Siempre pensé que Francesca tenía una habilidad casi envidiable para tirarse de cabeza a todo lo que quería. Sin miedo. Sin filtros. Sin pausas. Por eso, cuando noté que había algo en la forma en que miraba a Jonah —ese “algo” que no suelo equivocarme al detectar—, asumí que lo resolvería en dos días. Que lo enfrentaría, se confesaría o lo descartaría con la misma ligereza con la que cambia de libro cuando uno no la convence. Pero no. Esta vez no. Y eso me llamó la atención. Porque Francesca no es de las que se quedan quietas. No con nada. Mucho menos con alguien que le importa. Empecé a observarla. Eso hago: observo. No opino hasta que hace falta. No intervengo hasta que siento que debo. Y lo que veía era… extraño. Ella actuaba como si Jonah fuera un paisaje. Uno bonito, uno que

