Era otoño. El sol calentaba mi cuerpo a través de la ventana. Las hojas de los árboles se movían de forma violenta, y el viento silbaba como en una película de miedo. Estaba hambriento, como siempre. El cansancio y la sensación de vacío en el estómago se habían vuelto parte de mi día a día.
Miraba por la ventana de forma frenética, ansioso, desesperado, esperando que Alicia o Néstor aparecieran con algo de comida. En realidad, era para Ann y para mí.
Alicia es una mujer baja, de pelo castaño y sonrisa contagiosa. La conozco desde que tengo uso de razón. Su esposo, Néstor, siempre me saluda animadamente y me revuelve el pelo cuando me ve. Alicia tiene hijos más grandes que yo. A veces los veo por el patio. Me gustaría ser como ellos… grande, libre, y poder salir de acá.
El olor a puchero llega por la ventana y se me hace agua la boca. Retuerzo los dedos con nerviosismo. No puedo distraerme: si no me ven, creerán que no estamos. El agujero en mi panza es cada vez más grande, y siento que en cualquier momento me va a consumir.
Miro otra vez por la ventana. Nada. No quiero salir de la habitación. Esta mañana tuve que hacer lo que la esposa de mi padre quería, y no quiero verla. Prefiero fingir que no existo. Prefiero hacerme encima antes que cruzármela camino al baño.
Mi hermana gime bajito. Tiene tanta hambre como yo. Me da pena. Damos pena.
Estoy jugando con el estampado de mi remera, lo único que parece calmarme, cuando escucho unos golpecitos en la ventana. Salto de la cama y Ann se asusta. Le hago señas para que no se preocupe y me acerco con cuidado.
En la emoción de recibir ese plato de comida, toco la televisión sin querer. Es enorme y pesada, y tengo que rodearla para poder abrir la maldita ventana. Tiene un tornillo que da corriente. Siempre tengo cuidado de no tocarlo… pero hoy el hambre me juega una mala pasada.
Abro una de las hojas de vidrio con esfuerzo. Las bisagras están oxidadas. Cuando tengo el plato humeante de puchero entre mis manos, lo llevo a la cama y me siento junto a Ann. Siempre dejo que ella coma primero.
Soplamos cada bocado para no quemarnos, pero es tanta la desesperación que igual nos lastimamos la boca. Alicia siempre nos pide que no nos ensuciemos, para que Cristina no se dé cuenta. Es casi imposible: comemos con la mano.
La comida es deliciosa. No quiero que se termine nunca. Comemos en silencio, sin saborearla. No hay tiempo. En cualquier momento puede entrar ella, y si nos ve comer, seguro nos golpea. A ella le encanta golpearnos por cualquier cosa.
Cuando terminamos, hago lo mismo que antes para devolver el plato. No tengo que esperar a Alicia: lo dejo en el piso, como siempre. Ella pasa más tarde a buscarlo.
La esposa de mi padre ya ha visto el plato vacío del otro lado de la ventana, pero cree que Alicia alimenta a sus perros ahí.
Aún tengo la adrenalina corriendo por el cuerpo. Me siento victorioso. Comer a escondidas es como ganarle una. Casi quiero gritarle en la cara a Cristina. Quiero restregarle que no siempre se sale con la suya, que no vamos a morir de hambre por su culpa, que todavía hay gente que nos quiere, aunque ella diga lo contrario.
Me recuesto con una sonrisa estampada en la cara. Estas pequeñas batallas son las que me mantienen en pie. Son las que me dan ganas de salir al mundo y demostrarle a Cristina y a sus hijos abusivos que no pudieron conmigo.
A pesar de sus golpes, sus humillaciones, su crueldad…
Coco y Ann no se rinden.
Los ojos me pesan. El sol, y la panza llena, me hacen relajar. Me duermo en un sueño lleno de colores, brillos y risas. Estoy feliz.
Mi papá me sonríe. Mi tío me llama. Mis abuelos y toda mi familia están ahí conmigo.
Ann, como siempre, está a mi lado.