El ocaso dorado pintaba los cúmulos. El cielo deleitaba la vista. Como el sonido de las olas, su voz calmaba mis nervios. Observaba el horizonte, a mi espalda bajaba el sol, y el fondo del ponto me aterraba. ¿Qué habrá más allá de la distancia, de la línea, del fin? Llevé una mano al pecho, aún latía mi corazón. Respiré profundo, dejé que los latidos esparcieran recuerdos.
Una nube cubrió el vuelo de una gaviota. La mancha negra se disolvió y no volvió. Así eran las evocaciones, como un ave que se pierde en una nube. Borrosos y turbulentos, gélidos e invernales.
Me levanté para plasmar una huella en la arena. Acerqué el pie a la orilla, y las olas devoraron mi piel. Cerré los ojos, me hacía cosquillas, pero mi rostro permanecía circunspecto. Cuando miré el pie, la marea había subido. Regresé y me senté al lado de la palmera. Una lágrima descendió en la mejilla.
Una corriente de aire frío caló en mis huesos. Sonreí, ya que la soledad me dominaba. No podía soltar su presencia, aunque en la realidad había muerto.
En mis sueños, su voz me llamaba. Corría en los pasillos del hospital, loco por tomar su mano caliente. Abrí la puerta de la estancia, ella reposaba en la camilla y el marcapasos emitía débiles pulsaciones. Me sonrió y supe que sería su última sonrisa. De modo que la estrella de mi vida, se extinguía.
Hui de la playa, pues corrí de la sombra de la inexistencia. Los edificios eran testigos de la carrera, eran ellos o mi mundo, pero mi mundo había perecido. Por tanto, la vida y color que había antes, se transformó en gris. La nostalgia carecía de sentimientos y la racionalidad, domaba los caballos de la fantasía. Sabía que el tiempo era mi enemigo, y la música el bálsamo de la herida. Giré esquinas y troté mientras las lágrimas caían en el asfalto. Solo quería volver a ver a alguien, su melodía me devolvería a la vida.
Cada vez que parpadeaba, el proyector encendía su luz. En la pantalla del cine, regresaba a los viajes tomado de su mano. Las risas expulsadas de su garganta, era el canto de una sirena que adoraba juguetear con el mar. Perdonen mi obsesión con el mar, vivo en una isla y hace mucho que no viajo a la ciudad. De hecho, desconocía sobre la influencia sentimental del hogar de Neptuno. Así que los escenarios que viví con… No, no puedo… Las zarpas del olvido rasgan cada momento del filme.
¡Oh, hado! ¡Me has hecho desgraciado! Corría y corría, la distancia se alargaba, la tristeza se extendía. La gente me miraba, pero sus rostros, carentes de empatía, me llenaban de miedo. ¡Temía de nuevo a la sociedad y a su insolencia!
Los carros pasaban, corría sobre la acera y apartaba a los seres vivos. Ellos preguntaban por mí, pero yo no por ellos. ¿Quiénes eran? ¿Quién era yo? ¿Por qué olvidé mi nombre? ¿Cómo te olvidé? Cinco años que se convirtieron en un ayer, pero un ayer desenfocado. ¡La amaba, pero el amor no resiste a los embates de los años! Una mente lúcida puede sostener los detalles más claros de los últimos momentos, pero no los vestigios de la historia. El resto de un hilo que se teje gracias a la recreación de nuevos momentos que ocurrieron como hubiéramos querido que pasara.
La iluminación de la clínica despejaba el hálito de la noche. Sus letras rojas, grandes, llenaban de sangre mis ojos: Emergencia. No estaba grave físicamente, pero pensaba a menudo en el suicidio. Quería morir después de su muerte. Morir era despertar del sueño.
Vislumbré la casa de mi amiga. Admiré la Iglesia Nuestra Señora Fátima. Su estructura de bordes rígidos y textura de ladrillo, me cautivaba. Bajo el halo lunar, su presencia en la urbanización Arboleda, era magnífica. Además, los vitrales, que habían abandonado la diversidad de colores a causa de la penumbra, me recordaba que la existencia del color, comprueba la existencia de la luz.
—¡Camila! —llamé desde la reja de la casa.
Me detuve frente una reja teñida de dorado, aunque era más parecido al cobre. Había un sedán blanco estacionado, quizás el padre de Camila estuviera dentro de la casa. Por mucho que estuviera desesperado, mi cuerpo rechazaba cualquier contacto físico, solo quería estar acompañado.
—¡Camila, soy Jesús! —exclamé.
En la ventana del frente, adelante del carro, entre unas plantas sembradas en porrones (no soy conocedor de hierbas), una cabeza emergió de las cortinas blancas, la madre de Camila me observó y me reconoció.
—¡Camila va a salir, un momento jovencito! —me dijo con su característico acento colombiano.
—¡Vale, está bien, espero! —Incliné un poco el torso, como si fuera un saludo japonés, algo que es costumbre en mí, aunque viva en Venezuela.
No había lluvia, pero la tormenta arreciaba en mi interior. Los truenos eran los gritos desesperados que mi garganta no podía emitir. Relámpagos que alumbraban las grietas del palio celestial, eran las fugaces luces de esperanza. Rayos escindían el paraíso abandonado de dios, rayos que devastaban mi ser.
«¿Cuándo saldrá Camila?», pensé.
Nervioso, temía que la embarcación fuera engullida por la furia de Tritón. Intentaba recoger la vela, pero los vientos huracanados me empujaban y, en consecuencia, caía en la madera. Siempre caía, de una forma u otra, cuando trataba de retomar el rumbo de mi vida.
Palabras vacías, llegaban desde el abismo. ¿No serán esas la promesas que una vez hice? Promesas que un cadáver se llevó a la tumba; gusanos que horadaban la sabiduría de su cerebro; cuervos que arrancaban los ojos que una vez me vieron. La muerte y su evolución hacia la vida, me hacía recordar el último diálogo de Sócrates y, con seguridad, a la obra máxima de Goethe.
Recibí un mensaje de Camila, escribía que salía en unos minutos. En pie, miré el mini mercado frente a la casa de Camila. Todos los días se reunían tres señores a conversar en la entrada. Era un sitio vistoso, no voy a negarlo, aunque era un poco caro. Escruté a los señores que estaban congregados como si fuera un partido político conformado por ancianos. Conversaban, animados, sobre un partido de béisbol. Una señora paseaba su perro, que era un San Bernardo, junto a su hija. La normalidad del exterior me atemorizaba, ellos vivían plenos, mientras la tristeza, de la cual vivo, me consumía tal cual un cigarrillo.
—¡Hola! —saludó Camila, pero al verme llorar, su rostro se adoptó una expresión circunspecta.
No dije nada. En el silencio de mi mente, la voz de la muerta era el eco de la perdición. Las llaves de la reja sonaron, pero se oían en la distancia, como si no estuviera cerca de la casa de Camila. Deslizó la reja y me abrazó, lloré en su hombro. El sollozo movía mis hombros, arriba y abajo. Su amistoso abrazo, me llenaba de compañía, lo que más me hacía falta en aquel entonces. No sé cuándo me tomó de la mano y me condujo a una de las sillas que estaba en el estacionamiento. Luego de sentarme, relajé el cuerpo y me dejé llevar por la corriente del sufrimiento.
Agazapado en el rincón, esperaba que se marchara la mujer que me visitaba. Tenía la puerta cerrada, pero ella insistía en abrirla. Como hace cinco años, un día después de su muerte, cuando decidí suicidarme, regresaba a mi cabeza. No sabía si era un principio de esquizofrenia, pero suficiente tiempo había pasado y no lograba superar la muerte de mi amada. De manera que al cerrar los ojos en casa de Camila, regresaba su aroma, su tacto, su aliento, su presencia, su silueta que no se borraba dentro del templo de mi alma. Así que, como un niño, mi consciencia se arrinconaba en un especie de salón sumido en la oscuridad. Allí esperaba que ella se marchara, que me dejara de molestar.
—¿Quieres un vaso de agua? —preguntó Camila, sentándose a mi lado.
—No me dejes solo —imploré.
—Tranquilo —dijo en voz baja y apoyó su mano en mi hombro, luego exhaló un suspiro—. ¿Has ido a terapia?
—Sí.
—Parece que no funciona. ¿Has pensado en cambiar de psicólogo?
—No, por el momento, no.
Me parecía increíble que respondiera a las palabras de Camila, ya que creía ser un cadáver. Además, pensaba que nada en mi funcionaba. A decir verdad, me preguntaba a menudo en voz alta: «¿Por qué estoy vivo?». La respuesta era incierta, pero fue Camila quien me salvó de la muerte cuando intenté suicidarme en el baño.
—Quisiera acabar con el dolor de su ausencia —mascullé.
Ella me abrazó. Su calor me transmitió paz. Por primera vez, sentí que algo se arreglaba dentro de mí. ¿Qué se arreglaba? No tenía idea, pero era un sentimiento distinto al que uno, comúnmente, siente con una amistad. Por supuesto, Camila y yo somos mejores amigos, no hay espacio para el enamoramiento. Quizás estaba tan devastado que un abrazo, sea de quien sea, bastaba para arreglarme.
Los lectores preguntarán: «¿Quién es Camila? ¿Cómo es Camila?». Narraré la historia de cómo nos conocimos, dado que es fundamental para entender los acontecimientos que se desarrollarán.