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Príncipe Decadente

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Descripción

"Ser reclamada por el diablo, no es un milagro, es una condena, porque si el infierno tiene dueño, él ya ha reclamado su presa"

Antes, era Ana Verly: la porrista arrogante, la que miraba desde arriba, la que nadie osaba desafiar. Después, fui una sombra, una cicatriz mal cerrada, un cuerpo marcado con palabras que no se borran ni con la muerte. Regresé a la universidad, sabiendo la guerra a la que me enfrentaría, miradas esquivas y el silencio como escudo. Pero los rumores son más crueles que la realidad. Y cuando el pasado intenta arrancarme lo poco que me queda, él aparece. Kabil Watson.

Él es una tormenta de la que no se sobrevive. Un rey sin corona que no sigue reglas porque él las crea. Él no es un héroe, nunca lo fue. Es la daga bajo la piel, el caos disfrazado de sonrisa, el demonio que devora todo lo que ama sin remordimientos. No le importa mi silencio. No le importa mi miedo. Me quiere rota, porque en mi ruina encuentra un reto.

Me puse en bandeja de plata; sin embargo, él no me eligió cuando me desmoroné frente a él. En cambio, se encargó de destruirme de otra forma. Me hizo suya para luego humillarme, para probar que nadie, ni siquiera yo, podía derribarlo. Mientras yo lo miraba como si fuera todo lo que me quedaba, él seguía follándose a todas las demás.

Así comenzó la guerra.

Una batalla de miradas y cuchillos en la espalda, de palabras venenosas y desafíos ocultos. Hasta que un video me arrebata la última pizca de dignidad. Hasta que la vergüenza se convierte en cuchilla y mi sangre en testigo. Kabil siempre toma lo que quiere. Pero esta vez no estoy dispuesta a dejarme atrapar por un psicópata, ni él a dejarme escapar.

Porque él no rescata, él posee, y ya me ha reclamado.

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EPÍGRAFE
ANA —¡Cállense la puta boca! Malditas perras asquerosas. Me remuevo inquieta, la voz que al principio parecía un eco que eriza mi piel, va tomando forma y fuerza conforme recupero la conciencia. —¡Por favor, déjanos salir! —¡Exijo ver a mi mamá! —¡Auxilio, ayuda! Quiero despertar, pero parece que los párpados me pesan, aquellas voces ahora se entremezclan con llanto, sollozos tan desgarradores, que me erizan la piel de inmediato. La detonación de un disparo es lo que me obliga a abrir los ojos, no enfoco bien mi entorno, de hecho, mi visión es borrosa en cuanto trato de incorporarme. —¡La próxima que hable, tendrá la misma suerte que esta basura blanca! —la voz masculina, me deja sin aliento. Más sollozos, cada una de mis articulaciones arden como las brasas del infierno, diviso mejor el escenario que me rodea y me paralizo al instante, estoy dentro de lo que parece una enorme jaula rectangular, con los barrotes oxidados y un hedor a muerte, suciedad, sudor y sangre. Me pongo de pie mediante un esfuerzo sobrehumano, parece una vieja bodega abandonada, dentro, hay más jaulas con chicas en ropa interior, debe ser un juego de mi mente, todo me da vueltas, siento cada extremidad adormecida, por lo que no presto más atención a mi alrededor. —¡Joder, la mercancía no se mata, idiota, ahora la jefa se va a enfadar! Remojo mis labios, levantando la mirada, la puerta principal se abre, dándole paso a un chico que debe rondar por los veinticinco. Acorta la distancia con quien ahora reconozco como el de la voz espeluznante, ambos no son viejos, tampoco demasiado jóvenes, los dos se enfrascan en una conversación que no me interesa. —¿Te encuentras bien? Alguien toca mi hombro derecho y por puro reflejo, me aparto recelosa. Una morena menudita me observa con lástima, intento hacer memoria, recordar cómo es que llegué aquí, no puedo, no me encuentro muy bien, las rodillas casi me flaquean, ni siquiera me puedo sostener por mi propia cuenta. Justo ahí, desciendo la mirada hacia mi cuerpo, el alma se me cae a los pies al percatarme de que yo también estoy en ropa interior, cubro de inmediato mis pechos, como si eso me ayudara a cubrir mi piel. —Qué tierno, mírenla —una chica regordeta que se mueve entre los demás cuerpos semidesnudos, aparece frente a mí, invadiendo mi espacio—. La princesita es demasiado pudorosa. Su aliento podrido me pica la nariz, y me callo el comentario sobre su feo estilo de peinado, y sus pésimos hábitos alimenticios, no menciono el hecho de que su cuerpo semidesnudo provoca que la grasa corporal de más, la haga parecer un luchador de sumo en pleno apogeo. Sus ojos me recorren con lascivia hasta llegar a mis pechos. —Aquí se te va a quitar lo mojigata —chasquea la lengua—. Quítate el sostén, princesa. Retrocedo hasta que mi espalda choca contra los barrotes, al tiempo que las demás chicas se apartan lo más que pueden del camino de la ballena. —¿Acaso eres sorda? —se lame los labios—. Quiero verte esas tetas, estoy segura de que son tan respingonas como aparentan debajo del sostén. Intenta acercarse más a mí. —Aléjate, asquerosa marrana —las palabras brotan de mi garganta sin que pueda detenerlas. No lo veo venir, es más rápida que yo, tira de un buen trozo de mi cabello, estrellándome el rostro contra los barrotes. El dolor quema en mi piel, un fuerte pinchazo de cabeza me inunda, y siento el sabor de mi sangre en la boca, el segundo impacto llega con más fuerza. —Te daré un consejo, princesa —ríe en mi oído al tiempo que se restriega por detrás de mi trasero y quiero llorar del asco que me dan, las personas como ella. Si tuviera las fuerzas, ya la habría asesinado. Todo mi cuerpo se convierte en una terminación temblorosa, el miedo recorre mis venas, dejando la inseguridad, gota a gota, sin embargo, me niego a demostrarlo. —Esta es la realidad, así que, si quieres sobrevivir, más vale que desaparezcas del mapa de todos los hombres de esta organización, o, mejor dicho, no llames mucho la atención… Ya no estamos en tu mundo color rosa. Quiero preguntarle a qué se refiere, quiero que me diga de qué va todo esto. No obstante, el sonido chirriante, llama mi atención, me libera de inmediato. Los pasos hacen que deje de respirar, que sienta cómo el aire se comprime en mis pulmones. Las chicas comienzan a tratar de pegar sus cuerpos a los barrotes del final de la jaula, precisamente en donde me encuentro yo. Incluso la idiota que se atrevió a agredirme, ahora es como si quisiera ser un fantasma, me empujan, se me pegan demasiado y eso me irrita, nunca me ha gustado la gente, me incomoda el contacto físico si no lo pido. Agudizo la vista, un chico de cabello largo, color n***o, por encima de los hombros, ojos del mismo color, con el torso descubierto, lleno de tatuajes, y unos vaqueros azul cielo, entra esbozando una sonrisa de guasón, riendo y burlándose de las chicas que se encuentran en las jaulas adyacentes. Se comporta como un enfermo mental que se acaba de escapar de algún centro psiquiátrico. Las jaulas están llenas de chicas semidesnudas, por lo que moverse, puede provocar que empujes a más de una. No tardo en recuperar mi memoria, las imágenes me alteran, siento el ácido estomacal subir por mi garganta. ­—¡Silencio, malditas perras! —grita uno de los primeros chicos que estaban aquí cuando recobré el conocimiento. «Mierda, memoriza todo, Ana, eres inteligente, eres una sobreviviente» Respiro hondo, obligando a mi cerebro a pensar con mejor claridad, le echo un nuevo vistazo a mi alrededor, ahora que comprendo mucho mejor la situación. Nunca he temblado por nadie… solo una persona ha logrado que el miedo se aferre a mí como asquerosa larva, descontando a esa cosa que parece ser humano y no lo es, jamás. Pero esta vez, siento el frío meterse bajo mi piel como un veneno invisible. No por la temperatura, aunque la bodega esté helada como un congelador sin alma, sino por la verdad: no controlo nada. Estoy en ropa interior, sobre el suelo sucio de esta jaula metálica. Una jaula enorme, rectangular, de barrotes oxidados, como sacada de una pesadilla post-apocalíptica. A mi alrededor, otras chicas, algunas llorando, otras temblando, susurran nombres entre sí como si eso pudiera salvarlas. La única luz proviene de unas lámparas colgadas con cables expuestos, parpadeantes, parece que están a punto de colapsar. Todo huele a óxido, a humedad vieja, a miedo. Y yo… yo también huelo a miedo. Pero no lo dejo ganar. Ajusto la mandíbula, me enderezo todo lo que puedo, no voy a darles el gusto. Entonces escuchamos nuevos pasos, se trata de un nuevo chico, lo reconozco en cuanto cruza el umbral de la enorme entrada. Oliver. El muy hijo de puta aparece con una tableta entre las manos, no levanta la mirada, actúa dándome a entender que esto no es más que un trámite, como si yo no estuviera ahí. Como si no acabara de invitarme a una cita hacía apenas unas horas, porque dudo que lleve días aquí. —¡Atención, zorras! —grita una voz desde el otro extremo. No presto atención a quién habla, hasta que recibo un codazo por una de las chicas para que ponga atención. El demente con sonrisa de depredador, es quien toma la palabra. —Vamos a pasar lista. Van a responder “presente” cuando escuchen su número. Y más les vale decirlo bien. No quiero repetir lo que les pasa a las que no siguen las reglas, ¿entendido? Su risa es un sonido desagradable, rozando lo histérico, pasa la mirada por las otras jaulas también, relamiéndose los labios al ver a las chicas temblar, una de ellas vomita en el rincón más lejano. Otra se desmaya. No me muevo. Yo no. Yo no me voy a romper. El muy bastardo de Oliver es quien menciona un número. Una chica rubia frente a mí levanta la mano, temblando, con la voz quebrada. —Presente… Así sigue, una tras otra, y cada vez que él dice su número, los hombres abren las puertas y las dejan salir. Se las llevan. Las cargan, una incluso se desmaya a mitad del camino, y la arrastran como un saco de harina, yo no aparto la mirada. No puedo. Es entonces cuando bajo la vista, y lo veo, tatuado, como si me perteneciera menos que nunca, un número "23" justo sobre la piel pálida de mi muñeca izquierda. Trago saliva, los ojos se me llenan de lágrimas, tenso el cuerpo, pero no dejo que se derrame el llanto que me amenaza. No. No van a ver eso nunca. Lo que parecen unas horas atrás, yo había aceptado salir con Oliver. Estúpida, increíblemente estúpida. Nos encontramos en la cafetería cerca de las afueras del pueblo Bermaunt, tenía las luces cálidas, el café olía bien, él parecía… normal. Hasta divertido. Hablamos, me hizo reír. Cuando me disculpé para ir al baño, porque necesitaba retocarme el maquillaje, sentí un pinchazo. Algo rápido, apenas un zumbido detrás del cuello. Y desperté aquí. Espabilo, el tiempo se estira como una tortura, la jaula se vacía, poco a poco. Solo quedo yo, Oliver levanta la mirada por primera vez, y al reconocerme, su sonrisa no tiene nada de humano. —Ese cuerpo… —dice, con voz baja, casi como si lo saboreara—. Me va a dejar mucho dinero tu culo, Ana Verly. —Vete a la mierda —arguyo, recuperando la poca fuerza que le queda a mis cuerdas vocales. Mi voz suena ronca, pero firme, llena de un fuego que no me puede arrebatar. —Quiero una jodida explicación. ¡Ahora! Él se ríe, me convierte en un chiste, mis palabras no significan nada para él, me observa como si me poseyera. —Ana… ¿De verdad creíste que saldría contigo? Esa frase la he escuchado antes. En la secundaria. En el instituto. En la universidad. Nadie me quiere por quién soy. Soy demasiado, rubia, lista, altanera, rebelde, demasiado todo. No obstante, nunca he llorado frente a nadie. Y no voy a hacerlo ahora. —Jódete, maldito —le escupo en la cara, con toda la rabia acumulada, él no lo ve venir. La sonrisa se le borra, y lo que aparece en su lugar es peor. Oscuridad pura, sin fondo, y por primera vez, doy un paso atrás. —Siempre has sido una altanera mimada —dice entre dientes—. Tal vez ya es hora de que alguien te ponga en tu lugar. De una buena vez. Se gira hacia el otro chico, Matt, así lo llama. —Sácala de la jaula. Matt obedece como un perro entrenado, saca un arma y me apunta directamente a la cabeza. —Muévete, Barbie —dice sonriendo, abriendo la jaula—. Es hora de conocer el verdadero placer. Intento retroceder, pero él es más rápido, tira de mi cabello con fuerza brutal, me arrastra fuera, me hace caer de rodillas frente a Oliver, como si estuviera entregándome. Me quema la piel, me duele el orgullo, me carcome la furia, no soy un trozo de carne. —Es hora de tu castigo, Ana —dice Oliver, saboreando cada palabra como si fueran una caricia podrida—. A ver si así entiendes. —¡Ningún castigo me va a doblegar! —le grito a todo pulmón—. ¡JAMÁS! Él no parece molesto, sonríe más, y esa sonrisa no tiene burla, es auténtica. —No quiero doblegarte —dice—. Quiero quebrarte hasta que nadie pueda nunca reconocerte. Le hace un gesto a Matt. —Llévala a la oficina. Y llévate a las demás. Ya sabes qué hacer. Veo cómo las chicas que quedan en otras jaulas, salen por una puerta lateral, suben a un autobús grande, n***o, sin ventanas. Algunas gritan. Otras simplemente tiemblan. Nadie las consuela. Matt tira de mí otra vez. Susurra con una voz áspera, casi burlona. —Suerte, princesa. Me empuja con fuerza al interior de una oficina vieja, caigo de rodillas contra el suelo duro, entonces Oliver entra, cierra la puerta, echa el pestillo y sé de inmediato que su sonrisa se quedará grabada en mi mente para siempre, una que nadie jamás borrará de mi cabeza. —¿Qué haces? —trago grueso, mientras retrocedo, chocando contra el borde de la mesa de madera que está ahí. Oliver comienza a quitarse la playera, y a desabotonarse los vaqueros. —Te lo dije antes, es hora de que alguien te enseñe que la vida va más allá de una falda corta, lindas piernas y de tratar a todos como tu mierda personal —arguye. Siento que el corazón se me sale del pecho, cuando se quita por completo los pantalones, dejando al descubierto su polla, las náuseas me invaden con más fuerza, mis ojos se llenan de lágrimas que me sigo negando a derramar, mi respiración se vuelve inestable, todo me da vueltas. —Joder, hay algo que debo aceptar, y es que tienes un puto cuerpo follable —agarra su pene con una mano, haciendo movimientos lentos hacia arriba y hacia abajo, trato de no mirar demasiado, pero es que es imposible cuando queda claro lo que me piensa hacer—. ¿Eres virgen, Ana? La pregunta me repugna, y por alguna extraña razón, no quiero recordarlo, mi primera vez tampoco fue bonita, ni tierna, mucho menos amable, fue brutal, salvaje, dolorosa. —Responde la puta pregunta, Ana —insiste—. Si eres virgen, podrías valer algo, por primera vez en tu vida. Sello mis labios, es algo que no le debe importar, lo reto con la mirada, odio que me quieran hacer sentir menos. —¿No piensas responder? Bien. El golpe llega tan rápido, que no reacciono con rapidez para esquivarlo, el puñetazo hace crujir mi mandíbula, el dolor es intenso, me recorre la mitad del rostro, la sangre explota en mi boca y veo puntitos de colores. —¡Responde! No lo hago, escupo la sangre que se acumula en mi boca, sintiendo el sabor metálico deslizarse por mis labios, respiro corto, alzando la mirada, lo que ve en mis ojos no le agrada, porque enseguida me da otro puñetazo en la cara. —¡Lo arrogante te lo quito yo! Golpea una y otra vez, el estómago, mis costillas, mi espalda, pierdo la cuenta de las veces que lo hace, hasta que se cansa y yo siento que en cualquier momento voy a morir. —Eres una hija de puta —se ríe en medio de una agitación consumida por la rabia—. Si con los golpes no entiendes que debes responder, tal vez deba comprobarlo por mí mismo. Deseo mandarlo al demonio, tira de mis brazos, me eleva y me recuesta sobre la mesa. —¡No! —grito al comprender lo que quiere hacer, manoteo al sentir sus repugnantes manos sobre mi cuerpo. Rompe mis bragas, el aliento se me corta, me quita el sostén por la fuerza, me incorporo, no me deja, me coloca el brazo sobre mi cuello, ejerciendo la suficiente presión para que el aire llegue en pocas cantidades a mis pulmones. —Joder, sí que estás buena, Ana, mira esas tetas, tan deliciosas. —No… lo… hagas… —mis palabras son un balbuceo débil. Me va a matar, lo siento, mi visión se vuelve oscura, me libera y tomo una enorme bocanada de aire, mientras él se coloca entre mis piernas. —Veremos si alguien más ha corrompido esto —escupe saliva en mi coño, usándolo como un lubricante. Mis brazos se hormiguean, no me siento bien. —Quiero que llores, quiero que supliques. Me quedo callada, tratando de empujar su cuerpo en un intento fallido. —¿No? —lame la mitad de mi rostro con la respiración agitada—. Chica idiota, el orgullo no te llevará a nada bueno. —Detente —musito en un débil tono—. Yo… De una, me penetra, provocando que grite, no por la intrusión, no por lo que hace, sino, por lo que significa esto, por lo que cargo sobre mis hombros. No se detiene, me somete sobre la mesa sin dejar de entrar y salir de mi cuerpo, mi alma se quiebra, mi destino se ha marcado. —Mira, no eres virgen, pero maldita sea, estás demasiado apretada, te sientes tan bien, Ana, serás la puta más codiciada —empuje—. Nos darás a ganar mucho dinero. —¡Para, por favor! —lo logra, derramo las lágrimas que tenía acumuladas desde que desperté de esta pesadilla—. ¡Detente! ¡Detente! ¡Detente! Empuja con más fuerza y profundidad. —¡Joder, eres deliciosa! —agarra mis pechos con su boca, succionando mis pezones—. Maldición, eres adictiva. Cuando lo hace, veo la única oportunidad de poder descargar mi rabia, le muerdo la oreja con toda la fuerza que me queda, el grito de Oliver se asemeja al de un animal salvaje, herido, es otra cosa que se quedará grabada en mi mente, sin saber que es el sonido que acompañará mis pesadillas una y otra vez. —¡Puta! —me da otro golpe y me gira sobre la mesa, la punta de los dedos de mis pies, apenas tocan el suelo. Estoy aturdida, desnuda, la cabeza me estalla, el mareo es atroz. —Esta es una lección que no vas a olvidar —siento su pene en mi entrada trasera. —No… —la barbilla me tiembla—. Ahí no… Pero Oliver no me escucha, y aunque mi alma me empuja a luchar, a defender lo que considero todavía mío, mi cuerpo inerte cede al dolor y al cansancio. —Te voy a joder en serio, serás una Barbie rota, y adivina qué, a nadie le gustan las Barbies rotas. Es lo último que escucho de él, antes de que me perfore el culo, mi grito desgarra mi garganta. Duele como nunca, y él no detiene los empellones brutales. Descarga toda su energía en mí. Poco a poco muero. Estoy aquí, pero al mismo tiempo no. Me desconecto. Me voy. Me abandono. Mi cuerpo está presente, sí, pero yo… yo me escondo en un rincón invisible de mi mente, donde no duele tanto, donde el aire no arde y el mundo deja de aplastarme. Me convierto en nada. Porque ser nada es mejor que sentir. Llega un punto en el que no grito, no lloro. Ya no tengo lágrimas, se me secan en ese instante, como si mi alma supiera que esto iba a volverse rutina. Mientras Oliver gruñe como bestia sedienta, lastimando mi orificio trasero, me imagino que tengo una llave secreta, una que me permite apagar todo, incluso el corazón. Y la uso. La aprieto fuerte. Apago el ruido, la existencia. Siento asco. Pero no solo de él. De mí. De mi silencio. De la forma en que mi cuerpo sigue respirando como si esto fuera normal. Como si hubiera aceptado que esto es lo que soy. Un objeto que se deja usar. Una cosa. Un desperdicio de carne con nombre bonito. Me escucho por dentro, como si hubiera otra versión de mí gritando, golpeando las paredes de mi cráneo, suplicando que haga algo. Pero esa voz es débil. Se está muriendo. Y no puedo salvarla. —Te he roto, Ana —empuje—. Te he marcado —empuje—. Haré de tu culo, un hoyo flexible. Me río por dentro. No porque esto sea gracioso, sino porque es absurdo. ¿Cómo llegué aquí? ¿En qué momento dejé de valer algo? ¿Cuándo fue que mi dignidad se convirtió en polvo? Y luego me acuerdo: nunca tuve elección. Solo aprendí a actuar como si nada en esta vida importara. Siempre he sido la segunda opción, el plato de segunda mesa, la muñeca que todos quieren tener, pero que nadie se juega el pellejo por tenerla. Eso es lo que soy, un juguete de diversión, y esto solo reafirma mi existencia, mi propósito. Me siento podrida. No rota. Lo roto se puede pegar. Yo… yo estoy en descomposición. Hay partes de mí que se caen ahora sin que nadie se dé cuenta. Mi inocencia. Mi fe. Mi luz. Todo desaparece y lo peor es que nadie lo nota. Sigo siendo Ana, la perra inalcanzable del colegio, la porrista imparable, la diosa de pasillos ajenos. Pero debajo de todo eso ya hay una tumba con mi nombre. Y mi rostro enterrado en silencio. Nadie me ayuda ¿qué esperaba? Siempre he hecho todo sola, siempre he sido yo contra el maldito mundo, lo odio, lo detesto. Aferro mis manos a los bordes de la mesa, con rabia, clavando las uñas con precisión, cuando Oliver sigue violándome. Los restos de la antigua Ana, quieren gritarle que pare, pero no me salen las palabras. No porque tenga miedo. Si no porque ya no le veo el sentido. Ya lo intenté. Una vez. Dos. ¿Diez? Me he cansado. Me rendí. Y ahora soy esto: carne sin alma. Mirada vacía. Corazón en pausa. Todo en mí está callado. Todo en mí está muerto. Y nadie, absolutamente nadie, lo ve. Nadie me salva, nadie viene en armadura a matar al monstruo que me arranca el alma y mata el corazón que todos rechazaron. Nadie lo aceptó, nadie abrazó mis sentimientos. —Joder —Oliver se detiene, soltando su derrame—. Esto fue la mejor cogida de mi vida. Sale de mi interior y me quedo quieta, no me muevo. —Mierda, si qué hice un desastre contigo, Verly —me da una palmada en el trasero—. Mira ese culo lleno de sangre, no podrás caminar por días. Pasa su mano por mi raja y luego tira de mi cabello, incorporándome, es ahí que me doy cuenta de que había mantenido las uñas clavadas en la madera, tan fuerte, que algunas se me han roto. —Mira tu sangre —me obliga a ver su mano manchada de rojo—. Serás mi puta, tu destino siempre será ser la puta de alguien. Sus palabras quedan grabadas en mi mente “Siempre serás la puta de alguien” —Te daré espacio para que te recuperes de mi polla, con el tiempo te acostumbrarás, alguien te traerá ropa nueva, tómalo como un regalo de mi parte hasta que lleguemos a tu nuevo destino —espeta liberándome. El sonido de sus pasos alejándose, luego el clic de la puerta al cerrar, forman parte del fondo de una melodía que me acompañará cada noche. Entonces… despierto.

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