Una vez fuera, me permito al fin gruñir con fiereza ante mi patético intento de coger el libro. Estoy resignado a morir de aburrimiento. Se me ha ido el plan al garete. Al levantar la vista, veo que Hanna está ahí delante parada, esperando a que me aparte para poder entrar. La observo, con una mezcla de incredulidad y molestia. Antes no me la encontraba nunca, ahora me la encuentro en cada maldito corredor, esquina y salón del campus, me pone de los nervios.
—Esto...—empieza.
Sé que no me va a pedir simplemente que me aparte, ella siempre quiere algo más, ella nunca entiende lo que le digo, o más bien, se lo pasa por el forro. Después de todo lo que le he dicho, ¡ella estaba hablando con Marie porque quería entenderme! ¿Pero qué se había creído?
El enfado por no alcanzar mi meta en la biblioteca y la insensatez de esta chica por acercarse a mí, se mezclan lentamente como un líquido corrosivo y ácido en mi interior.
—No me lo puedo creer— la interrumpo— Es que vas en serio. ¿eh? ¿Te entrenas para acosar a la gente o algo? Porque te he de confesar que es muy molesto que la gente te vaya siguiendo a todas partes a todas horas.
Ella frunce el ceño, primero cohibida por mi ataque, luego, al darse cuenta de mis hirientes palabras, indignada.
—Yo no te sigo, en todo caso serás tú quien me sigue...
Rechino los dientes. ¿Que yo la sigo? ¡Ja! Doy un paso al frente, igual que lo di en las escaleras, para intimidarla. Aquella vez usé incluso el físico, esta vez no. Simplemente me coloco justo en frente de ella, nuestros cuerpos pegados, a escasos milímetros de rozarse, robándole su espacio.
—Mira niñita rica de papá...— digo con suavidad, casi en un susurro— No sé a qué estás jugando, pero te advierto que con las bestias no se juega, siempre te acaban traicionando; son bestias— me encojo de hombros con una sonrisa macabra.
Ella traga saliva y distintas emociones recorren su rostro. Primero su expresión indignada todavía se mantiene, luego le recorre una ráfaga de miedo y por último me mira con orgullo, seguramente al darse cuenta que la intento intimidar.
—No me das miedo.
La última vez que dijo esa frase no acabamos bien. Me inclino ligeramente. Nuestras narices chocan y ella parpadea, ligeramente asustada por nuestra cercanía. ¿Qué pasa, que no tiene miedo a que la pegue, pero sí a que la bese? Al principio esto me hace gracia, luego me molesta.
Y, si bien sé que no puede leerme la mente, lo siguiente me deja estupefacto: Recompone la compostura, se relame los labios y me mira con un brillo en los ojos que no sé descifrar.
—A las fieras se las puede domar. Has dicho que no sabes a qué estoy jugando. ¿Y si cuando descubras qué es, te gusta? ¿Y si te gusta?
Ahora soy yo quien traga saliva y pestañea aturdido. Esto no estaba en el plan, tengo que ser yo el que controla la situación, no ella. Lo ha dicho con tal voz seductora que no hay duda de a qué quiere que entienda que se refiere. No sabe dónde se mete, eso es terreno peligroso.
—¿Sabes? Hay un refrán que dice algo como: Nunca calientes lo que no te vas a comer— dejo una pausa, en la que veo que hincha el pecho, como si mis palabras le hubieran inducido unas imágenes perturbadoras— No me provoques— pero ya no sueno tan amenazador; estoy perdiendo ligeramente el sentido del porqué de esta situación.
Ella se relame instintivamente los labios de nuevo. Trago saliva, notando que mi respiración se está alterando. Mis ojos quieren mirar más abajo de sus ojos, a sus labios, que están muy cerca, pero me obligo a mantenerlos quietos y a sostener su mirada. Sin embargo, ella no lo hace, ya sea para provocarme más o porque no ha resistido el impulso.
—¿Y tú qué sabes si me lo voy a comer o no?
Su voz es más oscura y suave como el terciopelo. Un susurro seductor, como el diablo que propone el peor de los pecados en tu oreja con voz sensual, la promesa de muchas cosas placenteras que sabes que están mal. La frase en sí era muy libre a la imaginación y a la vez nada.
Siento que he dejado de respirar. Mi mente está completamente en blanco. Se está poniendo ligeramente de puntillas, para acortar los pocos centímetros que nos separan. Me relamo los labios lentamente. No voy a dejar que me intimide, decido. Mi último intento de permanecer cuerdo parece alzarse con todas sus fuerzas y por fin hago algo. Me separo, retirándome unos centímetros, haciendo que ella se desestabilice aturdida.
—¿Y por qué querrías tú domar a una bestia? Es una bestia. Nadie quiere a las bestias.
Dicho esto, doy la vuelta y me voy a paso tranquilo. Oigo su voz largos segundos después como si se hubiera quedado atascada y ahora por fin pudiera hablar.
—¡Andrew! ¡Tú no eres una bestia, eres una persona, una buena persona!
Sin embargo, ya estoy lejos, no me voy a molestar ni en darle a entender que la he escuchado, ni que sus palabras se me han clavado como un puñal de hielo en el estómago.
Una buena persona. Y ella qué sabrá, de mí o de nadie. Ella no tiene idea de nada. ¿Cómo va a saber ella, cuando ni siquiera yo sé lo que soy?
Me marcho hasta mi habitación. Ismael está a la mitad con su maleta, al parecer ha llegado temprano y se ha puesto en seguida. Tiene verdaderas ganas de salir; como todos, más o menos. Ni siquiera me mira cuando entro en la estancia, simplemente sigue con sus cosas con tranquilidad.
Me estiro en la cama con desgana. No sé cuánto tiempo pasa con exactitud, pero Ismael ha acabado de hacer la maleta y me mira para poder despedirse. Le hago un gesto despreocupado con la cabeza, él hace lo mismo. “Nos vemos, que te vaya bien” podría querer decir. Coge su chaqueta, y se va.
Muchos estudiantes a veces se van por la mañana del sábado, el único día en el que madrugan con ganas de hacerlo, pero quien es afortunado y ha tenido tiempo de hacer la maleta rápidamente, se va la noche del viernes, antes de que cierren el internado. Ismael siempre se va los viernes, aunque hubo una semana que se entretuvo hablando con un compañero de clase y tuvo que irse el sábado. Me viene mejor que se vaya el viernes por la noche, así no me he de preocupar de que no me vea pasadas las 12.
Suspiro. Sin saber qué hacer. Miro por la ventana y es como si me transportara entonces a otra época. Me veo a mí sentado en un banco. A mí lado una chica la cual no reconozco. Ella me mira con una sonrisa y un sentimiento que reconozco en seguida: Amor. Cuando me doy cuenta, me giro y le devuelvo la misma sonrisa, el mismo sentimiento.
Su mano se posa encima de la mía con ternura.
—Te estoy esperando, ¿vale? No te apresures, pero recuerda que estoy aquí esperándote.
Y veo lágrimas en sus ojos y antes de que mi imagen pueda abrir la boca y decirle algo, alguien toca a la puerta de la habitación y doy un salto. Inspiro con dificultad. Estaba durmiendo. Ha sido un sueño. En algún momento mientras observaba el patio desde la ventana me he quedado dormido.
Miro la puerta con rencor. Ismael se ha ido. ¿Quién llamaría a mi puerta? Además, rápidamente dirijo mi mirada al reloj del escritorio y veo que son las... 9:25. Parpadeo, tan sólo han pasado 10 minutos desde que Ismael se ha ido. Y quedan 5 para que cierren el internado. Me levanto y abro la puerta con lentitud.
Ismael está plantado ahí. Está mirando al otro lado del pasillo cuando le abro y al darse cuenta me mira.
—Me he dejado algo...
Observo tras de sí la maleta. Vuelvo mi mirada hasta él. Debe de ser muy importante lo que se ha dejado, porque no va a conseguir llegar hasta la puerta en 5 minutos, por eso ha vuelto con la maleta y todo, porque sabe que esta noche, se va a tener que quedar, no lo van a dejar salir.
Me hago un lado sin decir nada y le dejo pasar. Tiene una mueca de molestia en la cara y la verdad es que no me extraña nada. Ya me jodería a mí. Después de todo, que ha salido temprano, que había recogido todo y se iba feliz a ver su familia, nada.
Deja su maleta y su chaqueta en un lado y abre el segundo cajón del escritorio, que es suyo. Veo que saca algo envuelto en papel de regalo y suspira con pesadumbre. Sonríe con ironía y habla sin mirarme, como si sintiera que tuviera que dar una explicación al mundo en voz alta.
—Era para una amiga. Le prometí que se lo traería. No podía irme sin esto— gruñe, y lo deja encima de su maleta, para no olvidarse también a la mañana siguiente.
Como me siento en el derecho de responderle, para que no parezca loco y que habla solo...
—¿Una amiga...? — alzo una ceja.
Él, al contrario de lo que había pensado, no ríe nervioso y niega cualquier relación más que amistosa; simplemente me mira muy serio, más que un muerto, que por un momento pienso si ha sido buena idea decirle nada o si habré dicho algo para ofenderle.
—Sí, es la novia de un gran amigo mío. Alguien que tiró su vida por la borda. Y por eso ella está mal y tenía que llevarle este regalo, para animarla claro.
Parpadeo, aturdido. ¿De qué está hablando? Por un momento me da la sensación de que intenta decirme algo más, pero al ver mi cara confundida, parece que vuelve a la realidad, y vuelve a ser el Ismael que “conozco”, sin esa mirada tan amarga que me ha echado hace un momento y una sonrisa normal; la típica de compañero de habitación a compañero de habitación.
—¿Qué pensabas? ¿Que era mi ligue? — ríe.
Le sigo un poco la risa, sin entender qué acaba de pasar, pero opto por olvidarlo. Está claro que me he metido en algo que no me concierne, y eso debe de haber sido una advertencia a que me calle.
En el momento en el que nos quedamos en silencio y Ismael se estira en su cama, me doy cuenta de que todo se acaba de ir al garete. ¿Qué hago esta noche para que Ismael no me vea? Bueno, eso es fácil; más bien el que no encuentre raro el no verme. Como mañana no hay clases, no se concentrará mucho en dormir. ¿Y si me propone jugar a cartas, o hablar de algo? Luego me doy cuenta de que no hay forma de que haga eso, en el tiempo que llevamos siendo compañeros de habitación, él nunca ha intentado traspasar la frontera hacia tierra amistosa. Menos la otra mañana cuando me advirtió sobre Hanna.
De todas formas, no puedo despistarme, y si le va a dar por mantenerse despierto más de la cuenta, tengo que estar preparado. Me quedo estirado largos minutos. Cuando ya son pasadas las diez, me doy cuenta de que ha llegado la hora. Inspiro hondo y me alzo. Él, que parecía haber estado toqueteando su móvil, enviando mensajes o jugando o así, me echa una ojeada curiosa.
—Voy a dar una vuelta— explico secamente.
Él asiente poco convencido.
Los estudiantes tienen estrictamente prohibido salir después de las 12 de los dormitorios, y a partir de las 10 tan sólo prohibido a secas, a no ser que sea una emergencia/excepción. O sea, que teóricamente, yo no debería de salir ahora a dar un paseo. Pero Ismael no dice nada y me deja irme.
Paseo con cuidado, intentado no ponerme a la vista de las ventanas de los dormitorios. Normalmente, cuando ves a alguien fuera a horas indebidas, no dices nada, porque tú también lo has hecho alguna vez, o porque sabes que si lo hicieras no te gustaría que alguien se fastidiase, pero como yo no soy muy popular, estoy seguro que más de uno se molestaría en seguida si me viera; y como nunca sabría quién ha sido...
Los pasillos están silenciosos. Estoy bastante acostumbrado a ello, no sólo porque suelo pasear mucho de noche, sino porque incluso por las mañanas intento buscar el silencio, ya lo saben. Sin embargo, esta noche decido tomar otra ruta, para probar. Sé que la ruta que yo siempre sigo está el 95% de las veces vacía, pero me cansa ir siempre por el mismo sitio, así que hoy probaré a ver por otro lado.
Al momento escucho unos ruidos, presumiblemente pisadas. Me detengo y me escabullo entre las sombras del pasillo, fundiendo mi presencia. Podrán imaginar mi cara cuando descubro que las pisadas son de Hanna, caminando con una mirada perdida por el pasillo.
¿Qué hace ella aquí? Son pasadas las diez, por muy mimada que la tengan, los profesores no dejarían que nadie saliera a estas horas. Además, ¿que ella no se va de fin de semana? No, todos los demás fines de semana no la he visto nunca por aquí, quizá se vaya mañana por la mañana; pero todo eso sigue sin aclararme qué hace aquí.
De repente, oigo una puerta abrirse. Hanna se tensa y se gira para ver al nuevo incursor de la noche, luego parece relajarse un poco, pero presenta un semblante preocupado. Escucho atentamente los pasos. Son muy extraños, irregulares, como si no caminara bien. Luego un gruñido, un traspié y Hanna sujetando un cuerpo que casi cae al suelo.
Mendoza. No me lo creo. Parpadeo. Algo va mal aquí.
Mendoza intenta alzarse. Está borracho. Vuelvo a pestañear, alucinado. Hanna lo sostiene precariamente, con el conocimiento de que podrían caerse los dos en cualquier momento. Mendoza es demasiado corpulento y pesado para ella. Sin embargo, de repente pone una expresión dura, y haciendo provisión de fuerzas, lo consigue enderezar y empiezan a caminar en dirección al dormitorio de Mendoza.
Apenas se mueven, tienen que volverse a parar para que Evan lo vuelva a poner recto. Mendoza, para estar borracho, no dice mucho, sólo balbucea y gruñe, a lo que la chica sólo le responde que haga silencio. Frunzo el ceño ante la escena. Me parece ridícula. ¿Y qué hace ella ayudando a un profesor borracho? ¿Qué clase de relación tienen esos dos?
Suspiro, esta chica me llena la cabeza de palabrería inútil. Los puntos de los interrogantes se me salen por las orejas siempre que la miro. Y lo curioso es que si se lo preguntara quizá me respondería. No, definitivamente no me respondería. Me haría chantaje antes. Querría saber el por qué le respondí no a su pregunta misteriosa en las escaleras de los dormitorios de los chicos y no hay forma de que yo le diga eso.
Me rasco la nuca, incómodo. Me siento un maldito inútil viéndola patosamente hacer eso y yo sin ayudarla. No tengo por qué ayudarla y menos después de nuestra última conversación, pero... Gruño cabreado con todo, conmigo, con ella y con el maldito de Mendoza por emborracharse esta noche.
Justo cuando Evan se está empezando a inclinar hacia la izquierda por el peso de Mendoza y parece que se vayan a caer, levanto su brazo derecho y lo paso por detrás de mí cuello. De un gesto, Mendoza se mueve hacia mi lado y camina casi erguido. Ella parpadea durante unos segundos, confusa, pero luego desvía la mirada hacía Mendoza, creyendo que debe de haber recuperado la sobriedad de golpe o algo así; sin embargo, me encuentra a mí, obviamente.
No dice nada, pero se limita a seguir sujetando a Mendoza por su lado.
Unas voces resuenan en el siguiente pasillo. Hanna pone cara de susto y hace presión hacía un lado, empujándonos a todos hacía un cuarto de la limpieza oscuro donde la bombilla parece haberse fundido hace un tiempo y nadie ha tenido la suficiente fuerza de voluntad para cambiarla. ¿Así que está aquí sin permiso eh? ¿Qué demonios ocurre? ¿La tan sobresaliente en todo rompiendo las reglas? Debo de estar soñando de nuevo.
Ella se muerde el labio inferior con nerviosismo y es entonces cuando me siento culpable de verdad. Yo burlándome de ella y ella simplemente preocupándose de que nos descubran. Sacudo esos pensamientos de mi cabeza y me pego más contra la pared. Inexplicablemente, Mendoza se ha callado. Quizá ha entendido la situación y milagrosamente ha decidido ayu... No, se ha dormido.
Tanto Hanna como yo hacemos una mueca y esto me hace gracia. Quizá los dos hemos pensado lo mismo. Los dos nos ponemos de acuerdo con una mirada y dejamos resbalar a Mendoza hasta el suelo, apoyado en la pared entre un cubo de fregar y botes de lejía y limpiacristales, durmiendo la mona. Evan se queda tras de mí mientras yo me asomo discretamente al pasillo, abriendo la puerta unos milímetros escasos. Las voces, detecto, son masculinas. Una le corresponde a un tal Owen, de mi curso, y a un profesor, creo que se llamaba Louis, no estoy seguro porque nunca me ha dado clase. Al parece, Louis ha pillado a Owen fuera de su habitación en mal horario y le está contando que va a estar un tiempo castigado mientras lo acompaña a su cuarto de nuevo.
Mira tú por dónde, es lo que nos pasaría a nosotros si nos encontraran. O peor, a mí me tocaría la expulsión segura. Vivo al límite, sí.
Cuando ya se han alejado lo suficiente como para que podamos estar seguros, suspiro con tranquilidad y me giro a Hanna, que se ha sentado contra la pared, aunque lejos de Mendoza. Ella me echa una ojeada, preguntándome con la mirada si ya ha pasado el peligro. Cuando asiento, se levanta y se dirige a hacer un amago vano de alzar a Mendoza del suelo... ¿Les he comentado ya que es vano? Ella sola no puede. Me mira, insegura. Podría dejarla tirada ahora mismo y lo sabe.
Me apoyo contra la puerta y la observo detenidamente con mis manos en los bolsillos. Todavía no nos hemos dirigido la palabra y aunque no quería ser el primero en hacerlo, parece que me va a tocar; esta chica es más obstinada que una mula. O quizá es que ella no necesita dirigirme la palabra para decirme algo, tiene ese mágico poder también.
Sin embargo, cuando intento decir algo, no sé qué decir. ¿Le pregunto qué hace aquí? ¿Por qué está Mendoza borracho y por qué es ella la encargada de llevarlo? Demasiadas preguntas que ahora, en estas circunstancias que es obvio que las voy a preguntar, no quiero preguntarlas por ese mismo motivo, porque se espera que le pregunte eso. Antes de que pueda pensar algo malditamente coherente mi mente me juega una mala pasada.
—¿Cuál es tu color favorito?
A ella se le desencaja el rostro, como si le acabara de decir que 2 más 2 son 17. Parpadea anonadada, encontrada por sorpresa y entonces, simplemente suspira.
—El gris.
Asiento con lentitud. La verdad es que eso también ha sido sorprendente. Poca gente tiene como color favorito el gris. Azules y rojos son los que más triunfan, seguidos de los verdes, los naranjas, el n***o, el blanco y los púrpuras; y luego quizá los rosados, los marrones, los amarillos, y los grises. O eso según la gente a la que yo le he preguntado.
Luego me acerco y levanto a Mendoza del suelo. Ella me ayuda en silencio y volvemos al pasillo. El resto del camino nos mantenemos callados. Dejamos a Mendoza en su cama y regresamos al pasillo principal, todavía mudos.
Una vez allí, siento un ramalazo de dolor que me recorre lentamente las venas y me paraliza milésimas de segundo, y sólo entonces soy consciente de que ya pasan 3 minutos de las 12. Trago saliva, acongojado. Es hora de que ella y yo nos separemos, no puede verme más, en pocos minutos voy a empezar a desaparecer.
Me detengo, ella se gira, preocupada, pero al ver que no ocurre nada ladea la cabeza, interrogante.
—Será mejor, que yo me vaya ya...— murmuro.
Ella pone una expresión seria y me agarra del mano justo cuando me estaba empezando a dar la vuelta.
—Todavía no— dice— Ven.
Tira de mí. Los minutos corren. Siento como un sudor frío se apodera de mi cuerpo. Me va a descubrir, ¿qué demonios estoy haciendo? ¿Por qué no me he ido ya?
—Espera— la detengo, ella se gira, molesta por mi interrupción— Me voy a quedar con una condición.
***
Estamos sentados espalda contra espalda. Es una tontería, pero es la única manera que tengo de que no vea que desaparezco. Es la única tontería que se me ha ocurrido para poder quedarme y saciar mi curiosidad, porque sé que me va a explicar por qué estaba con Mendoza hace unos momentos y más estando borracho. Sabe que me debe la explicación. Sabe que podría no haberla ayudado y seguramente la habrían descubierto, a los dos más bien; y sé que eso no sería bueno, si no hubiera prescindido de mi ayuda.
—Mi padre y Mendoza... han sido amigos desde hace mucho, por eso mi padre quiso que estudiara aquí, le hacía ilusión que su viejo amigo me diera clases...— empieza, luego suspira— Para mí él es como un tío. Lo mantenemos en secreto, pero, bueno, se hace lo que se puede.
Deja un espacio en silencio en el que cierra los ojos, como si quisiera dormir. Un espacio tan largo, que a cualquiera le hubiera parecido que ya ha terminado, excepto que yo sé que no lo ha hecho todavía. Miro mi reloj de reojo, entre llegar aquí y la pausa, ya son y media. Inspiro hondo y me obligo a no acudir al pánico. Antes de la 1 ya estaré lejos de ella.
—Así que él tiene mi móvil... Estaba tranquilamente en mi habitación cuando me ha llamado borracho. No sé por qué se ha emborrachado todavía. Cuando he llegado a la biblioteca preocupada, no ha hecho más que soltar tonterías. Me ha hablado como si no me hubiera visto desde hace años: “Oh, como has crecido” “Ya eres toda una mujer” “Tu padre estaría orgulloso” ...
Abre los ojos y siento que alza la cabeza y mira al cielo, oscuro como el típico último váter del instituto que nadie usa por temor a lo que pueda encontrar dentro.
—Le dije que dejara de decir tonterías, que lo iba a llevar a su habitación.... Y por si no lo sabías, obviamente la regla de que está prohibido beber también se aplica a los profesores. Salí fuera y lo esperé mientras él recogía. Todavía estaba suficiente capaz de ello, por eso le dejé. Pero para cuando salió creo que había tomado un par de vasos más porque ya no se tenía en pie. Debería de haberlo vigilado— gruñe con pesar.
Calla. Entonces es cuando yo aparecía en escena, así que por eso no sigue contando, porque ya sé qué pasa a partir de entonces.
Mis pensamientos divagan a Ismael. ¿Qué pensaría él de que estuviera congeniando con una chica tan popular? ¿Qué piensa él que estoy haciendo en estos momentos? ¿Y él qué estará haciendo? ¿Se habrá ido a dormir, o estará despierto, para joderme y no dejarme volver a mi habitación hasta que se duerma? Con mi mala suerte, seguro que todavía está despierto.
Hago una mueca.
—¿... tuyo?
Parpadeo y vuelvo a la realidad, pues Hanna me estaba hablando y no le he hecho ningún caso. Le inquiero una simple letra e, y ella repite su pregunta con una mueca de ligera molestia porque sabe que no la he escuchado la primera vez.
—Que cuál es el tuyo.
No sé ni por qué comprendo lo que me está preguntando, pero lo hago.
—El... verde supongo.
—Verde y gris... combinan bien— comenta como de paso.
Hago ver que no he escuchado ese comentario e intento volver a mis pensamientos, fallando miserablemente. ¿Qué debe de haber querido decir con eso? Está hablando sólo de los colores, ¿no? ¿O de algo más? Cuando vuelvo a mirar mi reloj, ya han pasado otros 15 minutos. Miro mi mano. Trago saliva. Si ahora mismo Hanna se girara, todo se habría acabado. Me consigo relajar. No sé cómo, pero lo hago.
Ella ha vuelto a sus ojos cerrados y se apoya plácidamente en mí, como si fuera lo más normal del mundo entero. Al principio me siento incómodo, pero en seguida le encuentro su punto y relajo mis músculos para que no note tensa mi espalda. Cierro los ojos yo también, para saber qué debe de sentir. Silencio, sólo se escucha el susurro de las hojas de los árboles por culpa de la suave brisa nocturna. Se está bien. Es plácido.
Ella se revuelve.
—Empieza a hacer frío...— murmura.
Siento el impulso de darme la vuelta y abrazarla, pero un ramalazo de dolor parecido al de antes me detiene de hacer la gran estupidez. Miro mi reloj. Ya es la 1. Trago saliva. Oh dios. Me tenso. Ella lo nota, obviamente.
—¿Qué pasa?
—Nada— digo rápidamente.
Ya no veo mis manos. Tengo que irme, rápido. Me da la impresión de que estoy hiperventilando. ¿Qué me pasa? Hacía mucho tiempo que no entraba en pánico. Tengo que calmarme. No pasa nada. Le diré que deberíamos de volver ya que hace frío y ya está.
Lo hago y ella se gira y me mira. Por suerte mi espalda todavía es visible.
Ya no veo mis pies. Trago saliva. La oscuridad me protegerá.
—Me he acordado de algo, mejor hablamos en otro momento. Evita el pasillo de la clase de física, siempre hay alguien patrullando por ahí— añado, me levanto ágil y echo a correr.
Sé que ella debe de notar algo raro, pero no logra discernir el qué, y es que me debe de ver difuso, confundiéndome con la noche. Sé también que intenta gritar, pero que se calla enseguida por miedo a ser descubierta, así que simplemente se levanta aturdida, sin entender nada y corre tras de mí.
Siento un frío que me va congelando el cuerpo lentamente, dándome la bienvenida a ese mundo muerto al que cada noche me lleva. Al girar a la izquierda por el pasillo que lleva a los dormitorios, ya no existo. No siento nada, no huelo nada, simplemente me envuelve una manta de frío a mi alrededor. Unos pasos que me parecen lejanos, a pesar de no serlo, resuenan tras de mí y me giro. Hanna está ahí parada, mirando por el pasillo.
Me quedo quieto, y, durante unos segundos, tengo la certeza de que puede verme, de que me va a preguntar qué demonios es lo que me ocurre, y por qué soy medio transparente; pero no, eso nunca sucede; suspira, atravesándome con la mirada.
—¿Dónde ha ido? — protesta.
No me ve. Da media vuelta, insegura y empieza a caminar, frotándose los brazos y tiritando un poco. Me quedo ahí quieto hasta que la pierdo de vista por el pasillo y sé que ha llegado a los dormitorios femeninos al fin.
No sé qué me esperaba. Era obvio que no me iba a ver. Ya lo sabía y sin embargo albergaba una esperanza de que con ella fuera distinto. En eso momento maldigo con rabia. ¿Cómo que mejor hablamos en otro momento? ¿Por qué coño le he dicho eso? Ella y yo no hablamos, no hablamos, no hablamos. ¿Soy bipolar o qué me pasa? ¿Por qué la he tratado como a una amiga de toda la vida?
Cuando llego a mi habitación, Ismael está dormido, gracias a dios. Me dirijo al escritorio y con mucho cuidado abro el último cajón y saco mi libreta y un lápiz. Luego me subo a mi cama y espero, pues no puedo dormir, pero no porque no quiera, sino porque no puedo, me es imposible. Lentamente, pasan las horas y el proceso se invierte. Apunto las cosas en mi libreta, y, terriblemente cansado, la guardo junto con el lápiz bajo la almohada, ya que no quiero levantarme e ir hasta el escritorio.
Me arropo hasta arriba, todavía casi palpando ese frío penetrante que me recorre cuando me vuelvo invisible. Tirito.
Antes de quedarme dormido, una voz me viene a la memoria. Una voz que estoy seguro de haber escuchado antes, pero no sé dónde, y no es la de Hanna, ni la de mi madre, ni de ningún familiar ni compañero de clase. Una dulce melodía que desentierra una antigua frase que me había dicho esa misma voz, no sé cuándo ni dónde.
—Gris, como el cielo plomizo de un día lluvioso.