Cinco años atrás
Cuando mi tiempo llegue y las estrellas se apaguen, el mundo seguirá girando.
Arrinconado en el hogar de mis sueños, ocultaba el rostro entre mis manos. Los dedos, como rendijas, filtraban las lágrimas. El reloj anunciaba la hora del alba, pero no lo escuché. ¿Qué tan sordo estaba? No quería levantarme. El grifo de la regadera estaba abierta, la sangre de mi alma descendía hacia las alcantarillas.
Frustrado en la arena de la desdicha, aguardaba la llegada del sol, pero en el horizonte interior, no había más que un denso abismo. El teléfono sonaba, pero sordo me hallaba, ensimismado en los recuerdos efímeros a los cuales me aferraba. Un aferro a la cruel inexistencia de la felicidad. Quizás, en este instante, no sienta la felicidad. Molesto, así defino el timbre del teléfono. ¿Quién insistía tanto en llamarme?
No tenía apetito, tampoco sed, creo que había dejado de sentir en aquel entonces. Nublado, como el cielo contristado de aquel amanecer, estaba mi consciencia. Deseaba desaparecer de la vida de los que quiero. Iba apagarme como un cuerpo celeste, pues la luz que irradiaba esperanza se extinguía.
Piensa en tus padres, me decían, pero a una persona con depresión no le importan sus padres, ni sus hijos, ni sus mascotas, ni sus amigos, al momento de abandonar la tierra de los vivos. Así que postrado en la cerámica, sintiendo el frío de la soledad, lloraba. Había pasado llave a la puerta del baño. Vi la soga que estaba encima del taburete y la nota que escribí a mis conocidos.
¿Por qué estaba en un agujero? ¿Por qué no tocaba fondo en el pozo? ¿Podría salir de aquella batalla que se libraba dentro de mi cabeza? No lo sé, pero estaba seguro que extrañaba aquella persona que me amé.
Otrora sentí su calor en mi cuerpo. El movimiento de sus caderas en mi entrepierna, lo evocaba como quien evoca las olas del mar. Su perfume, sus latidos, su cabello, su piel cetrina, sus cejas perfectas, orejas pequeñas, rostro como si fuera un corazón. Cada vez que recordaba su figura, mi corazón parecía revivir, pero era gracias a la nostalgia segregada por el cerebro. Labios con sabor a fresa y pintados de rojo; lucía un vestido n***o, jeans puestos y ceñidos con un suéter blanco, como si fuera un cinturón de karate. Corría en la imaginación, acompañado por los ángeles de la fantasía, pues tejía un poema a la musa que rodeó mi soledad con caricias. Abracé un fantasma. Miré derredor cuando desperté dentro del sueño, había una playa y un hermoso ocaso, pero era falso. Me enteré de la irrealidad del hecho, cuando abrí los ojos y vi el cuchillo a un lado, la sangre que corría en el suelo y el agua que diluía el líquido que mantiene vivo a los humanos.
¿Yo era un ser humano en ese momento? ¿Qué era ser humano?
Otra vez sonaba el teléfono, no quería tomarlo. ¿Qué me había pasado? ¿Por qué no lo coloqué en silencio? Esos dispositivos tienen una función en el que no recibes mensajes ni llamadas, de manera que cortas comunicación con la sociedad y puedes refugiarte en cuatro paredes, como aquel día estaba yo. Miré a la puerta, temblando. Abrir o no abrir la puerta, el dilema. Si abría la puerta y contestaba el teléfono, ¿había alguna esperanza de salir a la luz?
Tuve una infancia normal, con padres normales, pero en la escuela era considerado el raro del salón. Mis amigos solían burlarse de mí. Aunque resaltaba en calificaciones, no era un ser humano aceptado por los demás, o el grupo. Por mucho que fuera un niño extrovertido, me observaban como si fuera una especie distinta a la de ellos. A medida que crecí, comprendí que sí era un ser diferente; pero esta diferencia se encuentra en cada individuo. Por tanto, somos especiales a nuestra manera, aunque poseemos el mismo molde. Sin embargo, nadie se daba cuenta de lo especial que podía ser en la vida de los demás.
¿Quién era para ellos?
Mis pocas amistades me decían lo que ya sabía: eres grande, eres gracioso, eres lindo… Eran cumplidos que desechaba a la basura que había creado la tristeza. ¿De qué servía que elogiaran una máscara? Me consideré fugaz en sus vidas, pues si moría, ellos continuarían sin mí. Entonces, ¿de qué valía creer en sus mentiras? ¿Eran mentiras realmente?
Busqué compañía en personas que creí ser adecuadas para mí. Cuando me alejaba de ellos, anhelaba recuperar la paz que sentía en la oscuridad. ¿Por qué lo hacía? Muchas personas que conocemos, al retirar sus capas afables, encontramos un monstruo. Yo sabía escrutar más allá de los ojos de quienes me hablaban. Me acostumbré a realizar pruebas y así comprobar si la persona estaría conmigo en las buenas y malas. Con el decurso de los meses, originé un pequeño círculo en el que me sentía cómodo, pero no lo suficiente, porque aún no me sentía cómodo conmigo mismo.
Con los dedos conté a los seres que me extrañarían, me alegré al saber que eran pocos. Unas cuantas lágrimas que regarían mi tumba; unas cuantas mentes que bramarán palabras que el viento llevará. De todos modos, la vida humana un día perecerá y el corazón que una vez bombeó en los seres humanos, se detendrá para siempre.
Debí apagar el teléfono, seguía sonando, alguien insistía. Cuando me paré, los latidos eran tambores. Incluso pensé que alguien tocaba la puerta, pero, quizás, sí tocaban la puerta. Pálido, con los hilos de sangre en mis brazos, caminé, sin desfallecer, hacia la puerta. Me caí, pero me sostuve en el taburete. El corazón latía cada vez más rápido, cada segundo contaba. Tragué saliva, me dejé llevar por la debilidad. No alcancé el pomo. Lloré, expelí un grito de desesperación, ya que la vida se esfumaba por mis brazos. El teléfono sonaba, no podía parar de sonar. El mundo giraba, no podía dejar de girar. Yo sangraba, no podía dejar de sangrar.
Sonreí en la tormenta, al fin iba a llegar el punto en el que la batalla estaba perdida.
El altavoz del teléfono se activó. ¿Cómo era posible? ¿Podía ocurrir o era una alucinación? Escuché la voz de ella.
—¿Dónde estás? ¿Por qué no respondes? —preguntó cerca de mi oído, pero no me asusté.
—Atrapado en el baño, sufriendo tu partida.
—Llevo horas al teléfono y no contestas, necesito que respondas.
—No, no puedo, sin ti no puedo más.
Perdía el conocimiento, pero una desconocida fuerza, impelida por el instinto de supervivencia, me motivaba a seguir lúcido.
—Por favor, levántate —rogó—. Levántate.
—No quiero, estoy hundido en la miseria.
Una cucaracha extendía sus alas y la sombra de su cuerpo se proyectó en la cerámica. Temblaban mis parpados. Su querida mano, el ánima de ella, tocó mi hombro. Un leve escalofrío recorrió la espalda, por segundos me espabilé, pero el sopor volvía a dominar mis sentidos.
—Levántate —dijo ella.
—El mundo no es igual.
—Sí, sí es igual. Me fui, pero todo continúa con normalidad.
El teléfono no paraba de sonar, era como si el tiempo se hubiera congelado y el sonido quedara en el espacio, como una constante repetición, una y otra vez. ¿Qué hacía ella aquí? ¿Por qué no está con él? ¿Qué hacemos los dos en el baño mientras me desangro?
—No cierres los ojos y levántate —dijo ella, desesperada.
—Ya no hay vuelta atrás, pues es tarde.
—¿Tarde? El sol sale todas las mañanas, la luna cumple sus fases, el mar crece y decrece, la gente sale a trabajar, los edificios no se han derrumbado, aún existen hospitales, enfermos, locos y personas cuerdas. ¿No comprendes que el mundo no ha cambiado? La realidad está intacta. Conmigo o sin mí, el ser humano es ambivalente. Es verdad que doté de sentido tu vida, pero debemos aprender a desprendernos de las personas que nos lastiman para surgir y superarnos. ¿Por qué te refugias en un baño? ¿Por qué te has cortado? Mira tu sangre, la sangre que un día quise fuera la de mis hijos. La desperdicias, como las lágrimas que un día absorbí. No soporto ver tus labios pálidos. ¿Dónde están los labios carnosos y cálidos que besé alguna vez?
—Desapareció, el vacío se lo ha tragado. La incertidumbre me ha dominado, no sé que precede en el futuro, ya que no veo más allá del horizonte. Solo conozco un abismo que ha conocido mis gritos en las profundidades. El cadáver de mi espíritu se encuentra mancillado por la sociedad que me ha herido. Dolor acumulado, eso es lo que quiero decirte, cuando la sangre se ha desbordado del vaso racional que controlaba las hormonas de mi cerebro. Déjame ir, una vez más, te lo pido. ¿Qué tengo de especial que ya no tenga la gente? El mundo no se detendrá por mi culpa. Sumaré una estadística y seré la marca de un recuerdo en la distancia de mis seres queridos.
—Dices estupideces, no has cambiado en absoluto. Permíteme que aclare tu ser especial. Cada ser humano, mediante la bondad de sus gestos, alimenta los corazones sumidos a causa de la profanación de sus tumbas felices. Entenderás que a cierta edad enterramos la felicidad, lo cual hace que despertemos y entendamos que el mundo es funesto y la humanidad está destinada a sufrir los malos augurios que el destino tiene preparado para cada individuo. Ahora, vida hay una y no hay más que una. El más allá es un concepto de la eternización del ser humano. Cuando mueres, la oscuridad será tu eterna compañera. Asimismo la nada aguarda al otro lado del portal. No existe un dios que juzgue los males, sino un ser humano que sentencia actitudes atroces. De manera que nuestra percepción religiosa y moral es un concepto humano. La bondad de la que te hablaba, pocos la tienen. Compartir felicidad, es algo que un dios no hará, sino las personas que has dado ciertas dádivas. Has iluminado el sendero de algunos y has oscurecido la vida de otros. El equilibrio eterno entre el bien y el mal, donde la balanza se inclina hacia el bien que emites a los que amas.
—Hablas y hablas, pero no entiendo del todo tu discurso. Perdona mi falta de razón, pero ya no puedo pensar como antes. Dices que la bondad de mis gestos ha podido hacer más de lo que un dios ha podido hacer por los seres que amo. Pero si existiera un dios, pues hubiera sido enviado por él para aliviar las penas de mis seres queridos. Yo los alivio, pero ellos, ¿me alivian? ¿Pueden ellos hacerme feliz? Una sonrisa puede esbozarla el mejor actor. Puedo reír sin parar, pero cuando me encuentro en soledad, lloro hasta desgañitar.
Tosí, los latidos eran más fuerte. Después estornudé y agaché la cabeza. El ambiente daba vueltas, como si fuera un enano encima de un trompo que gira y gira.
—Levántate, por favor, estás a tiempo.
—No…
Tocaban la puerta.
—Así que los has llamado —dije.
—Tienes mucho por vivir.
—No… No tengo suficientes motivos para vivir. La humanidad me ha relegado, soy indigno de ser humano. Entiende.
—¡Abre la puerta! —gritó mi mejor amiga.
Sonreí y observé a la señora de aquel infierno. Posó un dedo en el medio del labio. Asentí, porque era nuestro secreto. Deliraba como un loco por su cariño, tanto que había creado una figura inexistente de su presencia, fallecida en la víspera. Somnoliento, los vapores del amanecer penetraban en el baño. En la ventanilla, contigua a la regadera, un haz de luz llegaba hasta la puerta. La sombra de la cucaracha, estática, era asombrosa. Me preguntaba si el bombillo no quemaba su cuerpo. Quizás la cucaracha aguantaba el sufrimiento como yo. En la luz cegadora, cálida y ardiente, posamos la piel. Aunque nos quememos en la realidad, en la mentira estamos fríos.
—Abre la maldita puerta —gritó mi mejor amiga.
Reí, reí como nunca antes había reído. Pero no era una risa de jolgorio por ser rescatado, sino una risa siniestra por haber fracasado en mi primer intento de suicidio. La voz de ella jamás volveré a escucharla. Ha muerto en brazos de otro hombre. Apenas llegué al hospital, ella agonizaba. No olvidaré el destello de sus ojos al verme, el débil destello del último respiro.
Astillas volaban de aquí y allá, la sangre bajaba a las profundidades del averno. Saludos al diablo que no iba a conocer ese día. Miré a la fallecida, ella se despedía con una gélida mirada, similar al de una muñeca de trapo. No sabía si debía agradecer su ayuda, porque, sinceramente, aquel día deseaba morir.