara al ataúd. Noté que el miedo volvía
a asaltarme como un torrente.
Me aplasté contra el suelo y avancé como un lagarto por el pasadizo. Como temía, apenas podía alzar
la cabeza y no había espacio para darme la vuelta y alcanzar el gancho de la losa. Tuve que introducir el
pie en el gancho y arrastrarme hacia adentro tirando de la piedra hacia mí.
Oscuridad total. Con espacio apenas para incorporarme unos centímetros sobre los codos.
Solté un jadeo, me entró pánico y estuve a punto de volverme loco pensando que no podía levantar la
cabeza, hasta que, por último, me di con ésta contra la piedra y quedé tendido allí, lloriqueando.
¿Qué podía hacer ahora? Era preciso que llegara al ataúd.
Así pues, me obligué a dejar de gimotear y empecé a avanzar a rastras, cada vez más deprisa. Me
arañé las rodillas contra la piedra mientras mis manos buscaban grietas y hendiduras para impulsarse. El
cuello me dolía debido a la tensión de contener el impulso de levantar la cabeza, otra vez presa del
pánico.
Y cuando, de pronto, mis manos toparon con una piedra sólida en su avance, la empujé con todas mis
fuerzas. Noté que se movía, al tiempo que una suave luz penetraba por los resquicios.
Salí gateando del conducto y me encontré en una pequeña estancia de techo bajo y curvo, con una
ventana alta y estrecha cerrada por otra reja de gruesos barrotes de hierro. Sin embargo, la suave luz
violácea de la noche penetraba por ella dejando a la vista una gran chimenea en la pared opuesta, un
montón de leña para prender el fuego y, a su lado, bajo la ventana, un antiguo sarcófago de piedra.
Mi capa de terciopelo rojo forrada de piel de lobo estaba extendida sobre el sarcófago y, sobre un
tosco banco, descubrí un espléndido traje, también de terciopelo rojo, bordado en oro y profusión de
encaje italiano, así como unos calzones de seda roja, unas medias de seda blanca y unas chinelas de
tacón rojo.
Aparté el cabello de mi rostro y sequé la fina capa de sudor que bañaba mi frente y mi bigote. Era un
sudor mezclado con sangre, y, cuando lo advertí por las manchas en las manos, sentí una curiosa
excitación. «¡Ah!» pensé, «¿qué soy? ¿Qué me espera?». Contemplé durante un largo instante la sangre de mis
manos y luego me lamí los dedos. Me recorrió una deliciosa sensación de profundo placer y tardé unos
minutos en recuperarme lo suficiente como para acercarme al hogar.
Tomé dos astillas de leña como había hecho el viejo vampiro y, frotándolas con fuerza y velocidad,
casi las vi desaparecer tras la llama que se alzó de ellas. No había en aquello nada de mágico, sólo
habilidad. Cuando el fuego empezó a calentar, me quité mis ropas sucias Y. tras limpiar con la camisa
hasta el último vestigio de excrementos, arrojé toda mi indumentaria a las llamas antes de ponerme las
prendas que acababa de encontrar.
Unas prendas rojas, de un encarnado deslumbrante. Ni siquiera Nicolás había lucido nunca ropas
como aquéllas. Eran galas para la Corte de Versalles, con perlas y pequeños rubíes intercalados en los
bordados. El encaje de la camisa era de Valenciennes, y yo lo conocía ya del vestido de boda de mi
madre.
Me eché la capa de piel de lobo sobre los hombros y, aunque el frío me desapareció del cuerpo, me
sentí como una criatura esculpida en el hielo. Me pareció que mi sonrisa era dura y lustrosa y
extrañamente torpe mientras me dedicaba a contemplar y palpar aquellas prendas.
Contemplé el sarcófago al resplandor de las llamas. Sobre la pesada tapa estaba tallada la efigie de
un anciano y me di cuenta enseguida de que recordaba a Magnus.
Allí, sin embargo, Magnus aparecía en ademán tranquilo, con su boca de bufón bien cerrada ahora,
los ojos mirando apacibles hacia el techo y el cabello en una larga melena de rizos y ondas
perfectamente esculpida.
Sin duda, aquel sarcófago tenía al menos tres siglos. La figura de Magnus reposaba con las manos
cruzadas sobre el pecho, vestido con una larga túnica. De la espada tallada en la piedra, alguien había
eliminado a golpes la empuñadura y parte de la vaina.
Permanecí un rato interminable observando este detalle y comprobé que el trozo que faltaba había
sido eliminado a golpes de cincel y con gran esfuerzo.
¿Era tal vez la forma de cruz de la empuñadura lo que había querido borrar el autor del hecho? La
dibujé con el dedo, pero no sucedió nada, como tampoco había sucedido nada en la otra sala, cuando
había murmurado mis plegarias. Acuclillado en el polvo junto al sarcófago, dibujé otra cruz.
Tampoco sucedió nada.
Luego, añadí a la cruz unos cuantos trazos para representar el cuerpo de Cristo, sus brazos, el ángulo
de sus rodillas, su cabeza caída sobre el pecho. Escribí «Nuestro Señor Jesucristo», las únicas palabras
que sabía escribir correctamente, además de mi nombre, pero siguió sin suceder nada.
Y, lanzando aún inquietas miradas hacia la pequeña cruz y las palabras garabateadas, intenté
levantar la tapa del sarcófago.
No me resultó fácil, ni siquiera con las nuevas fuerzas que ahora poseía. Desde luego, ningún hombre
mortal podría haberla alzado.
Pero lo que me dejó perplejo fue el grado de esfuerzo que me exigió. Me di cuenta de que mis fuerzas
no eran ilimitadas, y de que, desde luego, no podían compararse con las del viejo vampiro. Aun así,
poseía la fuerza de tres hombres, quizá de cuatro; resultaba imposible calcularlo.
En aquel instante, me pareció algo realmente impresionante.
Contemplé el sarcófago. No era más que un estrecho hueco lleno de sombras, en el cual no podía
imaginarme metido. Alrededor de la tapa había una inscripción en latín que no supe leer.
Esto me atormentó y deseé que las palabras no estuvieran allí. La añoranza de Magnus, la sensación
de desamparo, amenazaron con atenazarme de nuevo. ¡Le odié por haberme abandonado! Y me
sorprendió en toda su ironía el hecho de haber sentido amor por él cuando se disponía a saltar sobre las
llamas. Y de haberle amado de nuevo al encontrar las ropas rojas en la estancia.
¿Se quieren entre ellos los demonios? ¿Caminan del brazo por el infierno, diciéndose unos a otros:
«¡Ah, amigo mío, cuánto te quiero!», y cosas parecidas? La mía era una pregunta puramente intelectual e
intrascendente, ya que no creía en el infierno, pero era una cuestión de un concepto del mal, ¿no era
así? Se supone que todas las criaturas del infierno se odian entre ellas, igual que todos los que se salvan
odian a los condenados, sin reservas.
Aquella idea me había acompañado toda la vida. De niño, me había aterrado el pensamiento de que
yo pudiera ir al cielo y mi madre al infierno, y de que entonces tuviera la obligación de odiarla. Eso era
imposible. ¿Y que sucedería si nos encontrábamos los dos en el infierno?
«Bien» me dije, «ahora sé, tanto si creo en el infierno como si no, que los vampiros pueden amarse
entre ellos, que uno no deja de amar por el hecho de estar dedicado al mal».
Al menos, eso me pareció en aquel breve instante. Pero no debía ponerme a llorar otra vez. No podía
soportar tantas lágrimas.
Volví los ojos a un gran baúl de madera semioculto a la cabecera del sarcófago. No estaba cerrado, y
la tapa, de madera putrefacta, casi saltó de los goznes cuando la levanté.
Y, aunque el viejo maestro me había dicho que me dejaba su tesoro, me quedé mudo de asombro
ante lo que vi. El baúl estaba repleto de oro, plata y piedras preciosas. Había incontables anillos con
joyas montadas, collares de diamantes, sartas de perlas, piezas de orfebrería, monedas y cientos de
objetos valiosos.
Pasé las yemas de los dedos sobre aquellas riquezas y luego las cogí a puñados, jadeando de
asombro cuando la luz encendía el rojo de los rubíes, el verde de las esmeraldas. Vi refracciones del
color como no las había soñado, y una riqueza incalculable. Aquél era el famoso cofre de los piratas del
Caribe, el proverbial rescate de un rey.
Y era todo mío.
Lo examiné más detenidamente. Entre las joyas había otros artículos personales y perecederos.
Máscaras de satén de cuyo tejido putrefacto se desprendían los bordados de oro, pañuelos de encaje y
jirones de tela en los que había prendidos broches y agujas. Había allí una cincha de cuero de un arnés
adornada con campanillas de oro, un retal de encaje lleno de moho, atado en torno a un anillo, decenas
de cajitas de rapé y numerosos medallones colgando de cintas de raso.
¿Les habría quitado Magnus todo aquello a sus víctimas?
Levanté una espada con incrustaciones de piedras preciosas, con mucho demasiado pesada para los
tiempos en que me hallaba, y unas raídas chinelas, conservadas quizá por su hebilla de brillantes.
Naturalmente, Magnus había tomado lo que había querido de sus víctimas. En cambio, su
indumentaria había consistido en ropas gastadas, casi harapos, a la moda de otro tiempo, y su vida en la
torre había transcurrido como la de un ermitaño de otro siglo. No alcancé a comprenderlo.
Pero entre aquel tesoro había muchos otros objetos diversos. Rosarios confeccionados con
espléndidas gemas, ¡y que todavía conservaban sus crucifijos! Toqué las pequeñas imágenes sagradas,
sacudí la cabeza y me mordí el labio, como diciendo: «¡Qué horrible que las robara!». Sin embargo,
también lo encontré muy divertido. Y lo tomé como una demostración más de que Dios no tenía ningún
poder sobre mí.
Y, mientras pensaba en ello, tratando de decidir si el hallazgo era tan fortuito como había parecido en
el instante de producirse, cogí del tesoro un exquisito espejo con mango de perlas.
Me miré en él de forma casi inconsciente, como se suele hacer ante los espejos. Y allí me vi como un
hombre normal, salvo que tenía la piel muy blanca, igual que la había tenido mi viejo y malévolo maestro,
y que mis ojos habían pasado de su habitual color azul a una mezcla de violeta y cobalto que resultaba
suavemente iridiscente. Mis cabellos tenían un brillo muy luminoso, y, cuando me pasé los dedos por
ellos, aprecié que tenían una nueva y extraña vitalidad.
De hecho, no era en absoluto Lestat quien se hallaba ante el espejo, sino una especie de réplica suya
confeccionada con otra materia. Y las pocas arrugas que me había causado el paso del tiempo a mis
escasos veinte años habían desaparecido o se habían reducido mucho; las pocas que tenía se habían
hecho un poco más profundas de lo que habían sido.
Contemplé mi reflejo y traté frenéticamente de reconocerme a mí mismo en el espejo. Me froté el
rostro, incluso froté el pulido disco, y apreté los labios para evitar echarme a llorar una vez más.
Finalmente, cerré los ojos y volví a abrirlos, lanzando una levísima sonrisa al ser del espejo. Este me
la devolvió. Aquél era Lestat, sin duda. Y en sus facciones no parecía haber nada de malévolo. Bueno, de
muy malévolo. Sólo se apreciaba la antigua malicia, la impulsividad. En realidad, aquella criatura del
espejo podría haber pasado por un ángel, de no ser porque, cuando al fin le cayeron las lágrimas, éstas
eran de sangre y toda la imagen aparecía teñida de encarnado ya que su visión estaba empañada por
ella. Y poseía aquellos pequeños colmillos maléficos que apoyaba en el labio inferior cuando sonreía y
que le daban una apariencia absolutamente aterradora. ¡Un rostro bastante pasable con un único, pero
horrible, espantoso, detalle incoherente!
Sin embargo, de pronto, me asaltó una idea: ¡Lo que estaba viendo era mi propio reflejo! ¿Y no se
había dicho y repetido que los fantasmas y los espíritus y los que han condenado su alma al infierno eran
invisibles ante un espejo?
Me invadió el ansia de conocer todo lo concerniente a lo que ahora era. El ansia de saber cómo haría
para caminar entre hombres mortales. Deseé estar en las calles de París, ver con mis nuevos ojos todos los milagros de la vida que había conocido hasta entonces. Quise contemplar las caras de la gente, los
capullos en flor y las mariposas. Quise ver a Nicolás, oírle interpretar su música... ¡No!
A esto último, renunciaría. Pero había mil formas de música, ¿no era así? Y, cerrando los ojos, casi
pude oír a la orquesta de la Opera, captar las arias en mis tímpanos. El recuerdo surgió muy claro, muy
intenso.
A partir de ahora, nada sería normal. Ni la alegría, ni el dolor, ni el más pequeño recuerdo. Todo,
incluso el pesar por las cosas perdidas para siempre, poseería aquel lustre extraordinario.
Dejé el espejo y me sequé las lágrimas con uno de los pañuelos de encaje, viejo y amarillento, que
contenía el baúl. Me volví y tomé asiento lentamente frente al fuego. El calor en el rostro y las manos me
resultó delicioso.
Me invadió una dulce modorra y, mientras cerraba los ojos de nuevo, me vi sumergido de pronto en el
extraño sueño de Magnus robándome la sangre. Me invadió de nuevo una sensación de hechizo, de
mareante placer: Magnus sosteniéndome en sus brazos, unido a mí, y mi sangre fluyendo a él. Pero
escuché las cadenas arrastradas por el suelo de la vieja catacumba, vi al indefenso vampiro en los
brazos de Magnus... Y allí había algo más..., algo importante. Un sentido, una advertencia acerca de la
traición, del robo, de no ceder ante nadie, ni Dios ni demonio, y nunca ante el hombre.
Le di vueltas y más vueltas en la cabeza, en un estado de duermevela, hasta que se me ocurrió la
idea más descabellada: contarle todo aquello a Nicolás. Tan pronto como volviera a casa, le explicaría el
sueño y su posible significado y hablaríamos...
Con sobresaltada repulsión, abrí los ojos. El ser humano que había en mí contempló con impotencia la
cámara. Se puso a llorar otra vez y la perversa criatura recién nacida era aún demasiado inmadura para
poder dominarle. Sus sollozos se convirtieron en hipidos y me llevé una mano a la boca.
«¿Por qué me has dejado, Magnus? ¿Qué debo hacer, Magnus, cómo debo seguir?»
Recogí las rodillas y apoyé la cabeza en ellas. Poco a poco, se me fue aclarando la cabeza.
«Bueno» me dije, «ha sido muy divertido imaginar que eras ese vampiro, llevar estas ropas
espléndidas y pasar los dedos por ese impresionante tesoro, ¡pero no puedes vivir así! ¡No puedes vivir
alimentándote de seres humanos! Aunque seas un monstruo, llevas dentro una conciencia, una
tendencia natural... El Bien y el Mal, lo bueno y lo malo. No puedes vivir sin creer en... No puedes aceptar
los actos que... Mañana, vas a..., a..., ¿vas a qué?».
«Mañana vas a beber sangre, ¿no es eso?»
El oro y las piedras preciosas brillaban como brasas en el baúl cercano, y, tras los barrotes de la
ventana, se alzaba contra las nubes grises el resplandor violáceo de la lejana ciudad. ¿Cómo sería su
sangre? La sangre caliente y viva, no la sangre de monstruo. Mi lengua recorrió el paladar, tanteando los
colmillos.
«Piensa en ello, Matalobos.»
Me puse en pie lentamente. Me resultó muy fácil, como si fuera la voluntad, y no el cuerpo, quien lo
hacía. Tomé las llaves de hierro que había traído conmigo de la cámara exterior y fui a inspeccionar el
resto de mi torre.