ANA
Me incorporo de golpe, ahogando el grito que empuja por salir de mi boca, sonido que amortiguo con la palma de mi mano. Una fina capa de sudor cubre todo mi cuerpo, siento las gotas recorrer mi espalda. Hago lo que dice mi psicólogo privado, cierro los ojos, cuento hasta que me siento segura, no funciona la mayoría de las veces, ya que cada que cierro los malditos ojos, revivo el mismo episodio.
Me pongo de pie y voy directo al baño, enciendo la ducha de agua caliente, dejándola derramar mientras me quito el pijama húmedo de sudor. Sin embargo, al levantar la mirada, me encuentro con el reflejo de una persona muerta mirándome desde el espejo, arriba del lavabo. Uno que me permite admirar la complejidad del espectro delante de mí, a cuerpo completo. Me odio.
No sé cuándo dejé de ser una persona y me convertí en un recipiente roto. Tal vez fue aquella vez que dije “no” y nadie me escuchó. O quizás fue antes, cuando aprendí que sonreír frente al espejo era más fácil que enfrentarme a mi reflejo.
Soy Ana. La porrista. La chica que todos miran en los pasillos como si fuera invencible. La que lanza comentarios sarcásticos como balas, la que no se calla, la que coquetea con los profesores solo para sentir que tiene el control de algo, de lo que sea. Pero por dentro… por dentro soy un grito que nadie oye. Un susurro ahogado en las paredes de mi cuarto, donde hasta las sombras me tienen lástima.
No me reconozco. Esta piel que toco no es mía. Estos ojos… ya no brillan, solo arden de tanto aguantar el llanto. Nadie sospecha que detrás de la falda corta que me obligo a usar y la sonrisa torcida hay una niña acurrucada, temblando en silencio. Me convertí en actriz de mi propio infierno. Porque si me muestro débil, pierdo. Y ya perdí demasiadas veces.
Reto a todos porque me da miedo que me vean. Me burlo de lo que me asusta. Finjo ser la perra arrogante porque si no lo hago, si dejo caer esa máscara, aunque sea un segundo, me derrumbo. Y no me puedo permitir eso. No otra vez.
Hay noches en las que me quedo mirando el techo y me pregunto si esto es todo lo que hay. Si nací para ser utilizada, para ser ignorada cuando lloraba, para ser adorada por lo que aparento y odiada por lo que soy en realidad. Porque nadie vio la bondad que se me echó a perder. Nadie veía que cuando abrazaba a mis amigas lo hacía con desesperación, rogando que me devolvieran un poco de humanidad.
Me siento sucia. Como si cada parte de mi cuerpo gritara que algo está mal, nadie escucha. Todos ven lo que quieren ver. Ana, la rebelde. Ana, la que no llora. Ana, la que lo tiene todo. Pero no tengo nada. Nada más que miedo. Y una rabia que se pudre dentro de mí como fruta vieja.
Quisiera desaparecer. No morir, no aún. Solo… desvanecerme por un tiempo. Ser invisible. Que el mundo se olvide de mí para poder reconstruirme sin que me miren con lástima o morbo. Pero no puedo. No sé cómo.
A veces me imagino gritándoles la verdad. Que me duele todo. Que hay lugares en mi alma que ya no existen. Que me siento como una muñeca rota, olvidada en un rincón, con los hilos colgando, deseando que alguien me cosa con ternura. Pero entonces recuerdo que las muñecas no hablan. Solo sonríen y se quedan quietas. Y eso es lo que yo hago. Sonrío. Me quedo quieta. Y sangro por dentro.
Porque nadie salva a las chicas como yo. Es un bucle sin salida, es mi realidad.
Desciendo la mirada, el número “23” sigue tatuado en mi piel como el primer día, la sensación de repugnancia invade mis papilas gustativas, entro a la regadera y me quedo media hora bajo el agua, sin mover un solo músculo, luego comienzo a bañarme, terminando, pongo mi mente en blanco, me imagino encerrada en una enorme habitación oscura, sin puertas ni ventanas, y ahí me quedo, sola, tranquila, en paz, en esa oscuridad nadie me lastima, porque no hay nadie ahí.
Bajo las escaleras, hoy es el primer día de clases, luego de unas tres semanas de vacaciones. Después de los acontecimientos en donde la zorra de Tamara fue encerrada, por su jodida enfermedad mental. Siempre la odié, nunca la acepté en el grupo, aunque Reagan se empeñara en aceptarla por alguna retorcida razón. Lo irónico de esto, es que ella ahora está encerrada en un centro psiquiátrico, y Tamara en una cárcel de alta seguridad, luego de que hace dos meses se escapara e intentara buscar a Piper.
Los jeans se ajustan a mis piernas como si quisieran recordarme que todavía estoy viva. La blusa de manga larga, negra, se adhiere a mi piel como una segunda capa de sombras. Camino hacia la cocina con los flats golpeando el suelo con un sonido hueco, seco. Cada paso pesa. Cada paso me pertenece. No camino, avanzo como si tuviera que demostrarle al mundo que sigo aquí. Aunque me duela.
Sobre la isla de mármol hay una nota, el papel blanco, la tinta ordenada, la letra perfecta de mi madre.
“No nos esperes a cenar. Llegaremos tarde”
La leo sin emoción. Mis ojos recorren las palabras como si fueran parte de un idioma muerto, luego hago una bola con ella, sin pensar. La rabia me arde en las manos. Oscura, muda. La aplasto con los dedos, como si pudiera aplastar algo más, como si pudiera aplastarlos a ellos.
Mis padres han sido expertos en desaparecer desde que todo pasó. Desde que la policía irrumpió en aquel almacén de mierda y me sacaron de la jaula. Desde que mi nombre apareció en documentos sellados y los restos de mis lágrimas fueron evidencia. Desde entonces, ellos... retrocedieron. Me miran como si yo fuera la culpa. Como si les diera asco. Y quizá lo hago. Quizá no soportan verme porque cada vez que lo hacen, recuerdan que soy la hija que no pudieron proteger. La hija que volvió hecha pedazos.
No lloro. Hace mucho que dejé de hacerlo. Las lágrimas ya no me pertenecen. Se secaron con los gritos, con las súplicas, con los días interminables de oscuridad. Ahora soy una muñeca rota. Y las muñecas no lloran.
Abro la pantalla táctil de la cocina mientras me sirvo un vaso de leche, no tengo hambre, pero el cuerpo exige combustible para seguir fingiendo que funciona, necesito ruido, aunque sea artificial. Algo que ahogue el eco constante en mi cabeza.
La pantalla se enciende y la voz de una reportera joven, con voz brillante y maquillaje perfecto, me rasga los oídos.
—Hoy se cumple un año y once meses desde que las autoridades desmantelaron la red de trata de blancas que operaba en el pueblo de Bermaunt, dirigida por la esposa del empresario inglés, Bernat Young…
Me detengo. El vaso en mi mano tiembla, no porque esté débil. Es rabia. Es memoria.
—Más de noventa jóvenes fueron rescatadas de las garras de esta organización que las mantenía encerradas en condiciones infrahumanas…
La pantalla muestra las imágenes. Y ahí está: la jaula. Las jaulas. Cajas de metal con barrotes, oxidadas y frías, alineadas como si fuéramos ganado. Rostros sin nombre. Voces apagadas. Cabello sucio. Sangre seca. Ojos vacíos.
Yo estoy ahí. No como estoy ahora, sino como estaba entonces: rota, sucia, sin alma. Me veo a mí misma en la pantalla, la cámara no me enfoca, quien no me conoce, me pierde con el montón de chicas, aparto la mirada. No por vergüenza. Es asco. No por lo que me hicieron. Si no por lo que el mundo quiere que yo sea ahora.
Enseguida parece él. El detective. Rubio. Guapo. Voz grave. Una sonrisa compasiva en la cara. Como si fuera un héroe que si supiera algo de lo que vivimos.
—Estas chicas son sobrevivientes —dice—. Me parte el alma pensar lo que vivieron. Solo espero que puedan rehacer su vida, que logren salir de esta pesadilla. Son valientes. Son fuertes.
Suelto una risa áspera que no suena humana.
—Cierra la puta boca —le digo al televisor, y lo apago de un manotazo, sin esperar lo que sigue de la nota.
¿Pesadilla?
Las pesadillas terminan cuando te despiertas. Esto... esto se queda contigo. Bajo la piel. En el olor. En las manos de cualquiera que se acerque demasiado. En los sueños que ya no tengo. Los monstruos que conocí no vivían en cuentos, tenían nombres, tarjetas negras, perfumes caros, y sabían lo que costaba una chica rubia con ojos grises.
«Sobreviviente»
Qué palabra más falsa. No sobreviví. Me convertí en algo más. Algo que nadie puede mirar sin sentir escalofríos. Algo que respira solo porque el odio pesa más que la tristeza. Aprieto el vaso entre mis dedos. Podría romperlo si quisiera, podría destrozarlo contra el suelo, no lo hago. No porque me contenga, sino porque aprendí a guardar las explosiones para cuando de verdad importen.
La muñeca no llora, la muñeca observa, y algún día, la muñeca quemará la fábrica que la creó.
Aparto todos esos pensamientos de mi cabeza, que son un cáncer que me carcomen por dentro. Espabilo, respiro profundo, agarro mi bolso y subo a mi auto con la intención de tener un día tranquilo en la Universidad.
Me miro en el espejo retrovisor por última vez antes de que el coche se detenga frente a la entrada principal de la Universidad Blackmoor. Mis labios están perfectamente delineados en rojo rubí, y mi melena rubia cae con precisión quirúrgica sobre mis hombros. Me tomo un segundo más. Inspiro. Exhalo. Enderezo los hombros.
—Vamos, Ana —me susurro con la misma voz que usaba en los concursos de porristas, la misma que convencía a todos de que era invencible—. Sonríe como una reina, camina como una perra.
Apenas abro la puerta del coche, el mundo se me viene encima. No con gritos o aplausos como en los viejos tiempos, oh no, esos tiempos ya pasaron, sino con silencios, miradas escurridizas, cuchicheos que mueren entre dientes y ojos que se desvían cuando los atrapo en mi dirección. El cielo está gris, como una fotografía antigua, y el aire huele a tierra mojada y tensión contenida.
Algo anda mal, lo siento, no, tacha eso, está muy mal.
Bajo con elegancia, el mentón en alto, mis flats retumban en la acera con cada paso, los segundos transcurren lento, no tardo en sentir cómo se deshace mi corona invisible. Como si la estuvieran deshojando en cámara lenta. Me trago el nudo en la garganta y mantengo la mirada altiva, fingiendo que nada puede afectarme.
—Vaya, mira quién volvió —murmura una voz masculina tras de mí.
Ignoro la voz, pero el tipo se adelanta y me intercepta el paso. Es un jugador de baloncesto, lo reconozco por el logo en su sudadera. Alto, moreno, con una sonrisa demasiado confiada para lo poco que tiene en el cerebro. Me clava los ojos como si pudiera desnudarme con la mirada. Ojalá lo intentara para mandarlo a la mierda.
—¿Sabes qué es lo que más extrañábamos de ti, Ana? —dice, mientras su mano se desliza hacia mi trasero.
Me giro tan rápido que el viento ondea mi cabello. Le tomo la muñeca, la tuerzo con fuerza, y en un movimiento fluido que aprendí de mis clases de defensa personal en vacaciones, porque sí, no solo sé patear con pompones, lo derribo con una llave que lo deja contra el suelo, la cara torcida de dolor.
—Vuelve a tocarme, y te rompo la muñeca. ¿Quedó claro?
Se levanta hecho una furia, sujetándose el brazo. Me lanza una mirada envenenada.
—¡Puta!
Se aleja con su séquito de imbéciles, riéndose nerviosos, como si no supieran si burlarse de mí o de su amigo herido en el ego. Camino de nuevo, con los dientes apretados. Pero las miradas siguen, más intensas, más juzgadoras. Y entonces aparecen ellas. Lo que me faltaba, la jodida cereza del pastel.
—¡Ana! —grita Selene, agitando su melena castaña como si estuviéramos en una pasarela—. Qué calladito te lo tenías, zorrita.
—¿Qué demonios dices ahora? —respondo con una sonrisa cortante, mientras mis ojos grises la taladran.
Marcela se ríe con incomodidad. Saca el móvil de su chaqueta. Sus ojos azules me miran como si yo fuera una estatua a punto de romperse.
—Ana... deberías ver esto.
—¿Qué cosa? —respondo, altanera—. ¿Un nuevo tutorial de maquillaje para chicas sin personalidad?
Me lanza el celular sin decir una palabra más. Lo tomo con desgano. Sin embargo, en cuanto veo la imagen en pantalla, el mundo se detiene. Es el noticiero. El mismo maldito video que ignoré esta mañana mientras desayunaba sola en la cocina de mi casa. El mismo detective rubio, de ojos azules, frío como el acero.
—Hace un año y once meses —dice su voz en la pantalla—, en Bermaunt, más de 90 jóvenes fueron secuestradas por una red internacional de trata de personas…
Mi garganta se seca. El zumbido en mis oídos aumenta. Intento soltar el teléfono, pero mis dedos no responden. El detective sigue hablando, y entonces comienza a leer los nombres, uno por uno, nombres que no deberían ser míos. Hasta que lo dice:
—Ana Verly.
El móvil se desliza de mis manos como si se quemara, golpea el suelo, me quedo paralizada, los murmullos aumentan, las risas también. Algunos chicos miran sus propios celulares, un par incluso reproducen el mismo video. Uno ríe. Otro finge una mueca de lástima.
Selene lo recoge y me lo extiende.
—¿Así que eras una puta y no nos contaste? —dice, fingiendo una sonrisa—. Qué linda eres, Ana. Guardándote secretos.
—Selene, cállate —interviene Marcela, fulminándola con la mirada—. No es una broma. Es algo serio.
—¡¿Serio?! —replica Selene, con una risa venenosa—. Por favor. ¡Está en las noticias! ¿No es emocionante? ¡Fue el sobrino del detective Watson quien filtró la lista completa!
Mi estómago se revuelve, siento náuseas. El mundo se tambalea, pero mi voz, aunque quebrada, sigue aparentando seguridad.
—¿Qué sobrino? ¿Quién? —trago grueso.
Solo necesito un nombre para patearle las pelotas y enseñarle a ese malnacido que conmigo no se juega.
—¿No es obvio? —dice Selene, con una sonrisa ladina, alzando una ceja—. Vamos, Ana. No eres tan estúpida, ¿o sí?
—¡Selene, basta! —grita Marcela, harta—. El sobrino del detective es Kabil Watson.
Mi corazón se detiene. Un relámpago me atraviesa la columna, Kabil, el tipo con el que había cruzado miradas hace semanas. El chico que parecía tener todas las respuestas y ningún interés. Frío, elegante. Misterioso. Y ahora... un traidor. Uno con mi nombre en su poder.
—Hijo de perra —murmuro.
No le bastó con joderme la existencia antes, con todo el asunto de Tamara, ahora esto. Sin esperar a escuchar algo más, echo a correr, las piernas me tiemblan, pero no me detengo. Necesito verlo. Necesito que me lo diga a la cara. Que me mire con esos ojos dorados y me explique por qué hizo eso, cuando teníamos un trato.
Busco entre los pasillos. En el patio. En el comedor. Nada. Un chico del equipo de fútbol me mira curioso, con una sonrisa sobradora, al cruzar por el edificio de Deportes.
—¿Has visto a Kabil Watson?
—Está en los vestidores. Pero... Acaban de terminar la práctica. No es buena idea ir ahora.
—Gracias —respondo sin mirarlo, ya corriendo hacia los vestidores.
—¡Ana, espera! ¡No entres ahora!
Demasiado tarde. Abro la puerta de golpe. Y me encuentro con una visión digna del infierno. Todos los jugadores, desnudos, agua, toallas, risas que se convierten en gritos, y yo, congelada en el umbral, mientras una docena de chicos me gritan que cierre la maldita puerta.
Pero no veo a ninguno. Porque estoy buscando solo a Kabil.
Empujo más la puerta del vestidor masculino con la barbilla en alto y una mueca de desdén tallada en mis labios. En cuanto cruzo el umbral, el vapor me envuelve como una niebla densa, tibia y opresiva. El olor a jabón caro, desodorante cítrico y cuerpos sudados me invade. La humedad se adhiere a mi piel como un mal recuerdo.
Un desfile de cuerpos desnudos, esculpidos a mano por algún Dios obsesionado con el pecado, toman forma delante de mí. Espaldas anchas, músculos tensos y gotas resbalando por la piel bronceada de algunos. Otros se secan el cabello, otros ríen, otros aún tienen el torso empapado de sudor y gloria. Toallas colgando en caderas huesudas o robustas. Una orgía visual de carne juvenil y vanidad.
Los miro con la cabeza en alto, sin parpadear. Observo los abdominales definidos, los tatuajes que recorren sus brazos como ríos oscuros, los pectorales que suben y bajan con respiraciones pesadas. Algunos tienen cicatrices. Otros no. Pero todos los que se percatan de mi presencia, se sienten mirados, admirados, deseados.
—Mira ese culo, princesa —masculla uno, con una sonrisa torcida y dientes blancos.
—Ven a darnos suerte para el próximo partido, nena —añade otro, mientras se acomoda la toalla, dejándome ver más de lo necesario.
—Con esas piernas, podrías matarme —murmura alguien desde una de las duchas.
Me lamen con los ojos. Me desvisten con la mirada, y ni siquiera tengo ropa que quitarme más allá de los pantalones que tengo puestos, la blusa de manga larga y la actitud de reina sin trono.
El asunto es que no siento nada. No deseo nada. Ni lujuria. Ni repulsión. Solo vacío. Un hueco tan hondo que ni toda la testosterona del mundo podría llenar. Hace un año y once meses, alguien arrancó esa parte de mí y la aplastó hasta convertirla en escombros. Desde entonces, me siento podrida por dentro. Rota. Irreparable.
Recupero la compostura con un suspiro helado. Camino entre los bancos largos, los casilleros metálicos abiertos y desordenados, las toallas tiradas, los zapatos embarrados. Algunos chicos se apartan, otros se inclinan hacia mí con sonrisas de hiena. El ruido se mezcla con el chocar del agua en las duchas del fondo, el eco de una conversación apagada.
Los pequeños cubículos están abiertos, repletos de mochilas deportivas, geles de ducha, camisetas sudadas. El vestidor parece una mezcla entre campo de batalla y burdel, con paredes grises, duchas comunes sin puertas y bancos mojados.
Entonces lo veo.
Al fondo, de espaldas, hablando con un chico rubio de ojos grises. Reconozco a Ian de inmediato. El novio de Piper. El mejor amigo de Kabil. El único que parece tener una expresión que no quiere arrancarme la ropa con la mirada. Aunque no por eso me cae mejor.
Ian está serio. Muy serio. Le dice algo a Kabil entre dientes, algo molesto, algo que parece un reproche. Su ceño fruncido y la tensión en sus mandíbulas son evidentes. Kabil, en cambio, mantiene los brazos cruzados. Imperturbable. Como siempre. Con ese aire de superioridad psicópata y belleza maldita.
Camino hasta él. Mis pasos suenan decididos. Cada centímetro de mi cuerpo está tenso. Furia contenida. Rencor en las venas. Los ojos muertos, sin alma.
—Te lo advertí —escupo las palabras como si fuesen veneno.
Kabil gira apenas el rostro. Sus ojos ámbar brillan como fuego contenido en cuanto me ve. Asesinos. Oscuros. Fríos.
—No te metas en mis asuntos, maldito bastardo —gruño, con el orgullo calcinándome por dentro.
Y sin dudarlo, le doy una patada en las bolas, fuerte, precisa, casi liberadora. El vestidor enmudece.
Nadie ríe. Nadie respira. Solo el sonido de mi huida a toda prisa, con el corazón bombeando algo que no reconozco como miedo. Es furia. Es desdén. Es esa parte de mí que todavía cree que no estoy acabada.
Los pasillos están vacíos, a esa hora todos están en clase, los lockers alineados parecen cadáveres metálicos y fríos, mis tacones golpean el suelo como un metrónomo de guerra. Las luces parpadean sobre mí. Me dirijo hacia la Facultad de Periodismo, con los nervios desgarrados.
Entonces una mano me agarra fuerte.
Tan fuerte que por un segundo siento que me arrancarán el brazo. Me lanzo hacia atrás, pero me estampan contra la pared. El aire se me va. El frío de la pared me golpea la espalda. Y ahí está él.
Kabil.
Los ojos como oro fundido, el rostro serio, casi vacío, ni una pizca de dolor, ni rencor. Solo una máscara de hielo. Es tan alto, tan malditamente imponente, que aunque no quiero, mi cuerpo tiembla por dentro. Pero no lo dejo ver. Lo miro de frente. Como una reina rota que no teme morir.
—Hace falta más que una patada en las bolas para amenazarme, Barbie —dice, con la voz como cuchillas arrastrándose por el suelo.
Acerca su rostro al mío. Tan cerca que puedo oler su colonia, oscura, densa, masculina, cruel. Huele a peligro.
Levanto el mentón. Rebelde. Altanera.
—Puede que toda esta escuela te rinda pleitesía. Que todas quieran tu polla, que los demás agachen la cabeza cuando pasas —escarbo en mi voz el veneno que aún me queda—. Pero yo no te tengo miedo. Quítate de mi camino... o te vas a arrepentir. Esta es tu última advertencia, Kabil.
Algo se enciende en sus ojos, algo oscuro, torcido, un destello enfermo de interés. Como si acabara de encontrar un nuevo juguete.
—Cuidado con lo que dices, Ana —susurra, pegando su cuerpo al mío, tan cerca que dejo de respirar—. Porque cuando me topo con un reto que me parece interesante... no paro hasta arrancarle cada maldita capa, romperle el alma y destruir lo que queda. Me gusta ver cómo sangran por dentro mientras fingen que siguen siendo fuertes.
Trago saliva, lo odio, lo aborrezco con cada fibra de mi cuerpo.
—Vete a la mierda —escupo con rabia, clavándole los ojos.
—Lo que pasó antes entre los dos, fue por información que necesitaba de Tamara. No confundas las cosas —responde, sin emoción—. No somos amigos. No somos nada. Y es la primera vez que te atreves a tocarme. Que sea la última.
Me empuja con el pecho. Duro. El impacto me tambalea, pero no caigo, lo veo irse, lo veo alejarse como un animal que ha marcado su territorio y yo… Yo lo odio más que nunca. Con tanto rencor que me quema por dentro.
Mi corazón no late por la adrenalina, no late por nada, porque esa Ana que se emocionaba por lo prohibido, esa ya murió hace mucho. Lo que queda es una versión mejorada: cruel, afilada, sin alma.
Salgo del edificio. La brisa me corta las mejillas, pero no me importa. Entonces suena mi móvil, miro la pantalla, frunzo el ceño.
Contesto.
—¿Hola?
—Ven por mí —dice una voz, antes de colgar.
Me quedo quieta.
—Ha llegado —susurro para mí misma, sabiendo la tormenta que significaba mi vida, con su llegada.