La vida, de a poco, se volvió más tranquila. Mis abuelos hacían todo lo posible por darnos lo mejor. Íbamos a la escuela; Ann asistía a una especial por su condición, además de visitar con regularidad al médico para tratar su desnutrición, epilepsia y diabetes.
A pesar de su aspecto frágil, Ann es una guerrera. Podría haber muerto, eso le dijo el doctor a mi abuela. Pero ella eligió vivir.
En cuanto a mí, la adolescencia trajo consigo un caos distinto. No solo me enfrentaba a los cambios típicos de la pubertad: yo siempre estaba al límite. Me gustaba rodearme de gente mayor. Había vivido tanto en tan poco tiempo que no me sentía cómodo con chicos de mi edad.
A los trece años ya había probado marihuana, alcohol, pastillas, cocaína y otras sustancias. A los doce estuve al borde de una sobredosis. Me metía en problemas constantemente. Amaba la adrenalina corriéndome por las venas, siempre necesitaba más. Cada situación era más peligrosa que la anterior.
Llegaron las armas. Mi padre, que era armero, siempre tenía pistolas, escopetas, armas de todos los calibres. Era cuidadoso, nunca las dejaba cerca, pero yo lo observaba: cómo las limpiaba, las cargaba, las manipulaba… y me imaginaba a mí haciendo lo mismo. Cuando nos fuimos a vivir con mis abuelos dejé de verlo trabajar, pero la fascinación por las armas nunca se fue.
La primera vez que disparé una pistola supe que no iba a poder parar. Esa sensación de liberación, el momento exacto en que apretás el gatillo… nada se compara, ni siquiera el mejor polvo del mundo. Era atrevido. No le tenía miedo a nada. Por eso los más grandes me llevaban a robar. Después de cada robo nos quedábamos celebrando nuestras hazañas, repartiéndonos el botín y drogándonos.
Había tanta oscuridad adentro mío… que nada me hacía sentir bien. Mis abuelos podrían haberme dado el mundo, y aun así, no habría significado nada. Yo quería encajar en la escuela, intentaba ir, fingía que podía ser como los demás. Lo hacía por ellos, por mi tío, incluso por mi padre. Me obligué durante mucho tiempo, pero la calle me llamaba más fuerte. Yo había nacido para esa vida. Y mis demonios la hacían más fácil. No tenía remordimientos.
A los catorce conocí a una mujer mucho mayor que yo. Tenía más de diez años que yo, estaba casada y tenía tres hijos. Nuestros encuentros eran esporádicos. Me cuidaba. Por primera vez, sentí algo diferente por una mujer. El marido de ella era mi compañero en la carnicería donde trabajaba. Dejé la escuela porque mis abuelos me lo pusieron claro: si no estudiaba, debía trabajar. “En esta casa no viven vagos”, decían.
Ese era mi trabajo legal. Ayudar en la carnicería. Pero cuando nadie miraba, yo metía la mano en la caja y sacaba algunos billetes. Seguramente, los gastaría el fin de semana.
Esta mujer, la mayor, muchas veces me iba a buscar a la salida de la escuela. Yo tenía noviecitas de mi edad, pero ella las amenazaba. En ese momento no era consciente de que lo que hacía conmigo era un delito. Yo me sentía grande, importante. Para mí, estar con alguien mayor era una prueba de poder. Las chicas de mi edad me parecían tontas.
Cada vez pasaba más tiempo con ella. Me contaba sus problemas, y yo creía que podía salvarla. Pensaba que su marido no la merecía. Me convencí de que yo podía cuidarla, ser ese hombre que necesitaba, incluso ser padre para sus hijos —que tenían apenas unos años menos que yo.
Muchos años después entendí todo. Era mentira. Me envolvió en su tela de engaños, y yo, como un idiota, caí.
¿A quién quería engañar jugando a ser adulto? Tenía catorce años. Con experiencia en algunas cosas, sí, pero con un vacío inmenso en muchas otras.
Fueron casi veinte años de tormentas, de peleas, de idas y vueltas. Tuvimos dos hijos. Éramos una pareja hecha para hundirse. Y con nosotros… también se hundieron ellos.