No voy a mentir: quise tener una familia tradicional. De esas en las que se llega a casa, se come en la mesa, se ríe del día y se comparte lo cotidiano. Fantaseaba con eso. Pero cuanto más tiempo pasaba en casa, más asfixiado me sentía. Las peleas eran constantes, a toda hora, por cualquier motivo o por ninguno.
A los diecinueve años me convertí en padre. Ya convivía desde hacía un tiempo con la madre de mi futuro hijo. En ese entonces, ella era un mal necesario. Los dos cargábamos con muchas heridas, con historias sin cerrar. La diferencia de edad entre nosotros no ayudaba. Y en mi cabeza, el miedo al abandono era una sombra que me perseguía constantemente.
Cuando conté que iba a ser padre, nadie en mi familia me felicitó. Ninguno celebró la noticia. Me sentí profundamente decepcionado. Yo estaba feliz. Creía que iba a tener a alguien que me amaría incondicionalmente.
Claro que, por entonces, no tenía ni idea del verdadero peso que implicaba ser padre. Y menos aún con alguien como la mujer que tenía al lado. Quería ser papá, sí, pero nunca dejé mis vicios, mis excesos, ni mis viejas amistades. Lo que tenía con ella no sé si fue un matrimonio, una relación o una condena, pero era un sube y baja constante: del amor al odio, del odio al amor, del sexo a la violencia y vuelta a empezar.
Con el tiempo entendí que el haber conocido el sexo desde tan chico me había condicionado. Se volvió una necesidad tan fuerte como cualquier droga. Y con ella nunca faltaba. Con ella podía ser yo. Podía explorar mis fantasías más oscuras, las más retorcidas. Porque ella también disfrutaba de lo prohibido. No por nada se metió en la cama con un nene.
Siempre supe que ninguna mujer en su sano juicio podría aceptar mis escapadas, mis adicciones, mis cambios de humor. Pero tampoco podía alejarme de la madre de mi hijo. Ella me tenía. Me había moldeado a su antojo. Yo era suyo. Su propiedad privada. Su muñeco personal. Cuando se aburría, me provocaba hasta hacerme estallar. Quería mi reacción. A veces para victimizarse, otras para manipularme y hacerme sentir culpable de todo. Era tan estúpido, tan ingenuo, que me dejaba llevar.
Cuando nació mi hijo, nada cambió. Solo que ahora había alguien más en el mundo cuya existencia dependía de mí. Fui el padre que pude. Viendo hacia atrás, sé que fui un padre terrible. Amo a mis hijos con todo lo que soy, pero no fui el mejor ejemplo.
No fui consciente del daño que le hacíamos su madre y yo. Las peleas, los gritos, los golpes, mis ausencias. Días enteros sin aparecer. Mi hijo mayor creció demasiado rápido. En ese momento me parecía gracioso: era el payaso del grupo, una versión miniatura de mí. Con su lenguaje callejero, con sus gestos de pibe duro. Me rompe el alma recordar eso.
Me arrepiento todos los días de las decisiones que tomé. Arrastré a muchas personas a mi infierno personal.
Mi segundo hijo llegó tras una de nuestras tantas reconciliaciones. No fue diferente. Ocho años lo separan de su hermano, pero yo seguía siendo el mismo. Quizá peor. Poco después de su nacimiento, murió mi padre. Y usé esa tragedia como una excusa perfecta para caer aún más profundo. La muerte de mi viejo fue mi comodín: la carta que me salvaba, cada tanto, del exilio familiar.
Fueron años oscuros. Demasiado oscuros.
Pero nunca tuve la fuerza para enfrentar esa oscuridad y buscar la luz. Siempre fue más fácil apagarme. Desconectarme. Dejar que los impulsos decidieran por mí.