CAPÍTULO 4

1608 Palabras
Un fuerte brillo me estaba invitando a que abriera los ojos y, al hacerlo, me di cuenta de que estaba en el hospital. —Miles. Gracias a Dios que despertaste, llamaré al doctor —dijo Lucy a mi lado, pero antes de que se levantara tomé su mano. —¿Qué pasó? —pregunté. No recordaba nada de lo que había ocurrido, o al menos no sabía si lo que creía que había pasado era real o solo producto de mi imaginación. Lucy suspiró. —Te lo contaré, pero creo que es mejor que te revise el medico primero —dijo y se alejó sin decirme nada. Cuando llegó el doctor, yo tenía mi atención en la ventana. Era un día soleado. El cielo estaba despejado y, como si me hubiera caído un rayo, recordé la celebración de cumpleaños de Ant y me senté de un brinco. Lucy intervino, diciendo de nuevo que tenían que revisarme y luego de que el doctor hizo su revisión de rutina estaba listo para salir hacia el restaurante. Lucy aún dudaba. —No creo que sea necesario tenerlo más tiempo aquí. Lo que experimentó pudo haber sido muy traumático para usted y por eso sufrió ese desmayo. De resto, si sigue teniendo mucho dolor de cabeza, o siente cualquiera de las otras cosas que le mencioné, deben programar una cita con su médico. Lucy asintió y el doctor salió de la habitación. —No fue un sueño, ¿verdad? —pregunté y Lucy movió la cabeza. —¿Cómo esta, Leo? —Sigue en cirugía, pero el doctor dio esperanzas de que se pondrá bien. Dijo que las balas no habían tocado ningún órgano vital, pero que sí había perdido mucha sangre. En ese momento escuché el sonido de un disparo a lo lejos. El sonido fue apenas perceptible al principio, como un eco distante, pero sabía lo que había oído y me erguí de inmediato. Lucy pareció no haberlo escuchado o no parecía importarle. Pensé por un momento en que yo había sido el único que lo había escuchado y ahí caí en cuenta de que algo no estaba bien. Mi respiración se hizo errática. La vista se me nubló. Los recuerdos, enterrados en lo más profundo de mi mente, empezaron a retumbar con una violencia salvaje. El rostro de Brown justo antes de que la explosión nos separara, el sonido de un grito, el retumbar de una carga, el fuego devorando todo, nuestros cuerpos destrozados... Mi cuerpo se tensó como una cuerda y mis manos empezaron a sudar. Sentí una presión en el pecho que me ahogaba. La imagen de mis amigos muertos se apoderó de mí como una ola y el olor a pólvora, a muerte, me envolvió en unos segundos. —¡Miles!, ¡Miles! ––dijo Lucy, aunque su voz se oía ahogada––. ¿Estás bien? Ella estaba a un lado de mi camilla e intentaba calmarme, pero mi mente corría de un lado a otro. Cuando vio que no respondía, salió a llamar a alguien y unos segundos después, alguien más entraba a la habitación. El sonido era el retumbar de los cañones, el crujido de las armas, el estallido del fuego se avivaba con fuerza en mis oídos hasta que vi a Ant entrar a la habitación. Estaba asustado. Intenté acercarme, tocarlo, quería decirle que todo estaba bien, pero cuando estuve a unos cuantos centímetros, Ant comenzó a dar vueltas y su cara se transfiguró en el rostro de un niño desconocido. —¡Antonio! —grité. No sabía qué estaba pasando. Un miedo visceral comenzó a dominarme y sentí como si todo estuviera a punto de romperse. Lucy me abrazó, pero no pude controlarme. Mi mente desbordaba las imágenes de la guerra; el campo de batalla, la niebla gris, el estruendo ensordecedor. Cada sonido de la habitación, cada ruido cotidiano, se transformaba en un disparo, una explosión, el crujir de los huesos. La realidad y la memoria se mezclaban en una espiral destructiva. --- —¿Mejorará? —escuché decir a Lucy. —Claro que sí. Todo depende de Miles. En esta etapa lo único que podemos hacer es asignar su caso a un psicólogo. —Me puse de pie apenas escuchar esas palabras. —Yo no estoy loco. —Y nadie está diciendo que lo estas, Miles. Lo que te está pasando es algo muy común después de lo que viviste. Es con tu fuerza de voluntad, tu familia, amigos y un tratamiento adecuado que aprenderás a sobrellevar lo que te atormenta. —¿No solo puede indicarme algún medicamento y ya? —pregunté y él negó. —El cerebro aún sigue siendo una de las partes del cuerpo más difíciles de entender. Hay medicamentos que te ayudan con los ataques de pánico, la ansiedad, y demás trastornos, pero lo único que hacen es minimizar los síntomas. No te ayudaran con tus alucinaciones y demás. Por eso necesitamos que primero vayas con el psicólogo y él te mande a realizarte los exámenes correspondientes para saber cuál sería el tratamiento ideal para mejorar tu mente. Luego de unos minutos más de charla, Lucy terminó aceptando por mí la consulta con el psicólogo pues era la única condición con la cual me darían de alta. No obstante, salimos de esa cita con muchas más interrogantes de las que teníamos. —Todo va a estar bien, Miles ––dijo Lucy en el carro––. Yo estaré siempre contigo. Solo dime lo que sientes. No te lo guardes. No seré psicóloga, pero puedes acudir a mí cuando necesites hablar. En ese momento moví mi cabeza en afirmación, pero sabía que nuestra vida no iba a ser igual. A partir de aquel momento, todo se volvió un torbellino. No podía dormir, no podía comer sin sentirme fuera de control. Los ruidos, las voces, el viento que agitaba las hojas en el jardín, todo sonaba en mi cabeza como un disparo, una metralla, una condena. Mi mente no podía distinguir entre lo que era verdadero y lo que era falso, y mi cuerpo no podía olvidarlo. Lucy trató de ayudarme varias veces. Me hablaba suavemente, me abrazaba en la oscuridad de la noche, intentaba hacerme reaccionar mostrándome que no era real lo que estaba viendo, pero todo era inútil. Había algo roto en mí. Algo que ni ella ni yo podíamos arreglar. Ya no era el hombre que había regresado, el hombre que se había reunido con ella y con Ant. Yo era alguien más, alguien marcado por un trauma. Cuando fui a la consulta con el psicólogo, dijo que mi trauma era tan profundo que necesitaría tiempo para procesarlo. Pero tiempo no era lo que yo necesitaba, de eso estaba seguro. Lo que necesitaba era algo que no podía explicar, algo que ni siquiera sabía si existía: paz. Cada que intentaba dormir, las explosiones resonaban en mi cabeza. Las sombras de mis amigos caídos seguían acechando mi mente día y noche, y yo seguía buscando, en cada rincón de mi ser, un refugio donde no entraran los recuerdos. Me despertaba en medio de la noche, empapado en sudor, y veía a Lucy y a Antonio durmiendo tranquilos, ajenos a la tormenta que rugía dentro de mí, y me preguntaba, por un instante, si lo que estaba viviendo era una condena por lo que había hecho, o por lo que había visto. En ese momento entendí a cada veterano que hablaba en aquellas reuniones. Nosotros habíamos dejado la guerra, pero la guerra nunca nos había dejado. Estaba en cada rincón, en cada susurro, en cada grito mudo que no podía silenciar. La memoria, al final, era imposible de eludir. «Quizás la guerra nunca se va. Quizás yo nunca volveré a ser el mismo». me pregunté más de una vez. «Quizás no hay forma de escapar a los ecos del pasado». --- En un abrir y cerrar de ojos pasaron casi dos meses. Navidad llegó, pero no fue lo que ninguno de nosotros hubiera esperado. Me fue imposible disfrutar los fuegos artificiales con mi hijo pues cada estallido me generaba una nueva imagen de la guerra en mi mente. Antes era Ant quien sufría de pánico, ahora era yo. No pude salir de la habitación en toda la noche; tuve que ponerme tapones en los oídos mientras veía la televisión. Como todos entendían mi situación, me daban mi espacio, aunque terminó siendo una Navidad solitaria. Cada minuto que pasaba anhelé que la madrugada llegara para que el silencio abundara y poder tener un momento con mi esposa. Así, cuando la casa hizo silencio, salí de a habitación en busca de Lucy, pero antes de llegar a la sala escuché unas voces. —Debes aconsejarle a Miles que vaya a los grupos de apoyo. No es bueno que se aísle de todo. Debe aprender a convivir con lo que lleva en su interior. Encerrarse en sí mismo solo lo hará sufrir más —decía mi madre. —Y lo hago, pero, como dijo el psicólogo, todo debe ser cuando él lo decida. No podemos forzarlo a nada ––respondió Lucy. —Lo sé, pero ya estoy cansada de ver a mi hijo en esta situación. —Lucy tiene razón, amor ––intervino Philips––. En este momento no se puede hacer nada. Miles no estará así para toda la vida. Debemos darle el tiempo que sea necesario. Lo importante es que él esté bien y que no represente un peligro para los demás, aunque especialmente para él mismo. Ahí comprendí lo que era para mi familia: Una bomba de tiempo.
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