—¿Está bien aquí, señora?
—Sí, está bien —le respondo a Héctor, luego de dejar mis cosas y acomodar mi cama en el extremo de la habitación.
—Es un placer serle útil, señora. Paso a recordarle también que en 45 minutos el almuerzo estará servido en la mesa. El señor es muy puntual, así que...
—No bajaré —respondí.
Héctor abrió los ojos con sorpresa ante mi respuesta.
—Perdón, señora, pero me temo que esto es más una orden que una sugerencia.
—No tengo apetito —le contesté—. Dormiré temprano. Mañana, temprano, tengo que hacer una llamada.
—Señora, no es mi intención molestarla, pero le reitero que el señor es muy exigente con estos temas. La insolencia y la falta de respeto son cosas que él no tolera.
—¿Pero qué diferencia hay con que yo vaya o no? Se supone que siempre ha cenado solo. ¿Por qué debería estar yo ahora presente?
—Porque es la prometida, señora. Son obligaciones que a usted ahora le corresponden.
—¿Obligaciones? —levanto una ceja, soltando un suspiro cargado de enojo—. ¿Pues qué pretende que haga? ¿Que le dé de comer en la boca? Su señor es un hombre adulto que puede usar sus manos para comer. Y si tanto quiere compañía, pues que vaya a un restaurante, ahí encontrará mucha. Ahora, solo déjame en paz, por favor.
Héctor finalmente asintió y se retiró de la habitación. Escuché cómo sus pasos se alejaban hasta que la puerta se cerró. Solo entonces me dejé caer, sentada sobre la cama, y me llevé las manos a la cabeza, sintiendo cómo un dolor punzante se apoderaba de mí.
—Es en la cárcel donde debería estar —susurré—, mientras él comía las comidas más finas y deliciosas con cubiertos de plata, mi pobre padre se moría de dolor en su escritorio.
Tensé los puños con tal rabia que hasta mis nudillos se volvieron blancos. Pero toda esa furia, en esos momentos, no me sería útil. Tenía que fingir que era vulnerable, hacerle creer que tenía control sobre mí, hasta finalmente lograr recuperar la constructora.
Sin embargo, lo que menos quería era tener que verlo a la cara. Cada vez que lo miraba a los ojos, recordaba las condiciones en que encontré a mi progenitor.
—No... no bajaré —dije finalmente, segura de mí misma.
…
Su perfume se percibía incluso cuando no estaba en la habitación. Lo supe cuando, inesperadamente, abrí los ojos luego de haberme quedado dormida por el cansancio y los cambios recientes en mi vida. Un golpe seco en la puerta y unos pasos duros cruzaron la fina línea que nos separaba, encontrándose conmigo.
—¿Se puede saber qué haces aquí?
—Es el lugar que me ofreciste para quedarme.
—Estoy hablando en serio, Luna —pronunció mi nombre como si se dirigiera a uno de sus tantos empleados.
—Pues yo también estoy hablando en serio. Tú mismo me trajiste aquí y ordenaste a tu empleado que acomodara mis cosas en este espacio.
—Pues imagino que él también te habrá explicado cómo son las reglas en esta casa y las cosas que no tolero.
—Lo hizo —respondí.
—Muy bien —levantó las cejas—. Entonces explícame cómo es que, si él te dijo las reglas de este lugar, estás ahora aquí en lugar de estar acompañándome en la mesa.
—¿Quieres una respuesta real? Pues la verdad es que no deseo bajar. No tengo hambre. De hecho, creo que podría dormir así.
—Bueno, quizás es algo a lo que estabas acostumbrada... por la falta de dinero. Pero esas actitudes tendrán que cambiar.
—¿Falta de dinero?
—Claro, imagino que eso era lo que te llevaba a dormir sin comer. Pero puedes estar tranquila: en este lugar hay mucha comida, más que suficiente.
—¿Acaso me estás insultando? Te recuerdo que mi familia perteneció a una de las clases más altas de esta ciudad.
—Tú misma lo acabas de decir: perteneció, en pasado. Además, hasta donde sé, te fuiste de tu casa a los 17 años para estudiar con una beca que obtuviste, la cual te ayudó con tus estudios y a pagar la habitación donde vivías. Pero del resto, tenías que hacerte cargo tú. Imagino que durante ese tiempo, las cosas no fueron sencillas.
Sorprendida, me quedé con los labios semiabiertos. ¿Quién era este sujeto? ¿Acaso me había investigado?
—¿Cómo es que sabes eso?
—¿Saber qué?
—Eso... que me fui de mi casa a los 17 años. Se supone que casi nadie lo sabe. Ese era un secreto solo mío.
—Pues si vas a ser mi esposa, no creo que sea prudente que me guardes secretos. Además, no creas que dejo entrar a cualquier persona a mi casa. Sé perfectamente quién eres, Luna.
Pasé saliva sintiendo un escalofrío. ¿Qué tanto sabía de mí? Era como si estuviéramos jugando al gato y al ratón, y por supuesto, yo era el ratón.
Su mirada no se apartaba de la mía. Era como si con sus ojos pudiera escanearme, saber lo que pensaba, lo que sentía. Mi cuerpo no se atrevía a moverse. Mis labios no pronunciaban ni una sola palabra más. Entonces...
—¿Puedo pasar, señor?
—Adelante —respondió Víctor, manteniéndose recto.
Y ahí observé a Héctor ingresando con una bandeja repleta de comida.
—Puedes dejarla sobre la mesa. Yo me encargo del resto.
—Como usted diga, señor —respondió Héctor, y se marchó.
Al instante, Víctor se arremangó la camisa y tomó una pieza de pan, que comenzó a cortar para colocarle jamón.
Honestamente, la comida se veía apetitosa y muy fina. Y para ser sincera, hacía mucho tiempo que no comía algo con tantos colores.
—¿Decías que el tuyo también tenga jamón? —me preguntó.
Pero antes de contestar, mi estómago gruñó. Ante la sorpresa, mis mejillas se tornaron rojas.
—Tomaré eso como un sí —respondió él, y siguió cortando. Luego preparó dos platos con cortes de carne cuya salsa parecía cocinada para los mismos reyes.
Por último, sirvió el vino, y cuando todo estuvo listo, se apartó y me invitó a acercarme.
—Ya puedes comer.
Miré la comida, luego lo miré a él.
—Te dije que no tenía hambre —titubeé, pero mi estómago volvió a traicionarme con un rugido que más parecía el de un león enojado.
Sin decir nada, me acerqué a la mesa. Víctor esperó a que me sentara y, como si no hubiera nada más interesante, se quedó ahí hasta que probé el primer bocado.
Para mis labios fue como probar un trozo del cielo. Era lo más delicioso que había comido en cinco años. La textura, la cocción, el sabor... todo era simplemente perfecto.
—¿Está bien? —me preguntó Víctor.
Asentí sin decir palabra. Entonces él también tomó asiento y probó un bocado.
—No está mal —comentó—, aunque hubiera estado mejor si hubiéramos comido a la hora correspondiente. Sin embargo, por un día que no cumplamos con la hora, creo que está bien.
Apenas y lo había escuchado. Todos mis sentidos estaban ocupados con lo que tenía al frente. Solo comía, descubriendo sabores que le hacían cosquillas a mi paladar. Pero de pronto…
Lo miré de reojo, observando cómo comía. Todo lo hacía con perfección, con cuidado... Realmente se veía como un hombre refinado, con una educación intachable. Seguramente, desde pequeño fue instruido con los mejores modales.
Entonces, una pregunta se vino a mi mente. Aquella casa era muy grande y, hasta el momento, solo había visto a dos personas: a él y a Héctor, el empleado.
Dejé los cubiertos sobre el plato por un instante y pregunté:
—¿Hay más personas viviendo aquí?
—Bueno, ya conoces a Héctor —contestó sin apartar la mirada de su plato.
—No me refiero a él. Hablo de si hay más personas… no lo sé, tal vez tu familia.
—El ser mi prometida te convierte en mi futura esposa. Por lo tanto, eres parte de mi familia.
—Estoy hablando de si tienes padres… tíos, primos, hermanos…
Cuando dije esta última palabra, detuvo el cubierto a medio camino hacia su boca. Giró lentamente el cuello hasta encontrarse con mis ojos.
—No hay nadie más —afirmó con voz grave—. Lo que ves es lo que hay —añadió, poniéndose de pie y tomando una servilleta para limpiarse los labios.
—No te preocupes por la bandeja. Héctor vendrá a recogerla.
Y sin agregar palabra alguna, se marchó.
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Esa noche, cuando todos prácticamente dormían, me senté al borde de la cama. Caminé sigilosamente hasta la división que separaba nuestras habitaciones y observé a través de una rendija. Un bulto dormía pacíficamente en la cama de Víctor. Era evidente que se trataba de él.
—Quizás Nicole tenía razón… —susurré, llevándome una mano al pecho—. ¿Y si este hombre en realidad trama algo más?
No tiene familia… y no puedo quitarme de la cabeza esa mancha de sangre que vi en sus manos. Entonces, un pensamiento retumbó en mi mente como una alarma:
¿Y si planea matarme?
El terror se instaló en mi pecho. Claro, eso lo explicaría todo. Quiere casarse conmigo para después eliminarme… Así nadie podría reclamar la constructora que pertenecía a mi padre. No quería humillarme… quería acabar conmigo.
Mi respiración comenzó a acelerarse. Tenía que escapar. Y con un nudo de miedo en la garganta, llevé las manos a mis labios. Recordé lo que había comido.
¿Y si la comida tenía veneno? ¿Y si mi vida ya está en peligro?
—Dios mío… —susurré—. Tengo que salir de aquí y buscar un médico.
—¡Ya sé! Llamaré a Nicole —decidí.
Busqué mi celular. Al encontrarlo, le escribí un mensaje con la ubicación. Por fortuna, respondió rápidamente.
“¿Estás bien?”, me preguntó.
“Solo ven. Rápido”, le contesté. Ella aceptó sin hacer más preguntas.
No había tiempo para maletas. Tomé una bata, mi bolso y el celular. Pero antes de irme, bajé la mirada a mis dedos. Ahí estaba el anillo de compromiso que Víctor me había dado.
“Por nada del mundo debes quitártelo…”
Recordé sus palabras, pero aun así, deslicé el anillo de mi dedo y lo dejé sobre la mesa de noche.
Salí sigilosamente, procurando que no escuchara mis pasos.
Tengo que escapar. Tengo que largarme de aquí. Me repetía sin cesar.
Llegué a la puerta y rogué al cielo que estuviera abierta. Moví la perilla, pero… ya estaba con seguro.
¿La llave? ¿Dónde está la maldita llave?
Miré alrededor, pero era imposible encontrarla en medio de la oscuridad. Lo más probable era que solo Héctor y Víctor la tuvieran. No podía arriesgarme a volver a la habitación.
Entonces, mis ojos se posaron en la ventana. Corrí sigilosamente, la abrí. Si salía por ahí, tendría que saltar desde una altura de unos tres metros.
No creo estar tan fuera de forma... además, es mi vida la que está en juego.
—Maldición… —murmuré.
Subí una pierna al marco de la ventana, me aferré con fuerza y logré colocar la otra.
No voy a dejar que me maten.
Respiré agitada, cerré los ojos y me lancé. Fue una muy mala idea. No vi nada. No noté que había un pedazo de madera justo abajo, donde uno de mis pies aterrizó y se torció violentamente.
Mordí mis labios para contener el grito de dolor. Me levanté con dificultad y comencé a alejarme de la residencia Vitteri.
Más adelante, divisé unas luces. Mis labios esbozaron una sonrisa: Nicole. Levanté una mano para hacer señas.
Pero cuando estuve cerca, las luces del auto se apagaron. Me detuve. No era el auto de Nicole.
—¿Adónde tan solita, preciosa? —preguntó una voz masculina cargada de lascivia y un fuerte olor a alcohol. Un hombre bajó del vehículo con una sonrisa torcida.
—Perdón, señor. Me equivoqué de persona. Creí que…
—Oh, no, hermosa. No te preocupes. De hecho, me alegra que me hayas detenido.
Avanzó un paso hacia mí. Su sonrisa revelaba dientes sucios, algunos cubiertos de oro. Su barriga se movía con las carcajadas.
Retrocedí dos pasos, estremecida.
—Vaya... de cerca eres más bonita todavía.
—Por favor, no se acerque más —le dije, al ver que quería dar otro paso.
—¿Pero por qué, linda? Un cuerpo como el tuyo merece ser admirado... Vaya que tienes todo en su lugar —dijo, devorándome con la mirada—. Sabes, eres justo el tipo de chica que estaba buscando para el club.
—¿Club?
—Mis clientes están hartos de lo mismo: mujeres artificiales. En cambio tú… esos labios, esas caderas, esas piernas… Vas a valer mucho dinero.
Quise vomitar. Su mirada, sus palabras… todo me daba asco.
—Pero no te preocupes, muñeca. Estarás en buenas manos. Mis muchachas te enseñarán todo. Vas a ver que te va a gustar trabajar para mí.
—Usted está completamente loco —dije, y sin perder ni un segundo más, me di la vuelta y eché a correr. El tobillo me mataba, pero no podía detenerme.
—¿Adónde crees que vas, zorrita? —gritó él, cada vez más cerca.
Al mirar sobre mi hombro, vi que llevaba una cadena. Dios, no...
—¡Aléjese de mí! ¡Yo no quiero irme con usted!
—Eso dices ahora, ya verás cómo cambias de opinión —rió, como si disfrutara mi miedo.
Tropecé. Mi tobillo no aguantaba más. En ese instante, él me alcanzó y me sujetó del cabello.
—¡Suéltame! ¡No me toques! —grité, intentando golpearlo.
Me atrapó las muñecas con fuerza, y con brutalidad, me ató con la cadena.
—Si te vas a poner salvaje, zorrita, no me dejas otra opción.
Se agachó para atarme las piernas también. Pero entonces, un disparo cortó el aire.
Ambos levantamos la cabeza y lo vimos...
—Víctor… —susurré, al observar el arma que sostenía.
—Señor Vitteri —dijo el hombre, pálido, como si lo reconociera.
—¿Qué haces aquí afuera? —preguntó Víctor, mirándome con una frialdad que me congeló la sangre.
—¿La conoce? —preguntó el hombre, incrédulo.
—Es mi prometida —respondió él. El sujeto palideció aún más.
—Oh, señor… Yo no lo sabía. Perdóneme… Mire, la atrapé… ella intentaba escapar…
No entendía nada. ¿Por qué ese sujeto le tenía miedo a Víctor? ¿Cómo lo conocía?
—Jamás tolero las traiciones —dijo Víctor, con voz gélida.
Volvió a levantar el arma, esta vez en mi dirección.
—No me sirve alguien como tú.
Y disparó.
Cerré los ojos con fuerza, esperando lo peor.
Pero no sentí nada. ¿Estoy muerta?
Cuando abrí los ojos, lo vi a él, agachado, quitándome las cadenas de las muñecas. Entonces miré a mi lado, y ahí…
El sujeto yacía en el suelo. Mu3rt0.