“Eso es lo que más intento olvidar”, había dicho. Y aunque lo soltó como quien deja caer una frase al pasar, a mí se me quedó pegada a la piel. Una astilla diminuta imposible de ignorar. Porque no era imaginación mía esta vez. No después de cómo me miró. No después de tantas pequeñas señales que, juntas, formaban la silueta de algo que preferiría no analizar demasiado. Una sospecha dulce y peligrosa que me daba vértigo. Me forcé a cambiar de modo mental: del caos interno al modo Emma. Nada cura tan rápido como una bebé que aplaude cada vez que encaja un cubito en un hueco que ni siquiera es el correcto. Esa tarde había armado en el living un cuadrado de goma lleno de colores: verde menta, celeste, rosa. Bloques, figuras y una especie de orden caótico que me hacía bien. Emma, orgullosa

