Lo odio

1217 Palabras
— Supongo que quieres asearte, Diana — dice mi suegra con un tono que intenta ser amable. — Así es, señora — respondo, tratando de mantener la cortesía. Ella le ordena a una sirvienta que me guíe a mi habitación. La sirvienta me ayuda a acomodar mi ropa en el clóset. — ¿Y la maleta de mi esposo? — pregunto, viendo que solo han traído la mía. — Él ordenó que la lleven a la habitación de huéspedes. ¿Necesitas algo más, señora? — pregunta la sirvienta, con una expresión de formalidad profesional. — No, gracias. Puedes retirarte — le digo, intentando sonar tranquila. Ella asiente y se retira. Yo entro al baño y tomo una larga ducha. El calor aquí es insoportable. Después de ducharme, me pongo la ropa interior y un vestido blanco que elegí especialmente para la ocasión. Cenamos un gran banquete. Me encanta este ambiente familiar, con las ocurrencias de Flavia y los malos chistes de Hugo. Sin embargo, la señora Virginia es una muy sería y distinguida. — Así que eras modelo — me pregunta Flavia con interés. — De pequeña me gustaban mucho las pasarelas. Participé en varios concursos de belleza. Me encantaba — le explico con una sonrisa nostálgica. — ¿Y por qué no seguiste? Eres guapísima — Replica Flavia, admirándome. — Porque a mi abuela no le gustaba. Casi le tuve que rogar para estudiar diseño de modas. Por suerte, mi abuelo intercedió — respondo, recordando los desafíos que enfrenté. — Yo pienso como ella. El lugar de la mujer es en la casa, atendiendo a su esposo — dice Virginia con firmeza. Flavia rueda los ojos — ¿En qué siglo estamos, mami? Juan Diego no participa mucho en las conversaciones de la cena. Solo asiente o juega con su comida. Parece estar ausente, como perdido en sus pensamientos. — No dormiremos juntos — le pregunto a Edward, un poco sorprendid cuando estamos solos.. — Así estaremos más cómodos. Te dejo mi cuarto y yo dormiré en el cuarto de huéspedes — dice, llevándose su maleta sin mirar atrás. — Edward, ¿por qué has cambiado tanto conmigo?— Pregunté — No empieces con el drama, Diana. Tengo demasiadas presiones. Sabes lo que implica manejar una empresa y lo que significó la pérdida de mi padre — responde con una frialdad que me duele. — Lo sé, mi amor. Yo perdí a mis padres, recuerda — le beso los labios suavemente. — Quédate conmigo y te haré sentir mejor — empiezo a besar su cuello y a desabotonar su camisa, pero él me empuja. — Quiero dormir, Diana. Ves por eso no quiero dormir contigo. Si estás caliente no es mi problema.— Se queja.— No sabía que me case con una zorra que quiere que la follen todo el tiempo. — No tienes porque ofenderme.Solamente te amo y quiero demostrártelo.— Repliqué — Si me amas, déjame en paz — dice, y luego se va sin mirar atrás. Mi suegra ha organizado una cena para que los habitantes del pueblo y sus amistades me conozcan. Llevo el vestido hermoso, uno que diseñé yo misma. Ser diseñadora de modas me permite seguir en el mundo del modelaje sin ser modelo. Siento que, de cierta manera, no he olvidado mi sueño. Eso es algo que mi abuela no ha podido quitarme: la pasión por la moda. La heredé de mi madre, quien fue una famosa modelo. Así conoció a papá. Mi abuela nunca estuvo de acuerdo con esa relación y la culpó por la muerte de mi padre, lo cual es irónico porque ella también murió en ese accidente automovilístico horrible. Todavía lo recuerdo; yo me salvé de milagro. Me duché, me hice un peinado alto y luego me maquillé. Bajé las escaleras y todos me observaban. Me sentía como Cenicienta cuando bajó las escaleras. Me acerqué a Edward, quien me besó en la mejilla y me presentó a sus amistades como su "amada" esposa. Entonces caí en cuenta de mi realidad. Mi matrimonio con Edward es solo una apariencia frente a los demás. Solo finge que me ama, pero a solas no me demuestra ni un ápice de cariño. La cena fue como las aburridas cenas que organiza mi abuela: apariencias y falsas sonrisas. Conocí a la novia de Hugo, una pelirroja de ojos azules que, además de guapa, es muy amable. Su nombre es Lía. Observé que Juan Diego coqueteaba con dos mujeres al mismo tiempo. Mi cuñado es una fichita, nada que ver con Edward, quien siempre ha sido serio y reservado con las mujeres. Pensé que era por timidez, pero ahora no sé qué pensar. Cuando me aburrí y empecé a asfixiarme en la fiesta, me dirigí al enorme jardín. Escuché un llanto y me adentré más en el jardín. Allí descubrí a una mujer de cabello rizado castaño y ojos cafés. Su vestimenta era bastante sencilla, pero lo que llamó mi atención fue que no dejaba de llorar. Se asustó cuando me vio. — Disculpe, señora. — No me digas señora. Somos de la misma edad — Extiendo la mano — Mi nombre es Diana. — Soy Carolina.— Responde ella. — ¿Por qué lloras?— Indagué — Porque soy una estúpida, disculpe — dice, y luego se va corriendo. Iba a seguirla, pero comencé a escuchar gemidos y luego una voz de mujer. — Oh, Juan Diego, eres un dios — gemía la mujer. Luego escuché gruñidos. Estaba congelada, incapaz de moverme. Quería correr, pero algo me detuvo. Estaba a punto de irme cuando, por accidente, tiré un florero. Una mujer morena despeinada se acercó a mí, mientras Juan Diego se acomodaba la bragueta y estaba cubierto de chupones. Quise que la tierra me tragara en ese instante. — ¿Quién es esta? — pregunta la mujer enfadada. — Nos espiabas — añade mi cuñado con una sonrisa. — Solo vine a tomar aire. Sigan en lo suyo, lo siento — dije, toda roja, y me fui prácticamente corriendo. Regresé al salón y no vi a Edward por ningún lado. Entonces me senté y tomé una copa de vino. Lo necesitaba mucho. Dejé caer mi copa cuando vi que Juan Diego se acercaba a mí. — Siempre tan torpe, Lady — dice con una sonrisa burlona. — Mi nombre es Diana — respondo, con un tono de desdén. — Con ese trapo pareces una lady. Me pregunto cómo te verías sin él — comenta, mirándome con un interés poco amistoso. Rodeo los ojos. — Creo que la morena te busca. — Tiene nombre — dice Juan Diego con desdén. — El cual tú no sabes — le respondo con una risa. — No suelo repetir. No soy como el aburrido de tu marido. Por cierto, ¿dónde está? — pregunta, con un tono sarcástico. — En el bolsillo no lo tengo — le contesto de mala forma. — Qué amargada. No me digas que no te cumple en la cama — me susurra al oído — Te ves frustrada. Disimula un poco. Le lancé lo que me queda de vino en la cara. Todos nos observan. — No soy una de tus zorras para que me hables así, imbécil — digo, y luego me voy, dejando la fiesta atrás.
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