El enemigo más grande

672 Palabras
Era un día de verano. Llevaba varios días de juerga, con el cuerpo cargado de alcohol, drogas y armas. La noche anterior habíamos hecho un atraco, y gracias a eso tenía el dinero suficiente para seguir alimentando mis excesos. La madre de mi hijo estaba tranquila. Después del robo pasé por casa y le dejé un buen botín. Le dije que hiciera lo que quisiera con esa plata. La verdad, poco me importaba. Solo quería seguir con lo mío, sin que ella me rompiera los huevos. En ese momento solo teníamos un hijo, y yo creía —estúpidamente— que dándole todo lo material él estaría orgulloso de su padre. Según yo, eso hacían los buenos padres. Me costaba mucho poner límites… para qué mentir, no los ponía. Cuando no quería lidiar con mi hijo o con su madre, simplemente me iba. Me escapaba. Era como un perro callejero: sin hogar en ninguna parte. Podía tener la mejor cama, la mejor tele, el mejor techo… pero siempre elegía la calle. Dormir en un sillón sucio, mirar la tele a través de una ventana ajena. Eso era más mío que cualquier casa. Tenía poco más de veinte años, pero me sentía de cincuenta. En mi vida ya había pasado de todo: me apuñalaron, me dispararon, sufrí contusiones por peleas, viví al límite. Sentía que ya no me quedaba nada más por experimentar. Cambiaba de trabajo muy seguido. Mis cambios de humor por la droga, mi temperamento explosivo… todo me alejaba de la estabilidad. Sabía que era bueno trabajando, tenía fuerza de voluntad. Pero nadie me gritaba, nadie me humillaba. En mi cabeza, las jerarquías no existían. Me daba igual si eras el jefe o el dueño del mundo: si me faltabas el respeto, te partía la cara. Así de simple. Siempre tuve trabajo. Y por eso mis abuelos y mi viejo no sospechaban de mi doble vida. No me escondía demasiado, pero ellos eran inocentes. De alma buena. Nunca tocarían algo que no les pertenecía, jamás hubiesen agarrado un vuelto ajeno. Vivían con valores que yo pisoteaba sin culpa. A veces me sentía mal por ellos. Era un malagradecido. Les había causado muchos problemas. Me llevé dinero sin permiso, mentí miles de veces. La mentira era parte de mí, como respirar. Mi papá compartía algunas cosas conmigo, pero no tanto como hubiese querido. Su mujer no quería que él visitara a mis abuelos. Ella siempre tuvo el control. Incluso hasta el final. Él vivió bajo sus reglas. En ese momento ya estaba planeando el próximo golpe. Aún me quedaba plata, pero como dicen: lo que fácil viene, fácil se va. Y yo era un gastador sin remedio. Ropa, gorras, camperas, relojes… acumulaba cosas como si fueran golosinas. Nada me duraba. Me cambiaba de ropa, la tiraba por ahí y nadie la levantaba. A nadie le importaba nada. ¿Para qué cuidar algo, si mañana podía comprar otro igual? En esa casa nadie tenía noción del valor del dinero. Nadie se esforzaba por tenerlo. Caía del cielo. O, mejor dicho, del infierno que yo sostenía. Hoy, desde este lugar en el que estoy, siento vergüenza. Y también lástima por mí mismo. No hice nada con mi vida. No fui ejemplo para mis hijos. Hoy pago las consecuencias. No me respetan. Soy solo su progenitor. Desde que no robo, tengo menos plata. Y al no ser útil para ellos, dejé de ser interesante. Ahora soy solo un pobre infeliz que apenas puede pasar la cuota alimentaria. Pero —aun con todo eso— puedo decir que esta es la mejor etapa de mi vida. Estoy sobrio. Por primera vez, tengo el deseo sincero de ser feliz, de ser mejor. No para los demás. Para mí. Sé que la lucha más difícil no está afuera. No son las drogas, ni el pasado, ni la pobreza. El peor enemigo que tengo soy yo. Fui —y a veces todavía soy— el hombre más autodestructivo del mundo. Y con ese hombre tengo que pelear todos los días.
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