CAPÍTULO 2

1681 Palabras
Mientras mis yemas de los dedos tocan la piel de este rostro extraño, la puerta se abre sobresaltándome de una manera que me paraliza al girarme. —Señorita… disculpe, señora —me sonríe amigablemente—. Aún no me acostumbro a llamarle señora, a pesar de que ya lleva una semana casada. —¿U-una semana de casada? —inquiero con la boca seca, casi atragantándome con las palabras. —Sí. Una semana que su sueño se hizo realidad —continúa, con esa sonrisa que me da confianza. —¿Y quién es mi esposo? —intento preguntar para mí misma; sin embargo, mi voz sale más alta de lo debido. Aquella mujer, que por el uniforme que lleva me da a entender que es una sirvienta, me mira con el ceño fruncido. —Señora, conmigo no debe fingir, yo sé todo sobre usted —me dice con complicidad—. Además, ya todos saben que se casó con el señor Jonathan; usted misma se encargó de revelarlo hace un momento. —¿Yo…? —Dios santo, no sé de qué me habla esta mujer. Así que Jonathan se llama mi esposo, o bueno, el esposo de Dakota—. Yo… tengo la cabeza confundida… —Sí, la entiendo; bebió demasiado, pero no se preocupe, que mañana estará bien, al menos de salud, porque en cuanto a lo otro… —muerde el labio—, le esperan días difíciles. Por eso, le recomiendo que descanse, para que mañana esté fuertemente preparada. La mujer, que no es muy mayor, quizás tenga unos veinticinco años, me prepara la cama, para luego ayudarme a desvestir. —¿Qué haces? —inquiero al verla llevar sus manos al cierre del vestido. —Ayudándola a desvestirse. —No, no me lo quitaré —me dirijo a la cama—. Ya vete, dormiré un rato. —Pero… señorita… disculpe, señora. A usted no le gusta dormir con la ropa ajustada, menos maquillada… —Pues hoy… lo haré —digo al dejarme caer en la cama. En mi anterior cuerpo no usaba maquillaje, menos pijama, como quiere esa mujer que quite y coloque cosas que jamás usé. Este cuerpo está cansado, agotado; no sé por qué, solo sé que no quiero dormir, porque temo que al abrir los ojos esto sea solo un sueño. Pero la cosa no es así. Apenas el rayo del sol se filtra por la ventana, abro los ojos de golpe, reviso de nuevo la herida que debería tener en mi vientre, seguido del lugar donde me encuentro, y descubro que sigo en esta lujosa habitación. Salto de la cama, corro al baño y me miro al espejo. Diablos, tengo los ojos hinchados, el rímel se ha pegado debajo de mis pestañas. Lavo la cara rápidamente, me enjuago y vuelvo a contemplarme. Joder, no soy yo, sigo siendo esa mujer: Dakota. El toque en la puerta me exalta; mi corazón late con fuerza mientras ahí afuera habla una mujer. —Señora, ¿se encuentra en el baño? —Sí —mi voz sale aguda, como de un gallo aprendiendo a cantar. Aclaro la garganta para poder hablar claro—. Salgo en un momento. Seco el rostro, seguido miro mi reflejo y no puedo creer que sea yo, mi alma la que esté dentro de este cuerpo. Observo a mi alrededor, con ojos agrandados y llenos de asombro, al ver que un baño de esta casa es más grande que el lugar donde vivía, y está lleno de lujos. Al salir del baño, la muchacha de anoche me tiene arreglado un vestido en la cama. Al verme, se endereza y me sonríe. —Buenos días, señora; tengo listo su atuendo para el día de hoy —observo el vestido, los zapatos, los cuales tienen un taco con los que ni en sueños podría caminar. La mujer me observa y se acerca para tocar la herida. —Oh, señora, le curaré y cubriré ese golpe inmediatamente con maquillaje. —No, no usaré maquillaje —me alejo de esa mujer, camino hacia el balcón para observar el jardín de esa mansión, mientras esa empleada viene cacareando detrás de mí. —Pero, ¿cómo es que no quiere usar maquillaje, si usted ama el maquillaje desde los catorce años? No le presto atención a sus palabras, solo observo la hermosa vista que tengo enfrente. —Hermoso —digo con un suspiro. La puerta se abre de golpe; giro el rostro para encontrarme con el mismo hombre de anoche. Carajo, a la luz del día es mucho más atractivo. —Señor Jonathan… —así que… ese es mi esposo. —¡Largo! —dice con arrogancia; la pobre mujer sale despavorida, como si hubiera visto al diablo. Es que esa mirada de ese hombre parece del mismo demonio. Se acerca un poco más, observándome con enojo; su mandíbula cincelada se tensa, palpita mientras sus ojos destellan fuego. Al estar un poco cerca, lanza el periódico por mis pies, lo que me hace saltar ahí mismo. —¿Ya ves lo que conseguiste? —ruge, como perro rabioso—. Estamos en todas las portadas, tanto televisivas como impresas. Bajo la mirada al periódico, me inclino a agarrarlo y leo lo que dice: “Magnate Jonathan Hamilton, casado con la hermana menor de su mejor amigo”. —¡¿Sabes lo que dirá Stefano cuando se entere, cuándo vea que en vez de cuidar a su hermana la convertí en mi esposa?! —bufa—. ¡No debí acompañarte a esa graduación, no debí emborracharme contigo! ¿Casados? ¿Stefano? ¿Graduación? Carajo, todo eso es desconocido para mí. —¿¡Por qué carajos lo hiciste!? ¿¡Por qué declaraste delante de todos que nos casamos!? —me agarra de ambos brazos y me sacude con fuerza. —¡No me grites menos me estrujes de esta forma que no soy tu hija! —las palabras salen llenas de indignación. Nos miramos fijamente; él, asombrado por mi respuesta, y yo, molesta por cómo me está tratando. Ni del miserable de mi hermano me dejó tratar así, pero lo haré de un desconocido. —Ok, lo siento —me suelta, se aleja cubriendo su rostro con ambas manos; al mismo tiempo da la vuelta y suspira profundo—. Te dije que quería mantenerlo en secreto, que nadie podía saber, que eso era un error, un maldito error. Habla de espaldas a mí. Observo su altura, su perfecta espalda, tan ancha, cubierta por aquel traje que supongo es de diseñador, hecho a su medida. Cuando su rostro se gira y sus ojos se conectan con los míos, impacta este corazón que no es mío, pero late con fuerza por esa mirada. Supongo que Dakota estaba enamorada de él, por ello confesó que se habían casado, y por eso su corazón late desbocado por él. —¿¡Por qué carajos lo confesaste delante de todos!? —vuelve a gritar. —Tú —lo apunto con el dedo—, no vas a venir a mi recámara a gritarme como si fueras mi… mi padre —lo observo de arriba hasta abajo, detengo la mirada en su rostro. Sí, está algo mayor, pero creo que no pasa de los treinta. No podría ser mi padre. —¡Esta es mi casa, y grito cuando quiero! —ruje entre dientes. O sea que no estoy en mi casa, sino en la suya. —Bueno, aunque sea tu casa, no vas a gritarme como si yo fuera tu entenada. —Es que has hecho algo que me molesta, me enoja y me dan ganas de nalguearte. —Inténtalo —lo reto, acercándome más. —Kata, nunca has sido rebelde conmigo; siempre fuiste obediente. ¿Por qué has hecho eso? ¿Por qué me retas de esta forma? “Porque no soy ella, soy Luna Roberts, una mujer de veinte años, que anoche murió a manos de un criminal, y ahora está aquí, en este cuerpo, sin saber cómo carajos llegué. En cuanto a lo otro, creo que Dakota estaba enamorada de ti”, pienso internamente. —Te dije que no podía quererte, que salía con alguien más; por eso lo hiciste, ¿cierto? Por capricho, porque siempre has sido así, una caprichosa que todo lo que quiere —estoy en lo cierto, ella estaba enamorada de este idiota. —Y si tanto querías a esa mujer, ¿por qué no te casaste con ella? —vuelve a fulminarme con la mirada. —El caso aquí no es lo que yo hice y no hice; es que te aprovechaste de mi momento vulnerable para casarte conmigo, y luego revelar a todos que estamos casados y así te reconozcan como mi esposa. —No te debió obligar a firmar —bramo, y ante el fruncimiento de sus cejas, noto el error—. Habló del juez. Nadie te obligó a firmar; debiste hacerlo porque también querías. —¡No digas estupideces! —brama—. Te cambié los pañales, y vienes a decirme que yo también quería —se acerca para dejarme claro algo—. Escucha bien, niña, nunca voy a poner mis ojos en ti; jamás te veré como mujer. Se va, acomodando su traje que le luce perfecto, con su caminar firme, y cerrando la puerta de un golpe seco. Respiro hondo, presiono mis ojos y la cabeza que se me parte en dos. Quiero despertar de este sueño, pero sigo aquí, en esta casa, atrapada en este cuerpo, sin saber qué mismo ocurrió con el mío. Me paro en el balcón a contemplar el espacioso jardín de esta mansión, decorado con árboles podados perfectamente en figuras. La empleada entra, pálida, nerviosa por quién sabe qué. —Su hermano llamó, me pidió que la ponga al teléfono, pero le dije que aún duerme —inhala—. Él está regresando; ya abandonó el pelotón para venir a hablar con… el señor Hamilton —trago grueso cuando dice—. Lo encarcelará, y quizás lo mate.
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