Capítulo 2

3258 Palabras
Me despedí de una lápida. El amor que habíamos criado, falleció luego de unos años. Contuve el desborde del dique, pero el martillo del adiós quebró la represa. Lloré, mojé sus hombros desnudos. Ella acariciaba mi espalda, sentía sus sollozos. Sentado en los asientos de la sala del ferry, miraba el mar centellante. Eran las ocho de la mañana. Me convertí en un soñador vespertino, porque al cerrar los ojos, ella aparecía. Agaché la cabeza para que las gotas cayeran al vacío; sin embargo, no había un vacío en la inquebrantable realidad, sino un vacío en mi interior. «Te extrañaré», sonaba el eco de su voz en el páramo de la memoria. El ferry zarpó y los edificios, junto a los recuerdos, quedaron atrás. A medida que los minutos transcurrían, la tierra se convertía en mar. De manera que, pasada la media hora, la humanidad se hundió en el horizonte. Pisé tierra, admiré la isla de la soledad, donde los mundos que pululan de aquí allá, viven ensimismados en su ego. La lluvia amainaba, de modo que cerré el paraguas. Anduve hasta el terminal donde esperamos el equipaje. Miré el ferry una vez más, observé el horizonte bañado por el resplandor del poniente. Del espejo marino surgían crestas, como montañas diminutas que emergían y desaparecían. El eterno vaivén de los botes atracados en un puerto de madera cercano, producía el sonido peculiar de la madera crujir. Cantó un ave, que desconozco, la oí lejos, muy lejos, como los ecos de mi vida pasada. Una gota cayó e hizo ruido en el asfalto, creí que era emitida por la llovizna, mas resultó ser una lágrima. Evoqué los edificios de la capital; el bullicio y el caos de las calles; el andar ajetreado de los seres humanos, domados por el estrés diario. Entre la cantidad de gente que andaba en el laberinto citadino, ella se encontraba. Veía, una vez más, su presencia. Los demás pasaban al lado de ella y, a veces, la atravesaban. Un fantasma, en eso se había convertido en mi cabeza; el fantasma de un amor que falleció por la distancia. La paz repentina del atardecer me abrumó, pues no estaba acostumbrado a la quietud y la serenata de las sirenas ficticias, ya que mantenía la creencia de que el sonido del mar era provocado por una horda de sirenas con arpas en las profundidades. Pasada la media hora de espera, la cinta se movió. Mi equipaje fue uno de los primeros. Con maleta en mano, salí a pedir un taxi. Un viejo de sesenta años me abordó. Di la dirección de la casa familiar y pregunté por el precio del viaje. «Veinte dólares», respondió el anciano con una cordial sonrisa. No había reparado en su vieja camisa vinotinto, zapatos de charol, y pantalones bombachos. Algunos pelillos blancos, como si fuera el césped de un patio maltratado, sobresalían alrededor de su calva. Con un pañuelo se secaba el sudor. Asentí a su presupuesto y me ayudó con el equipaje. Cuando abordé el taxi, el viaje inició; l paisaje se convirtió en celaje y la luz del ocaso se apagaba. Las estrellas rutilaban en el palio oscuro. El color iba tornándose n***o y las montañas se convertían en siluetas. Del bolso que cargaba en la espalda, saqué una almohada. La almohada despedía el aroma de su ausencia. Una vez más miré el firmamento incoloro. Cortinas de piel ensombrecieron la vista. No podía escapar de los fotogramas que transmitía el proyector de los recuerdos. Sentado en la sala con butacas de sombra, admiré el filme del pasado. Sabía que un día desparecería y no volvería a evocar su dulce presencia. Aquella víspera, hace dos años, sostenía su testa de porcelana, acariciaba las hebras lacias, con fragancia a jazmín, que caían sobre mis piernas. Ojos humedecidos por el vapor de sus sueños y metas. El rayo solar descendía desde la ventana del techo, esbozaba una mancha de luz sobre su vientre. Viajaba mi vista en sus curvas y me deleitaba con sus piernas. ¡Qué hermosa eras, amada mía! Lucías una camisa ligera, blanca, que resaltaba con tu piel cetrina. —¿Quieres comer algo? —me preguntó—. Sé que tienes hambre. Sí, sí tenía hambre en aquel entonces, cuando el mundo era funesto y mis lágrimas fallecían en el suelo de la humanidad. —Espera un momento —dijo y se levantó. Trabajaba por un sueldo indigno, como mi ser. Sufría junto un país que pregonaba libertad y las balas silenciaban futuras generaciones. Caminaba, como un autómata, hacia un rumbo prefijado. Había dado la espalda a la sociedad que hedía a miseria. Por tanto, me volví amante del morbo y surgió el cinismo en mis observaciones cotidianas. Sin embargo, tu presencia, querida, desenterraba la bondad que los agentes de la realidad habían sepultado. Contigo volvía a ser humano. Servía, con sus maternales manos, el alimento que llenaría mi estómago. Mientras ella estaba en la cocina, pensé: «¡Qué afortunado soy de tenerte!». No había dinero en la cartera, ni un huevo en la nevera, conocías la situación que me abrumaba y la frustración que pesaba en mi espalda. Encontraba alivio en el hogar de tu corazón, donde cada latido era sinónimo de un bombeo de cariño. —¡Huele bien, amor! —exclamé y sobé mi abdomen plano. —Es para la persona que me enseñó a vivir. ¡Palabras que nutrían el alma! Sonreía, era una sonrisa verdadera. Unos años atrás había conocido una muchacha de aspecto lúgubre y complexión delgada. Incertidumbre y decepción, dos palabras en el silencio de sus ojos. Cuando sus labios pactaron el encuentro casual, caí enamorado. Imaginamos que el deseo duraría una noche. Estábamos equivocados, porque resultó ser el principio de una relación. Y en el curso de esa relación, que galopó como caballo de carrera, renació mi amada. Entonces, ella decía: «Me enseñaste a vivir». Desperté del sueño. El conductor dirigió una mirada de preocupación, pues yo sollozaba y no me daba cuenta. La almohada, que contenía su perfume, absorbió la tristeza de mis ojos. El trayecto fue largo, pero viajé a los brazos de ella mientras esperaba llegar a la casa familiar. Quería que el viaje no terminara, porque debía afrontar una realidad que no deseaba enfrentar. Llegamos a casa, que estaba abrazada por la oscuridad de la noche inclemente. Pagué los dólares correspondientes a la carrera. Tomé el equipaje. Frente a mí se alzaba una imponente reja negra con fragancia a óxido. La casa vecina, a mi derecha, estaba abandonada. Las ventanas abismales de la empresa vecina, a mi izquierda, eran testigos de mi llegada. El farol eléctrico iluminaba la calle con su tenue luz amarillenta. El viento removió las hojas de un pequeño árbol del pent-house a mi espalda. Respiré profundo mientras se alejaba el ronroneo del coche del taxista. Hurgué en el bolsillo de la chaqueta, di con las llaves y abrí la puerta principal de la reja. El estacionamiento se extendía, como la casa, en un pasillo largo y estrecho que conducía al patio de cemento. Antes la casa familiar iba ser una clínica, pero la infraestructura no era apta para su debido funcionamiento. Era un vestigio del fracaso del emprendimiento de mi padre. Caminé hacia la puerta principal y entré a la morada. Cuando organicé el equipaje, me senté en la cama de la habitación, que está cerca de la cocina. Miré el reloj de pared, eran las diez de la noche. Dudaba, pues quería marcar el número de mi amada. Sostuve el teléfono, dedos vacilantes tocaron la pantalla táctil. Escuché el tono, uno, dos, tres y contestó. Su hermosa voz insufló vida a mi corazón. Los latidos ya no eran dolorosos. Conversamos durante dos horas. Hablé del viaje, del mar, del paisaje, y ella me habló de su día, su trabajo, sus estudios, su futuro. La venda de la fe me hacía ciego a las verdades del porvenir, ya que en la voz de ella había extrañar y añoranza, pero no esperanza de volvernos a encontrar. Trataba de ocultar lo que sabía de antemano, pues quería evitar romper el lazo, aunque las tijeras de la distancia se encargarían de cortarlo. Finalizada la conversación, me acosté. El aire acondicionado lo había encendido y las luces las había apagado. Quería los planetas me brindaran respuestas, pero debía subir las escaleras si por voluntad quería ver el cielo. Desistí a la idea, porque el sepulcro está en la tierra y no en las contestaciones. Las primeras semanas del mes de junio transcurrieron. Me dediqué a los labores de la casa, como limpiar, ordenar algunas cosas de aquí y allá, comprar comida para la despensa. La contaminación de la ciudad fue reemplazada por el salitre. El viento azotaba mis cabellos, usaba gorra para que no me despeinara tanto. Reemplacé las chaquetas por camisas más ligeras, dado que el sol era equivalente a las llamas del infierno; espero valga la exageración porqué habitar una isla en el caribe es aprender a soportar la calidez y resplandor de los días. Algo a lo que nunca me avecé fue usar shorts o sandalias. Lo sé, es raro. Uno de los aspectos positivos de la isla, es que las playas están cercas. Volví rutina asistir a la playa para ahogar mis cuitas. Me sentaba en la arena, a las seis de la mañana, para contemplar el alba. Creía que nuestro amor, el de ella y yo, emergía como el sol en la línea del horizonte, pero todo sol, como toda estrella, pierde su fulgor algún día. Soledad, querida soledad; la hambruna del afecto hacía rugir las tripas de la compañía. Ausencia en la oscuridad de la alcoba, no había calor humano que abatiera el enemigo gélido. La sangre, convertida en hielo, dejó de fluir. Con la consecución de los días, la monotonía me consumía, pues a nadie conocía para salir algún sitio a despejar la cabeza. Lloraba en la cama, gritaba por ayuda en el interior cuando salía a comprar algo. La depresión, como un agujero, absorbía el sentido de la vida. Intenté avezarme a la soledad, pero hay quienes no podemos tenerla como amiga. En el espejo, mi reflejo se burlaba de mí. La adaptación al nuevo ambiente, sin amigos, sin familia, sin conocimiento de la zona, fue difícil, pero más complicado fue aceptar la estocada que llegó en agosto: ella quería terminar la relación. No había vuelta atrás, el filo de su lengua desgarró el telón del teatro y expuso a los actores desnudos. Seguir con la pantomima era extender el final, pues ambos debíamos hacer nuestras vidas por senderos separados. Acepté su declinación, firmé, en el congreso del desamor, el pacto de rendición. Me desesperé cuando ella salía por la puerta, pero al alcanzarla, se había convertido en polvo como los años de nuestro amor. No pude más que agradecer su existencia durante los momentos difíciles de mi vida. Con el teléfono en mano, una noche tormentosa en la que el trueno era el rugido de Dios, veía las fotografías que debía eliminar. Sonrisas en cafés, nos gustaba comer juntos los fin de semana; abrazos y algodones de azúcar en un parque; besos con el poniente de fondo; amaneceres entre sábanas blancas; vídeos que transmitían nuestra felicidad en un centro comercial. Cada momento de dicha y jolgorio, era borrado para siempre; cada promesa llena de ensoñaciones, era vaciada para ser desechada. El mundo no era mundo, sino un vasto sitio tortuoso en el que cada paso era lastimoso. Pese a todo lo que he escrito, poco se conoce de la musa que inspira mis versos fúnebres; solo una vaga descripción de su apariencia y su personalidad, escribí párrafos atrás. Ella fue la que me salvó del suicidio, ella fue el escape de la muerte, ella fue cada respiro por el que valía la pena vivir, ella fue la madre de la que me había desprendido. Amiga, confidente, amante, mujer, era un todo dentro de mi círculo social. Su intelecto maravillaba este servidor que redacta sobre sus bondades; discursos y discusiones profusos de razón, palabras guías que me llevaron a un sendero de verdades, era la maestra y yo el alumno; ¡amada que hoy te ocultas en la niebla del olvido! Cuando el líquido vital viajaba en tu cascarón, me sentía aliviado, porque, como todo hombre que ama a una mujer, me sentía invencible. A tu lado, además de volver a ser humano, podía creer que era imparable ante las adversidades. ¡Oh, querida, amada mía! Obvié que el tiempo era el que hiere de lejos. Razón tenías que futuro no teníamos, acepté la verdad, pero jamás aceptaré que enfermedad, como el lupus, te haya dado de baja en el campo de la vida. Y sí, estimado lector, ella era una chica con lupus eritematoso sistémico. Una frágil dama, más delicada que una rosa; un pañuelo propenso absorber enfermedades; muñeca consentida y protegida por sus padres. Belleza inigualable de tintes góticos, con piel fina y textura de cayena. Dos esferas cristalinas se asomaban en sus cuencos, pintados con óleo n***o. Cuando lloraba, gotas de tinta escribían sentimientos de ansiedades y temores, pero ella ahuyentaba las quimeras de mi ser. Tres meses no redujeron el dolor, sino que lo aumentaron. Ella se vestía de felicidad en la nueva etapa de su vida, por desgracia, me quedé estancado. Desde lejos, convertido en pasado, observaba su sonrisa provocada por alguien más. Sabía que ella conseguiría un reemplazo, pero preparado para el golpe yo no estaba. Destruido por dentro, al saber que su amor por mí fue un soplo, decidí cambiar mis rituales. Destino incierto, mi voz se cohíbe al oír tu nombre. No entiendo la desesperación de mi corazón cuando se paraliza al verte y las lágrimas afloran en la niebla de la nostalgia. Me doy cuenta de tu efecto en los sentimientos que reprimo en el fondo a causa de la herida que has dejado en mí; la herida de tu partida. El mundo no perdono por su cinismo abyecto. Quisiera que todo cambiara y el sol saliera, pero no hay sol sin tu presencia. Dime, querida, ¿cuántas tormentas pasamos? Creo que pudimos sobrevivir si no te hubieras quedado en el puerto. Campanas, tañían las campanas de la iglesia. Las palomas volaban al empíreo. Caminaba con las manos en los bolsillos. Vestía una chaqueta ligera, marrón. Calzaba unos deportivos Puma, blanco con n***o. El pantalón era de algodón, azul marino, y combinaba con la camiseta blanca, que iba de fondo con una camisa de botones. Una gorra del White Sox, un equipo de béisbol de la MLB, daba sombra a la mitad de mi rostro. Límpido era el cielo, ni un atisbo de nubes. Autos, en la carretera de al lado, pasaban, veloces, y en ocasiones me detenía a ver algún que otro coche llamativo. A dos tiendas en la clínica de la urbanización Arboleda, hay una cafetería. Era un placer sentarse a comer unas tostadas con café con leche. Sin embargo, el deleite era amargado por los sentimientos manados de la soledad. En aquel entonces, no me sentía a gusto con nadie, tampoco conmigo mismo. Debo aclarar que mis amistades eran pocas, dos para ser exactos. Mi mejor amigo, de nombre Leal, es psicoanalista y vive en el exterior del país, ya que emigró cuando Venezuela no estaba en el mejor momento de su historia. Mi mejor amiga, Nicole, vive en México y trabaja como analista de mercado internacional en una empresa prestigiosa. En ocasiones, para no sentirme abrumado por la tristeza de la ausencia de alguien, hacía video llamada con ellos. Siempre tenían tiempo para mí. Aunque tenía dos amigos maravillosos, que la vida me había demostrado su valor, no sabía lo que era tener una amiga real, una amiga cercana, una amiga que fuera como una hermana. Nicole vive en México, nunca la conocí en persona. Puede contar como una amistad a distancia, pero no es lo mismo cuando compartes con alguien tus días y tu aliento, tus gustos y colores, tus tristezas y alegrías. Pensaba en esto mientras comía tostadas en la cafetería de la clínica. Una enfermera de la clínica se acercó con un folleto, me explicó que era para asistir a una jornada de vacunación. —Es importante tener las vacunas al día en tu sistema inmunológico, ¿no crees? —comentó con ánimo. —Por supuesto, asistiré con gusto a la jornada… —observé la dirección—, es en el hotel Venetur, desconozco dicho hotel. —¿Nuevo en la isla? —preguntó como si fuera normal. —Sí, no soy de acá. Procedió a indicarme la ubicación del hotel. —¿Entendiste? —me preguntó. —¡Claro! No entendí, en realidad, pero no era tan difícil, ya que la aplicación de Google Maps me podía ayudar a ubicarme. En cuanto la enfermera se fue, miré el folleto con detenimiento. Me hubiera gustado que existiera una vacuna para prevenir los golpes emocionales de los seres humanos. A veces, una enfermedad mortal puede equiparar la gravedad de la más temible depresión. Enfermedades mentales o biológicas, son sinónimos. La muerte es señora de los dos y su hoz no mide posiciones sociales. Todos somos iguales a los ojos de la muerte y a boca de los gusanos. Hundido en mis cavilaciones, acabé con las tostadas. Pedí un taxi por la aplicación Ridery, no quería caminar, me dolían las piernas. Había cumplido con el ritual, debía regresar a casa para seguir escribiendo una novela y tener el sustento mensual. El viaje se hizo corto, debido que no pensaba en otra cosa más que en mis futuras novelas. Nos presté atención a los negocios y locales de venta de repuestos de autos. Me importaba un comino el entorno, dado que no había suficientes elementos atractivos que describir. Abrí la puerta del portón de la casa. Una vez que estuve dentro, fui a bañarme a consciencia. Saludé a la araña de rincón que tenía de mascota en la pared de mi habitación. Cuando me acosté, cerré los ojos, de nuevo, su sombra se burlaba de mí. Sus risas no eran provocadas por la voz que otrora alababa su belleza, sino por un ser distinto y mejor. ¿Por qué me había cambiado? ¿Por qué me reemplazó tan rápido? En el abismo clamaba por ayuda, pero nadie tendía su mano. Una cuerda no era suficiente, porque el peso de mi pasado me mantenía en la profundidad. ¿Qué diferencia había entre una soga y una mano? Cuando sostienes una soga, te quema; cuando sostienes una mano, el calor te revive. Los rayos de esperanza de otra persona pueden significar la salvación para el ánima errante que yace en la vastedad del panorama que ofrece la depresión. Callado, el ruido blanco del aire acondicionado serenaba mis nervios. No había bebido agua, pero no era necesaria, pues la ansiedad acababa conmigo. Apretaba los bordes de la sábana, como si estuviera furioso, y arrugaba los párpados. Intentaba sacudir su recuerdo, pero era en vano. Desconozco cómo dormía. Creo que lloraba hasta cansarme y entender que no podía seguir así. Sin embargo, aunque me diera cuenta que no podía continuar en aquel estado, era insuficiente la voluntad de cambio. Por tanto, regresaba al infierno que había creado. No había un diablo más peligroso que mi propio ser. Al día siguiente debía asistir a la jornada de vacunación. Iba ser un día más del montón, una repetición absurda de la monotonía de la isla…, pero eso cambió con Camila.
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