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Un regalo inesperado de Navidad | Completa | Gratis

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Descripción

Zoe Miller está de regreso en Lowell, Massachusetts, después de evitar por años regresar a ese lugar donde su vida cambió drásticamente. Con su pequeña de diez años no puede mantener el orgullo, sobre todo, cuando no tiene más que hacer, que aceptar la herencia que su abuela le deja después de tanto tiempo. Sus miedos son preocupantes. Ella guarda un secreto que, de saberse, puede cambiar la vida de más personas de la que ella misma cree. Por eso, está dispuesta a mantenerlo para sí misma por tanto tiempo sea necesario.

Pero la Navidad se acerca y con ello, llegan los reencuentros.

Samuel Riley también regresa, como cada año, para pasar las fiestas con su familia, pero no lo hace solo. Esta vez quiere presentarle a sus padres a la mujer que eligió para pasar el resto de su vida, su prometida. Pero para él es toda una sorpresa encontrarse de frente con alguien que no esperaba ver más. Zoe Miller era su amiga, fue su primer amor, ahora es una mujer adulta que desconoce por completo. Ella tiene una hija, supone que algo la trajo de regreso, pero no quiere saber detalles. No le importan.

O eso se dice.

Sin embargo, cuando en el pasado quedan tantas dudas, tantos reclamos, la necesidad de quitarse esas espinas de encima es agobiante. Pero en este caso, hacer tantas preguntas no será solo una forma de liberarse de fantasmas pasados, será un regalo.

Un regalo inesperado regalo de Navidad.

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Capítulo 1
Zoe Miller —Mamá, ¿podemos ir a casa de los Riley? Escucho la vocecita de Sammy a través de la puerta cerrada del baño. Todo mi cuerpo se tensa y mientras miro mi reflejo en el espejo, veo la incertidumbre en mis ojos color miel. No soy capaz de decirle que no, porque negarle algo a mi hija, y más si lo desea tanto, no es lo que quiero. Pero ella no tiene idea de lo mucho que me cuesta decirle que sí a esto tan sencillo. Madeleine y Michael Riley son las mejores personas que pueden existir. Tan amorosos que, desde que falleció mi abuela y yo me vine con Sammy a Lowell, ellos no han dejado de acercarse para ayudarme en lo que sea que necesitemos. Pero yo acepto la ayuda únicamente por mi pequeña. Mi hija de diez años que no entiende motivos, porque ella solo quiere ser feliz y sentirse querida. Con ellos dos lo logra, así que no es de extrañarse. —¡Mamá! —insiste y esta vez llama a la puerta con dos golpes. No abre porque sabe que hay que respetar la privacidad, pero me da la ligera impresión que le queda poco para atreverse. —¡Ya voy! —respondo con falso tono divertido y pestañeo varias veces para quitar de mis ojos esta mirada ausente y asustada a partes iguales. Diez años alejándome de aquí, para ahora terminar en el mismo lugar que por tanto tiempo no quise recordar. Y dejando que mi hija comparta alegremente con personas que forman parte crucial de mi pasado...y también de su vida. Tomo una profunda inhalación y me lleno de fuerzas para abrir la puerta y mostrarle a Sammy mi mejor sonrisa. Cuando abro, sus ojos increíblemente azules me esperan muy abiertos, junto con un puchero tierno que evidencia aún más su regordete labio inferior. Los cabellos rubios, brillantes y ensortijados, tal parece que flotan sobre sus hombros en rulos perfectamente elaborados, aunque pocas veces se los peino. —Por favor —me ruega, con sus manitas juntas y pestañeando una y otra vez. Yo pongo mis brazos en jarra, pero la miro con una media sonrisa que intento ocultar con un gesto serio que no me sale del todo. —Llevamos aquí solo dos semanas y ya quieres abandonarme. Sammy abre mucho sus ojos y niega con la cabeza enfáticamente. Deshace la distancia y se abraza a mi cintura. —No, mamita. Pero los Riley tienen un árbol enorme y muchos regalos debajo, quiero ver si alguno tiene mi nombre. La forma en que lo dice hace que mi corazón duela. Con motivo de la mudanza, no he podido comprar un árbol siquiera para adornar el salón. Únicamente algunas guirnaldas y un muérdago en la puerta que va del salón al comedor. Y eso último solo porque es la tradición que he mantenido durante todos estos años. Sé que debo al menos comprar un árbol que ella pueda admirar en su propia casa. Porque, aunque sí recibirá un regalo, entiendo que su pasión va más allá de recibir un presente. Mi hija quiere sentir la Navidad en su piel, justo como yo adoraba sentirla cuando tenía su edad y me la pasaba con las personas que ahora ella quiere ver con tanto ahínco. —Los Riley no tienen obligación de darte un regalo, Sammy —digo con tono tranquilo, porque no quiero que se decepcione ni esté triste. Le coloco un mechón rubio detrás de la oreja mientras me agacho y me pongo a su nivel—. Ellos te quieren mucho, pero es mejor no esperar y que te sorprenda si tienen algún detalle para ti. Aunque yo sé que ellos sí que le compraron algo, porque Madeleine me preguntó qué le gustaba más a Sammy, necesito que ella entienda que no todas las personas que la rodeen tienen esa obligación para con ella. Es algo duro y quizás para una niña inocente sea difícil de entender, pero es mejor ser sincera y yo, que soy su madre y responsable por ella, le hable claro respecto a las cosas que pueden suceder. —Yo sé —dice con otro puchero, ahora no fingido, y baja su cabeza. Puedo ver el brillo en sus ojos, por las lágrimas retenidas. La abrazo y le doy muchos besos que le alimenten el alma. Solo nos tenemos a nosotras mismas y la idea de verla o saberla triste, me rompe el alma. —¿Te parece si mañana vamos a comprar nuestro árbol? —pregunto solo por verla feliz. Aunque no puedo permitirme gastos extras, porque la mudanza desde California me sacó la mayor parte de mis ahorros, ver a mi pequeña feliz es mi único objetivo. Cuando sus ojos azules se posan en los míos y una sonrisa radiante aparece en sus labios, vuelvo a respirar aliviada. —Ahora, vamos, que te llevo con los Riley. Me levanto y su chillido de emoción me deja casi sorda. Comienza a saltar y pretende correr hasta la puerta. —¡Ah, ah! ¡Tienes que cubrirte! —levanto la voz porque ya ella va saliendo de mi habitación directa a salir por la puerta trasera e ir con los vecinos. Escucho que choca con algo cuando se detiene. Llego a tiempo de verla cubrirse con su ropa de invierno y una mueca frustrada. Voy con ella y también tomo mi abrigo. Es justo al lado, es verdad, pero no puedo exponerla a que se resfríe solo por capricho. Le acomodo el gorro y la bufanda mientras ella se pone los guantes. Yo también me pongo mi abrigo. Ahora no está nevando, pero hay pronósticos que advierten de nieve moderada estos días. Cuando estamos listas, salimos y nos dirigimos a la casa que queda justo al lado, nuestros vecinos más cercanos. Un nudo se me hace en la garganta al tomar este camino que, aunque los años hayan pasado, sigue viéndose igual. Es un atajo que hay entre los dos patios de ambas casas. Y cuando yo era solo una niña y también, dicho sea de paso, una adolescente, lo usaba cada día incontables veces. Llevo a Sammy de la mano y con un vistazo al frente de la casa de los Riley, veo que un auto está por salir de la propiedad. Tomo el rumbo diferente, porque me doy cuenta que ellos están al frente y Sammy protesta un poco porque ella quiere atravesar la cerca del costado. Llegamos justo a tiempo de ver que un auto moderno se aleja. Los Riley están por cerrar la puerta cuando nos ven. Le hacen un gesto a Sammy para que corra hacia ellos y mi hija me suelta la mano para ir, no sin antes mirarme para pedirme permiso. El tiempo que demoro en seguirla, me siento extraña. Los Riley tienen gran parte de su familia viviendo en Lowell. Solo...solo Sam vive fuera del estado. Y ese auto no lo reconozco, no lo he visto antes. Me aterra pensar que sea él quien los visita. Desde que llegué no me he atrevido a preguntar lo que fue de su vida, si está casado, si es feliz. El nudo en mi garganta es demasiado grande cuando pienso en él y cuando tengo la intención de conocer sobre su vida. Porque hace diez años él decidió no creer en mí y yo tuve que irme lejos para poder superar lo que había pasado. La vergüenza, la rabia y el dolor que sentí todavía se sienten como emociones viejas en mi pecho. Ha pasado el tiempo, pero me quedaron cicatrices. Profundas y feas. —Buenas noches, Zoe —saluda Michael cuando yo llego a su puerta. Sammy y Madeleine ya están en el salón viendo el árbol que tantas ganas tenía de ver mi niña. —Buenas noches, Michael. Siento que vengamos a esta hora, pero es que Sammy...ella no me dejaba en paz. Sonrío al decirlo y Michael, que siempre fue un hombre justo y amable, me devuelve el gesto. —Sammy es una niña hermosa que siempre tendrá las puertas de esta casa abiertas. Puede venir cuando quieras, igual que tú. Esas últimas palabras me dejan pensando si se refiere a que me da permiso o solo me recuerda que yo era como ella. Sin embargo, no pregunto. —Ven, que Made está terminando con sus galletas y van a poder degustarlas. Se me hace la boca agua al escucharlo y cuando respiro profundo, en efecto, siento ese olor tan particular y único que caracterizan a las galletas de Madeleine Riley. Campeonas cada año del Concurso Anual de elaboración de Galletas Caseras desde que tuve uso de razón. Y por lo que sé desde que regresé, sigue siendo así. Entro del todo a la casa que ya llevo visitando desde que llegué y todavía me impacta lo que veo. Es idéntico todo. Y cada lugar de esta casa tiene una historia que puedo contar. Siempre con él. Mis ojos se llenan de lágrimas y disimulo solo porque no puedo demostrar mi tristeza. Una tristeza que llevo arrastrando desde que cumplí los dieciocho y a día de hoy, ya tengo diez años más que eso. Michael me ayuda con el abrigo y solo cuando me despojo de toda la ropa sigo a Sammy a la cocina. Mi hija está sentada en una alta banqueta, con sus codos apoyados en la isla de la cocina y sus palmas acunando su rostro. Sus pies cortos se balancean de un lado a otro en esa silla que le queda bien alta. El olor en la cocina es mucho más fuerte y no puedo evitar cerrar los ojos y atraer tantos recuerdos. —Hola, Zoly —saluda Madeleine, llamándome de esa forma tan particular que siempre lo hizo. Tanto ella como su hijo adoptaron esa manera de llamarme solo porque me hacía reír escucharlos decirlo. Llego con ella y dejo que me abrace y me dé un beso en la mejilla. Hasta el olor de su perfume lo recuerdo perfectamente. Tal parece que el tiempo no ha pasado por esta casa, cuando es evidente que demasiado ha cambiado. —No sabes lo feliz que soy de que estés aquí y poder disfrutar de Sammy ahora. A veces me pongo un poco nostálgica y recuerdo cuando eras pequeña... —pasa sus manos por mi rostro, con amor y su ojos brillantes—, cuando eran ambos muy pequeños y traviesos. Mi corazón late fuerte en mi pecho ante la mención de Samuel. Desde que yo llegué ella no lo había mentado. No sé si supo cómo acabó todo entre los dos, aunque no lo creo, porque entonces no me miraría la cara ni me recibiera con tanto amor en su casa. —Yo estoy feliz de haber regresado. California es hermoso y me hizo bien por mucho tiempo, pero necesitaba regresar aquí. Solo que lo hice un poco tarde. Pestañeo las lágrimas que se forman en mis ojos de solo pensar en mi abuela. Una mujer de temple y carácter imparable, pero era lo único que me quedaba de familia. Ahora todo se resume a mi hija y a una sensación de culpa por no haber venido en todo este tiempo a visitar a mi abuela. Durante diez años, ella decidió viajar a California, porque sabía que yo no iba a regresar aquí. Y si lo hice al final de todo, fue solo porque perdí mi trabajo y estaban a punto de sacarme del apartamento donde llevaba años viviendo. Mi abuela me dejó su casa cuando falleció hace meses atrás. —Nadie está exento de arrepentimientos, mi Zoly. Todos cometemos errores. Pero tu abuela vivía orgullosa de ti, siempre me hablaba de las veces que fue a verte y lo bien que te iba. Ella entendía la distancia y nunca estuvo sola. Aprieto mis labios para no llorar. Asiento a sus palabras, aunque se sienten peores. Me duelen. Yo solo fui una cobarde que terminó viniendo aquí, a pesar de jurar que no lo haría. Mi abuela no merecía esta distancia. Ella también estaba sola. Madeleine entretiene a Sammy con una galleta en cuanto verifica que la primera tanda está fría. Me entrega una a mí también y como es tradición de la casa, prepara leche para todos. Nos sentamos en el salón todos juntos, como la familia que no somos, pero que yo siempre añoré. Sammy es el centro de atención, hasta que hace una pregunta que no creo recordar que haya hecho antes. —¿Quién es él? —Apunta a un cuadro que hay en la pared. Todo mi cuerpo se tensa al escucharla, al voltear y ver la sonrisa hermosa del hombre que amé por tantos años. Sobre todo, porque recuerdo esa foto, el motivo de que Samuel Riley llevara un esmoquin y una rosa blanca en la mano. El motivo por el que sus ojos azules, del mismo tono que los de Sammy, brillaban con tanta intensidad. —Es mi hijo, Samuel Riley —explica Madeleine, con una sonrisa—. Él y tu mamá eran muy amigos, los mejores amigos. Mañana lo conocerás. La galleta se me cae de la mano. El vaso de leche también, aunque ya está vacío. Un frío helado, seco, me atraviesa la espalda. El miedo atenaza cada uno de mis sentidos. ¡No puede ser! ¡No! No puede ser que él esté de regreso. Yo no estoy lista para mirar a los ojos a Samuel Riley una vez más. Y menos, para que él conozca a mi hija. A nuestra hija.

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