El día que no volví

659 Palabras
Lo recuerdo como el mejor y el peor día de mi vida. Durante mucho tiempo viví una doble vida. Cuando estaba con mi familia paterna, era un niño: travieso, inquieto, intentando llamar la atención de la única manera que sabía. Eran los únicos momentos en los que me sentía libre para jugar, reír, ser yo. Pero al volver a lo que ellos llamaban “mi casa”, todo cambiaba: me convertía en un adulto prematuro. Tenía que limpiar, lavar ropa y atender los caprichos de mi madrastra, una mujer que parecía sacada de un cuento de villanos. Ese día, mis abuelos nos habían invitado a Ann y a mí a pasar el día con ellos. Yo estaba cansado, desgastado de sentirme como un trapo sucio y usado. En mi mente infantil ya había decidido, hacía tiempo, que no volvería a esa casa. Pero siempre me faltaban fuerzas para cumplirlo: por miedo, por mi papá, o quizás porque había aprendido a sobrevivir en esa miseria. Sin embargo, ese día fue distinto. El sol comenzaba a esconderse y sabía que en cualquier momento mi padre llegaría a buscarnos. La había pasado tan bien que no quería que el día terminara. Y fue entonces cuando sentí, con más claridad que nunca, que no quería volver a esa vida. Me prometí a mí mismo que nadie iba a hacerme cambiar de opinión. Mi papá llegó como siempre, con su sonrisa amable, dispuesto a charlar un rato con mis abuelos. Lo vi levantarse de la silla y tomar su abrigo: era hora de irnos. Pero algo en mí se quebró. Empecé a llorar desconsoladamente. Ann, al verme, también rompió en llanto. La energía en la habitación cambió en un segundo. Mi papá nos miraba sin entender qué pasaba. Yo solo repetía una y otra vez que no quería volver con él. La situación se volvió tensa. Mi abuela, sin dudarlo, nos abrazó fuerte y le pidió a mi papá que nos dejara con ella. Él se molestó. Se lo notaba ofendido, herido por nuestra actitud y por la firmeza de mi abuela. Pero a mí no me importaba si me odiaba o si dejaba de considerarme su hijo. No me importaba nada, excepto no volver a ese infierno. Esa noche dormí con miedo. No porque me hubieran retado, sino porque temía que en cualquier momento aparecieran para llevarnos de vuelta. Pensaba en los castigos que nos esperaban si eso pasaba. Pero no volvieron. Pasaron los días, y mi papá no vino a buscarnos. Hablaba con mi abuela por teléfono, seguramente para saber de nosotros, pero nunca volvió en persona. Una tarde, escuché a mi tía abuela decirle a mi abuela: “Él tiene derecho, al fin y al cabo, es el padre.” Yo adoraba a la tía Cacho —así le decíamos—, pero escucharla decir eso me dolió. Por un tiempo le guardé rencor. Si ella supiera lo que vivíamos, no hablaría así. Con el paso de los meses, mi abuela se hizo cargo de todo. Nos llevaba a la escuela, al médico, y ayudó a mi hermana a comenzar su tratamiento para la epilepsia. Poco a poco fuimos dejando atrás la desnutrición. Pero no todo era color de rosa. Mis heridas estaban lejos de cerrarse. Me convertí en el típico “niño problema”. Me gustaban las travesuras, pero siempre iba un poco más allá. Buscaba los límites, la adrenalina, incluso los golpes. Cuando llegó la adolescencia, ya era casi incontrolable. Ni la psicóloga pudo ayudarme: yo no colaboraba en las sesiones, hasta que terminé por dejar de ir. Mi abuela hizo lo imposible por entenderme. Pensaba que mi comportamiento tenía que ver con el abandono de mi madre biológica. Puede ser. A veces me preguntaba por ella. Pero estoy convencido de algo: no se puede extrañar lo que nunca se tuvo. Mi mamá siempre fue mi abuela. Y lo será… hasta el último día de mi vida.
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