Semanas después de la boda, siento que más que una luna de miel, he estado sola de vacaciones. Cada mañana me despierto y Edward no está a mi lado. Desayuno sola, y luego paso el tiempo recorriendo la isla, buceando, nadando en el mar y explorando. Edward solo viene a la habitación para dormir. Cuando le pregunto dónde ha estado todo el día, me responde con indiferencia que no es de mi incumbencia. Ya no es ni la sombra del hombre del cual me enamoré.
No entiendo por qué ha cambiado tanto conmigo. ¿Acaso ya no me ama o nunca lo hizo? Como sea, yo sí estoy enamorada, y es mi esposo. Debo hacer que esto funcione. Mi abuela se moriría si me divorcio; es demasiado conservadora y no quiero causarle más dolor del que ya ha tenido.
— Hoy nos vamos —comenta Edward mientras se viste.
— Genial, mi amor, ya quiero conocer tu hacienda —le respondo, tratando de mantener un tono alegre.
— No estaré mucho tiempo allí. Iré y vendré entre el campo y la ciudad —dice él, sin mirarme.
— ¿Por qué? —pregunto, sintiendo una punzada de curiosidad y preocupación.
— Sigo manejando la empresa. Tú te quedarás en la hacienda con mi madre y mi hermana.
Asiento, resignada.
— ¿Puedo invitar a Aranza unos días? —le pregunto, buscando un pequeño consuelo en mi amiga.
— Tal vez más adelante. A mi madre no le gustan las visitas. Escúchame, Diana, no quiero que tengas problemas con ella —me advierte Edward, con un tono que no admite discusión.
— ¿Por qué tendría problemas? —pregunto, un poco confundida.
— Solo obedece. Recoge tus cosas; nos vamos en dos horas —ordena con frialdad.
Preparé mi ropa en las maletas y me cambié para la ocasión.
Me dormí en el avión, agotada por el viaje. Edward me despertó al llegar, y bajamos del avión. Un carro nos esperaba con un joven de cabello rubio y ojos claros.
— Él es Hugo, mi primo. Ella es mi esposa Diana —nos presenta Edward con una formalidad que no puedo descifrar.
—Mucho gusto —digo, besando la mejilla de Hugo.
— No sé si felicitarte o darte el pésame —bromea Hugo, con una sonrisa en los labios.
Tardamos aproximadamente una hora en llegar a la Hacienda Falcón. La finca es impresionante: un vasto terreno de campos verdes se extiende hasta donde alcanza la vista, con una gran casa de piedra y tejados de teja roja en el centro. La mansión es elegante y clásica, rodeada de jardines bien cuidados y un gran camino de entrada flanqueado por altos cipreses. En la distancia, se pueden ver establos y áreas de pastoreo para los caballos.
Al llegar, me reencontré con Flavia y mi suegra. La señora Virginia Falcon saluda a Edward con un abrazo afectuoso.
— ¿Qué tal el viaje, hijo? —pregunta su madre con un tono maternal.
— Bastante tranquilo, mamá —responde Edward, abrazándola con cariño.
— Mucho gusto volver a verla, señora —saludo, abrazando a la madre de Edward.
— El gusto es mío, Diana. Eres bonita y distinguida. Mi hijo no pudo elegir a una mejor mujer —dice ella, con una cálida sonrisa.
Edward me abraza por la cintura.
— Mi esposa es la mejor.
De repente, un caballo desbocado se acerca a nosotros. Es de un color marrón oscuro, pero lo que realmente llama mi atención es el jinete. Es un hombre con el cabello n***o azabache y ojos azules, que me dedica una sonrisa encantadora.
— ¡Qué bonito! —exclamo, maravillada por la imagen del jinete y su elegante montura.
— Llévate a ese animal de acá, Juan Diego —ordena su madre, con una mezcla de preocupación y autoridad.
Juan Diego baja del caballo y le dice a un empleado que lo lleve al establo.
— ¡Qué buen recibimiento! Casi nos matas, torpe —le reprocha Edward con una sonrisa.
Juan Diego lo abraza con entusiasmo.
— Al fin apareces, y muy bien acompañado. —Luego me mira a mí con una curiosidad amistosa.
Me acerco tímidamente y le extiendo la mano.
— Mucho gusto.
— Ella es mi esposa Diana. Él es mi hermano Juan Diego Falcón —presenta Edward con un leve tono de orgullo.
— El rebelde de la familia —bromea Hugo, con una risa.
— No les creas a estos chismosos, cuñadita —dice Juan Diego, tomando mi mano y jalándome hacia él para darme un abrazo cálido.
Al contacto con él, siento una descarga de electricidad. Su abrazo es cálido y seguro, y no puedo evitar sentirme atraída por su presencia. A pesar de tratar de mantener la calma, mis manos tiemblan ligeramente y mi corazón acelera su ritmo. Hay algo en su sonrisa y en la forma en que me mira que me hace sentir incómoda y emocionada a la vez.
No sé por qué estoy temblando ante su contacto, pero trato de mantener la calma mientras me abrazo a él.