El silencio en la sala de la señora Bortot era tan espeso que podía cortarse con un cuchillo.
Mis manos temblaban sobre mis piernas mientras me sentaba frente a ella. Las uñas rotas, el sudor frío bajándome por la espalda. Había dejado de contar los días desde que dormía mal. No por insomnio, sino por hambre, por angustia, por el puto miedo de recibir una llamada: “Tu hermano no salió bien del penal.”
—Te ves jodida —dijo la señora Bortot, sin rodeos, sin tacto.
No respondí. Solo la miré. Y creo que eso fue suficiente para ella.
Me escaneó con la mirada como si fuera un producto vencido en oferta.
—¿Cuántos años tienes?
—Veinte.
—¿Virgen?
Asentí, tragando saliva.
No sé si fue asco o resignación lo que se asomó en sus ojos, pero algo en su mirada cambió. Se levantó, caminó hasta una pequeña estantería y sacó un cuaderno de tapas negras. Lo abrió y comenzó a hojear con parsimonia, como si estuviera revisando recetas. Yo quería gritarle que se apurara, que cada minuto que perdía ahí era uno más que mi hermano pasaba entre rejas, pero me mantuve quieta.
—¿Por qué estás aquí, Isabella?
—Mi hermano… lo arrestaron. No cometió el crimen, pero no tenemos pruebas. Necesito pagar un abogado, la fianza… comida. Estoy perdiéndolo todo.
Ella me observó largo rato. Luego dijo:
—Y lo único que tienes para vender… es tu virginidad.
Sus palabras fueron una daga. Directas. Frías.
No respondí. Solo me tragué el nudo de orgullo y vergüenza que me destrozaba la garganta.
—Tengo un cliente —continuó ella—. No es de los que piden amor, cariño ni escenas románticas. Quiere una virgen. Paga cien mil. Pero exige confidencialidad, obediencia absoluta… y que no haya arrepentimientos.
Cien mil.
Dios.
Era más de lo que había soñado.
—¿Cuándo?
—Mañana. Nueve de la noche. Te recogerán aquí. Vendrás bañada, depilada, sin maquillaje vulgar. Él odia las mentiras.
—¿Y si…?
—No hay “y si”, niña. Esto es o sí, o no. No es un juego. ¿Aceptas o no?
El aire en mis pulmones ardía. Me odiaba. Me odiaba por estar considerando esa opción. Pero odiaba más ver a mi hermano en una celda, con los nudillos rotos de tanto defenderse, y la mirada vacía.
—Sí —murmuré—. Acepto.
Ella sonrió. No con alegría, sino con la satisfacción de cerrar un buen trato.
—Perfecto. Ahora vete. Necesitas descansar. Mañana empieza tu verdadero infierno.
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Dormí poco esa noche. No por el miedo al acto en sí, sino por todo lo que representaba.
No era solo sexo.
Era renunciar a algo que había querido guardar.
Era rendirme ante la mierda del mundo.
Era entender que, en esta vida, si no vendes algo… te comen viva.
Me miré al espejo esa mañana y no me reconocí. La chica que soñaba con estudiar medicina, que se reía con su hermano, que pensaba que todo podía resolverse con esfuerzo… ya no estaba.
La que me miraba ahora tenía los ojos apagados, los labios secos y una tristeza que dolía a gritos.
Me duché con agua fría. Me depilé con las manos temblorosas. Me puse un vestido n***o, sencillo, y recogí el cabello. Ni un perfume. Ni una gota de pintura. Como me lo pidió la señora Bortot.
Cuando el reloj marcó las ocho con cincuenta, ya estaba en la puerta. Un auto n***o, elegante, sin placas visibles, se detuvo frente al edificio. Bajó un chofer de traje, sin decir palabra, y me abrió la puerta.
Tragué saliva.
Y entré.
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El viaje fue silencioso. No reconocí el camino. Tampoco me atreví a preguntar.
Mi corazón no latía… retumbaba.
Cuando por fin el auto se detuvo, vi una mansión. No una casa grande. No. Una jodida mansión de película.
Luces tenues, columnas blancas, una puerta de roble. ¿Qué clase de hombre vive aquí?
El chofer bajó, rodeó el auto y me abrió la puerta.
—Siga. Él la espera.
Me costó mover las piernas, pero lo hice.
Crucé el umbral. El interior era tan silencioso como imponente. Pisos de mármol, una escalera de caracol, cuadros antiguos. No había música. Solo el eco de mis pasos.
Y entonces, lo vi.
Estaba de espaldas. Traje oscuro, copa de vino en mano.
Alto.
Firme.
Inmóvil.
Como si supiera que yo lo estaba observando.
—Isabella —dijo, sin girarse—. Pasa.
Su voz era grave, limpia. Controlada.
Obedecí. Cerré la puerta detrás de mí.
Cuando por fin se giró, mis piernas temblaron.
Era guapo. Dolorosamente guapo. Pero no de la forma dulce. Era afilado. Dominante. Frío. Como si pudiera descifrarme con solo mirarme.
—Te ves diferente a como la señora Bortot te describió —dijo, dando un sorbo a su vino—. Eso me gusta.
No supe qué decir. ¿Gracias? ¿Lo siento? ¿Me voy?
—¿Sabes por qué estás aquí?
—Sí.
—¿Y estás dispuesta?
Asentí.
—Sí.
Caminó hacia mí. Cada paso que daba hacía que mi corazón latiera más fuerte. Se detuvo frente a mí. Su aroma era sutil, caro, varonil.
—Bien. Pero antes… quiero que entiendas una cosa —me sostuvo la mirada—. No me interesa tu historia. No me importa tu hermano. No estoy aquí para salvar a nadie. Esto es un trato. Una noche. Me perteneces hasta que yo diga lo contrario. ¿Te queda claro?
—Sí.
—Bien. Sube las escaleras. Segunda puerta a la derecha. Quítate el vestido y espera en la cama. No intentes hablarme. No me mires si no te lo pido.
Sentí que mi cuerpo se fragmentaba. Pero subí.
Cada peldaño era una despedida.
A mi inocencia.
A mis sueños.
A la niña que fui.
Entré en la habitación. Era inmensa. Blanca. Inmaculada.
Una cama que parecía de otro mundo.
Me quité el vestido. Lo doblé con manos temblorosas.
Y me senté en la cama, como él ordenó.
Minutos después, la puerta se abrió.
Y el infierno empezó.